Con este argumento el expresidente Uribe nos hacía a todos responsables de las obligaciones del Estado de respetar y garantizar los derechos humanos, olvidando que es el Estado el único que los viola por acción u omisión; los demás son delitos e infracciones que afectan nuestros derechos. Con la misma frase el expresidente Santos les decía a los campesinos de la ANUC que no exigieran tantos derechos pues también ellos eran parte del Estado, ocultando que bajo el gobierno de las élites tradicionales ese Estado se había coludido con quienes los masacraron durante el conflicto armado. En esa idea son formados los estudiantes de universidades de élite quienes -no todos- cuando los colocan a administrar el Estado, creen firmemente en el poder tecnocrático que les han prestado por un tiempo, el cual les permite explicar a “ignorantes pobladores” -a los que aparentan escuchar- el por qué son ellos los que saben cómo resolver sus necesidades. Algo que se repite por parte de los que eligen la ruta política.
El Estado como estructura surgida de la sociedad y luego separada de la misma se fue construyendo con el objetivo de resolver los conflictos cotidianos que se generaban en las sociedades originarias sedentarias; de allí nacen los jueces. Y, como también necesitaban proteger sus nacientes cultivos frente a las amenazas de su apropiación por pueblos nómadas, van destinando a los más fuertes para que los protejan en forma permanente, lo que da origen a la fuerza pública. Esta especialización de personas en funciones que los separan de sus oficios tradicionales, es coordinada por las autoridades responsables de armonizar la vida en comunidad, que naturalmente se asignan a los más ancianos y ancianas de cada tribu o clan. Con el curso de miles de años y el surgimiento de las clases sociales, esa estructura inicialmente dependiente de la comunidad se va autonomizando de la misma y generando privilegios y poderes concentrados que son colocados al servicio de los más poderosos. Pasa a actuar como un aparato de control y represión dirigido a impedir que los dominados se asocien y exijan sus derechos y que los esclavizados exijan su libertad, al mismo tiempo que facilita la acumulación de riquezas y el poder de las clases dominantes.
Ese Estado, como aparato de regulación que siempre aparenta neutralidad, se fue separando de la sociedad civil de los de abajo- si bien esa distancia no siempre es completa y tiende a acortarse con gobiernos progresistas. El resultado de sus arbitrariedades explica el crecimiento histórico de las resistencias sociales frente a esa relación de subordinación creada interesadamente. Surge un poder alternativo en permanente construcción, que sustenta los avances de gobiernos y reformas constitucionales que apuntan a reducir ese naturalizado abuso de poder, y a transformar gradualmente su función dominante sobre la sociedad civil. De estas luchas populares surge el derecho a la participación directa para controlar los excesos de una democracia delegataria cargada de clientelismos y corrupciones, que se ha convertido en el soporte de esa deformada función del Estado en las sociedades del capitalismo periférico. Transformar el Estado y convertirlo en un medio transitorio de economías solidarias y garantías de derechos democrática fue la utopía postergada, que también se deformó en burocracias autoritarias que pusieron a repensar el camino hacia esa sociedad de iguales. Lo cual reafirma que el Estado no somos todos, pero que todos debemos controlarlo y orientarlo por medio de las dos democracias -la directa y la indirecta- y que mientras las relaciones de poder globales no permitan las transformaciones estructurales necesarias, las luchas por afirmar la autonomía e independencia de la sociedad civil popular y sus organizaciones frente al Estado y sus gobiernos, inclusive los progresistas, seguirá siendo el camino más legítimo.
Marcelo Caruso Azcárate* Investigador social colombo-argentino
Este artículo fue publicado en El Espectador de Colombia
Foto de portada: EFE