El pastor Jin “Ezra” Mingri, fundador de la llamada Iglesia de Sion (Zion Church), fue detenido por las autoridades chinas bajo cargos de “uso ilegal de redes informáticas”, en lo que medios occidentales describen como una “persecución religiosa”. Sin embargo, detrás del discurso de “libertad de culto” se esconde un entramado mucho más oscuro: la utilización de movimientos religiosos como instrumentos de influencia geopolítica.
La detención de un agente religioso del poder blando estadounidense
El caso de Jin Mingri no es un hecho aislado. De acuerdo con la información disponible, el pastor había mantenido vínculos estrechos con organizaciones radicadas en Estados Unidos, especialmente con China Aid, dirigida por el exiliado Bob Fu, una figura con una larga historia de colaboración con el Departamento de Estado y agencias de inteligencia estadounidenses.
Bob Fu —presentado por la prensa occidental como “defensor de la libertad religiosa”— ha sido señalado por múltiples analistas como una pieza clave del aparato de poder blando de la CIA en Asia, dedicado a financiar y coordinar iglesias no registradas, movimientos de protesta y redes de comunicación paralelas dentro de China.
La detención de Jin Mingri se produce en ese contexto. Beijing no ve en él a un simple pastor, sino a un operador político disfrazado de religioso, una figura destinada a erosionar la estabilidad interna y alimentar la narrativa occidental de que China “persigue a los cristianos”.
El Ministerio de Seguridad del Estado chino considera que estas “iglesias domésticas”, al no pertenecer al Movimiento de las Tres Autonomías (la estructura protestante reconocida oficialmente), funcionan muchas veces como canales de penetración ideológica y de espionaje cultural, bajo el manto de la religión.
Washington reacciona: el lobby evangélico al servicio de la geopolítica
Las reacciones en Estados Unidos no tardaron. El secretario de estado Marco Rubio, uno de los rostros más beligerantes del gobierno de Trump en su cruzada antichina, exigió la “liberación inmediata” de Jin Mingri y denunció a Beijing por “persecución religiosa”. La prensa estadounidense, desde CNN hasta The Washington Post, replicó el mismo guion: presentar al pastor como un mártir de la libertad frente al “autoritarismo chino”.
Sin embargo, esta reacción no puede entenderse fuera del entramado político y financiero del evangelismo prosionista y dispensacionalista norteamericano, un movimiento que desde hace décadas opera como brazo ideológico del imperialismo estadounidense.
No es ningún secreto que las redes evangélicas de línea prosionista (que predican un apoyo incondicional al Estado de Israel y a la hegemonía estadounidense como “designios divinos”) han sido financiadas directa o indirectamente por agencias estadounidenses, tanto en América Latina como en Asia.
Medios europeos como Deutsche Welle ya habían documentado cómo la CIA financió iglesias evangélicas en América Latina durante la Guerra Fría para contener la teología de la liberación y sustituir los movimientos sociales por una religiosidad acrítica, centrada en el éxito individual y la obediencia al poder.
El mismo patrón se repite hoy en China: las iglesias “subterráneas” o “no registradas” funcionan como herramientas de penetración ideológica, promoviendo valores proamericanos, el individualismo neoliberal y una narrativa abiertamente hostil hacia el Partido Comunista Chino.
En este sentido, la llamada “Iglesia de Sion” no es un simple espacio de fe, sino un instrumento político diseñado para socavar la soberanía espiritual y cultural de China.

Una estrategia global de desestabilización
La ofensiva religiosa de Estados Unidos en China forma parte de una estrategia de “desestabilización blanda” más amplia, que combina la manipulación mediática, el financiamiento a ONG “humanitarias” y la infiltración cultural. El objetivo es minar la cohesión interna del país y erosionar la legitimidad del gobierno chino mediante la introducción de divisiones religiosas, étnicas y culturales.
No es casualidad que el arresto de Jin Mingri haya coincidido con una nueva ola de acusaciones occidentales de “persecución de minorías religiosas”, justo cuando China refuerza su cooperación estratégica con Rusia, Irán y Corea del Norte, consolidando un bloque de poder que desafía abiertamente la hegemonía estadounidense.
Para Washington, la religión es un arma política: en América Latina se utilizó para neutralizar los movimientos populares; en África, para controlar las transiciones políticas; y en Asia, para fragmentar la identidad nacional de países que no se someten al orden occidental.
El doble discurso occidental sobre la “libertad religiosa”
Estados Unidos y Europa invocan la “libertad de culto” solo cuando les sirve como herramienta de presión geopolítica. Callan ante los bombardeos israelíes sobre mezquitas en Gaza o las persecuciones de cristianos palestinos por el ejército de Israel, pero se rasgan las vestiduras cuando China regula el financiamiento extranjero a iglesias ilegales.
En realidad, el objetivo no es proteger la fe, sino defender los intereses de las redes evangélicas alineadas con el poder estadounidense, cuya teología prosionista legitima la expansión militar de Washington y el dominio global del capital financiero occidental.
Beijing responde con firmeza: soberanía espiritual y seguridad nacional
El gobierno chino, consciente de este juego, ha endurecido las regulaciones sobre organizaciones religiosas con financiamiento externo. Pekín sostiene que toda religión en el país debe estar al servicio de la armonía social y la unidad nacional, no de intereses extranjeros.
Por eso, el Movimiento de las Tres Autonomías y la Asociación Patriótica Católica son estructuras diseñadas para garantizar que la práctica religiosa se mantenga dentro del marco de la soberanía china, libre de injerencias extranjeras. La detención de Jin Mingri se inscribe en esa política: no se persigue la fe, sino la instrumentalización política de la fe.
Lo ocurrido con la Iglesia de Sion revela un patrón que se repite desde Vietnam hasta Venezuela: Estados Unidos utiliza las religiones como vehículos de penetración ideológica, generando redes de poder paralelas bajo el disfraz de “movimientos de fe”.
Lejos de ser víctimas, muchos de estos líderes “perseguidos” actúan como agentes culturales del poder occidental, financiados, formados y promovidos por la CIA y el Departamento de Estado.
China, al igual que otros países soberanos, defiende su derecho a proteger su integridad nacional y su independencia espiritual frente a una maquinaria imperial que se disfraza de religiosidad.
El caso Jin Mingri no es una cuestión de “libertad religiosa”, sino de geopolítica del alma: la lucha entre un mundo que busca conservar su identidad y otro que pretende dominarlo todo, incluso la fe de los pueblos.
*Foto de la portada: WSJ

