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Economía del dolor: cómo los sudaneses construyen una casa lejos de casa

Por Amar Jamal*-
Las personas refugiadas y desplazadas por la fuerza experimentan el dolor no solo como víctimas de la opresión sistémica, sino como agentes que navegan por su sufrimiento.

El dolor se enmarca a menudo en el discurso del poder. Los Estados, las instituciones y las estructuras dominantes imponen el sufrimiento como herramienta de control. Sin embargo, una comprensión más matizada del dolor debe centrar la acción humana en su reflexión, en particular en los relatos de las experiencias vitales de las personas desplazadas. Las personas refugiadas y desplazadas por la fuerza experimentan el dolor no solo como víctimas de la opresión sistémica, sino como agentes que navegan por su sufrimiento. Esto no implica una aceptación teológica o freudiana del dolor, sino más bien una reflexión utilitarista, donde la acción valiosa se mide por su capacidad para reducir el sufrimiento.

En este contexto, la autonomía y el alivio del dolor están profundamente entrelazados. La libertad y el bienestar están estrechamente vinculados a la capacidad de actuar para reducir el sufrimiento. Sin embargo, para las personas desplazadas, esta autonomía se ve gravemente limitada. El desafío principal es cómo crear un sentido de hogar en el exilio. ¿Cómo reconstruir la identidad y la pertenencia en un entorno desconocido donde las estructuras sociales y económicas suelen ser excluyentes?

Dado que el valor se construye socialmente, el éxito en el exilio no está predeterminado; se define por la capacidad de la persona desplazada para establecer nuevas bases de estabilidad. Pero ¿contradice este proceso la capacidad de acción? Tradicionalmente, la capacidad de acción se vincula a la participación en redes políticas, sociales y económicas. El desplazamiento a menudo expulsa a las personas de estas estructuras, dejándolas en condiciones precarias, privadas de sus derechos de ciudadanía, empleo y capital social. La paradoja es sorprendente: el éxito en el exilio puede ser necesario para la supervivencia, pero sigue siendo una condición impuesta por la pérdida.

Llamo a esta paradoja la “economía del dolor”. Se refiere a la condición paradójica de los refugiados, quienes deben sobrevivir mediante prácticas económicas y culturales que a menudo resultan en alienación y mercantilización. Explica cómo la agencia se ve restringida por la exclusión sistémica y cómo la identidad cultural se transforma en mercancías comercializables como medio de supervivencia, convirtiendo así el dolor en un modo estructurado de existencia bajo gubernamentalidades biopolíticas y necropolíticas.

Esto es particularmente evidente en las experiencias de los refugiados sudaneses en Uganda y Egipto, quienes viven en la intersección de la gestión biopolítica y la exclusión necropolítica. Estos marcos permiten un análisis más profundo de cómo los Estados, las organizaciones humanitarias y los sistemas internacionales gobiernan a los refugiados sudaneses, determinando los límites de la vida, la muerte y la precariedad en los países de acogida. Mientras que la Ley de Refugiados de Uganda de 2006 permite la integración, el acceso a la tierra y a los servicios básicos, los refugiados sudaneses en Egipto se desplazan a zonas urbanas sin protección formal, enfrentándose al racismo sistémico y a las barreras burocráticas.

El concepto de biopolítica, tal como lo articuló Michel Foucault en su libro El nacimiento de la biopolítica (1978-79), proporciona una lente crucial para comprender cómo las autoridades centrales, como los estados, regulan la vida y las poblaciones. El trabajo de Foucault destaca las formas en que la gubernamentalidad opera a través de mecanismos de control, vigilancia y cuidado. El desarrollo de Giorgio Agamben de la idea de “vida desnuda” en Homo Sacer (1998) se basa en este marco al explorar cómo ciertas poblaciones, como los refugiados, se reducen a la mera existencia, se excluyen del reconocimiento político y social, para ser emisarios sin palabras, como lo contextualiza Lisa H. Malkki (1996) . De manera similar, Necropolítica (2003) de Achille Mbembe extiende el análisis para examinar cómo la soberanía determina la vida y la muerte, particularmente en contextos poscoloniales. El complejo guerra-desplazamiento conlleva una doble pérdida: la erosión de la autonomía sobre el propio cuerpo y la privación de las redes colectivas de cuidado que antaño sostenía el lugar entendido como patria y hogar. La soberanía fuera del hogar ya no se define por la autonomía de los cuerpos libres, sino que, en términos de Mbembe, se convierte en el ejercicio del poder mediante el trabajo de la muerte. Estas herramientas teóricas son invaluables para analizar las condiciones bajo las que se gobiernan a los refugiados sudaneses, tanto como vidas que deben protegerse como cuerpos que deben ser excluidos.

A pesar de las diferencias políticas, tanto en Uganda como en Egipto, los contextos limitan la capacidad de acción de los refugiados mediante la gubernamentalidad biopolítica. Los agentes humanitarios, si bien brindan ayuda y priorizan el sufrimiento sobre los derechos, a menudo imponen una dependencia sostenible, restringiendo la autodeterminación de los refugiados y fomentando un sistema que gestiona a las poblaciones desplazadas en lugar de empoderarlas, como han criticado ampliamente académicos como Ticktin (2011). La precariedad jurídica impide la plena inclusión social, exponiendo a los refugiados a vulnerabilidades económicas y sociales. En ambos contextos, las experiencias de desplazamiento ponen de relieve cómo los diversos regímenes biopolíticos configuran las realidades vividas del desplazamiento, la marginación y la supervivencia.

El coste sensorial de la supervivencia

La supervivencia económica en el exilio a menudo obliga a los refugiados a recurrir a mercados laborales informales, donde deben mercantilizar aspectos de su identidad cultural. Los refugiados sudaneses suelen establecer pequeños negocios que venden alimentos, artesanías y perfumes tradicionales, productos impregnados de memoria personal y colectiva. Esta participación económica demuestra resiliencia y barreras sistémicas. Sin embargo, también revela la economía del dolor, donde la supervivencia se entrelaza con la mercantilización cultural.

Basándose en la teoría de la alienación de Marx, presente en los Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844 , la economía del dolor destaca el distanciamiento de los refugiados respecto de los productos de su trabajo y sus redes sociales, y en última instancia, de sí mismos. Para los refugiados sudaneses, este fenómeno se manifiesta cuando intentan forjar sus medios de vida económicos fuera del ámbito doméstico. La distinción entre los espacios públicos y privados, antes claramente delimitada por las prácticas culturales y los aspectos íntimos de la vida cotidiana, comienza a disolverse. A medida que los refugiados se involucran en el trabajo informal, en particular al transformar símbolos culturales en mercancías, el hogar deja de ser un lugar de refugio para convertirse en un espacio de producción económica, lo que refleja una línea difusa entre el mercado y el ámbito doméstico.

Desde alimentos hasta perfumes, las mujeres sudanesas, ya sea en Ard El-Lewa de El Cairo o en Kansanga de Kampala, están transformando lo que antes era una práctica sensorial privada —símbolo de intimidad, hogar y parentesco— en un producto comercializable. El aroma y el sabor que antaño simbolizaban cercanía y continuidad cultural ahora se filtran entre las grietas del desplazamiento, mercantilizados y recontextualizados. Su hogar, a su vez, ya no es un mero lugar de descanso o recuerdo, sino un taller temporal de supervivencia, donde las tradiciones se convierten en transacciones difundidas en mercados alejados de casa.

Esta transformación evoca el concepto de reificación de Marx (Capítulo 1), donde las prácticas culturales y los objetos íntimos se objetivan y se reducen a meras mercancías. El proceso de mercantilización despoja a estos artículos de su significado cultural, en particular los aspectos sensoriales de la intimidad, como el olfato, que, como enfatiza 
Sara Ahmed , a menudo encierra un profundo significado emocional y cultural. Por ejemplo, la comida tradicional sudanesa o la artesanía, antaño vinculada a los lazos familiares y la memoria cultural, ahora se reutilizan para el intercambio comercial. Como sugiere Arendt (1958) , la comercialización de la vida personal y cultural conduce a la fragmentación de las experiencias humanas, donde los aspectos íntimos de la vida quedan subsumidos por imperativos económicos. De esta manera, los refugiados sudaneses se enfrentan a una doble alienación: tanto del hogar como espacio privado, como de su trabajo, que ahora se ve alejado de su propósito original de sustentar la vida y, en cambio, se dirige a la supervivencia del mercado. Así, la «economía del dolor» se convierte en un espacio tanto de supervivencia económica como de alienación cultural.

Repensando el humanitarismo

Más allá de la supervivencia económica, las comunidades sudanesas desplazadas participan activamente en la resistencia y la solidaridad. En el asentamiento de refugiados de Kiryandongo, en Uganda, los movimientos de base fomentan la cooperación económica y la defensa de los derechos. Estas iniciativas desafían las estructuras económicas restrictivas a la vez que redefinen la capacidad de acción más allá de la mera supervivencia. La capacidad de acción de los refugiados se manifiesta no solo en la adaptación económica, sino también en la negociación de espacios simbólicos. Las dimensiones sensoriales del desplazamiento, como los olores del hogar, se convierten en espacios de negociación emocional y económica, sustentando la identidad mientras transitan el exilio. Los refugiados participan en la reproducción cultural como forma de resistencia, asegurando la continuidad a pesar del desplazamiento. Sin embargo, esta resistencia reside en los mismos sistemas que generan precariedad y desplazamiento. Como nos diría Foucault , donde hay poder, habrá resistencia, y la resistencia nunca está fuera del poder, sino presente, entrelazada con él. Los refugiados resisten mediante las mismas acciones económicas y sociales que se basan en la exclusión, de modo que su capacidad de acción es tanto resultado como respuesta a aquello con lo que se les priva.

Además, la intersección de las experiencias sensoriales y materiales en el exilio desempeña un papel crucial en el mantenimiento de la identidad y el bienestar. El acto de cocinar platos tradicionales, crear aromas familiares o realizar rituales culturales funciona como una forma de resistencia encarnada contra el desplazamiento. Estas economías culturales, aunque moldeadas por el dolor, ofrecen vías alternativas para la autonomía y la autodeterminación.

La literatura existente sobre estudios de refugiados y biopolítica ha analizado extensamente las formas en que los Estados regulan el desplazamiento mediante medidas legales y económicas restrictivas. Sin embargo, existe una brecha en el análisis de cómo las propias poblaciones desplazadas se adaptan y resisten a estas estructuras impuestas. El trabajo de Jennifer Hyndman (2000) sobre la gestión del desplazamiento destaca cómo el humanitarismo a menudo reproduce las lógicas estatales de control en lugar de ofrecer un empoderamiento genuino. Estas perspectivas ilustran las barreras sistémicas que enfrentan los refugiados, pero también exigen una mayor atención a las economías de supervivencia lideradas por ellos mismos.

La economía del dolor no se trata solo del sufrimiento, sino de la transformación del desplazamiento en una forma estructurada de existencia económica y social. Los refugiados se desenvuelven en una paradoja: deben prosperar en el exilio, pero su éxito se ve limitado por la exclusión legal, económica y social. Reconocer estas dinámicas exige respuestas humanitarias más empáticas y proactivas que vayan más allá de las meras estrategias de supervivencia hacia una inclusión sostenible. Al analizar las ideas de Arendt (1958) sobre las esferas pública y privada, podemos ver que el desafío del exilio no es solo económico, sino existencial: los refugiados deben negociar constantemente entre la visibilidad, la supervivencia económica y la lucha por el reconocimiento en sus sociedades de acogida.

Abordar estas complejidades requiere no solo reformas políticas, sino también un cambio en la conceptualización del desplazamiento. En lugar de considerar a los refugiados únicamente como receptores de ayuda, es necesario reconocer su papel como agentes económicos y culturales que transforman su propio futuro. Este reconocimiento, a su vez, cuestiona las estructuras más amplias que sustentan la economía del dolor y exige una reimaginación de la agencia más allá de las limitaciones del exilio. Además, los enfoques interdisciplinarios que combinan la economía política, la teoría del afecto y los estudios migratorios pueden esclarecer cómo los refugiados navegan por la precariedad y afirman su autonomía dentro de sistemas diseñados para gestionar y contener su sufrimiento.

En definitiva, repensar el desplazamiento más allá del victimismo permite una comprensión más holística de cómo se experimenta, se resiste y se transforma el dolor en nuevas formas de agencia. Al centrar las voces y experiencias vividas de las personas refugiadas, podemos avanzar hacia políticas más inclusivas y sostenibles que reconozcan las complejidades del exilio, la supervivencia económica y la lucha constante por el reconocimiento.

*Amar Jamal, Editor en jefe de la revista Atar y ex miembro de África es un país.

Artículo publicado originalmente en Argumentos Africanos

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