1. Hay semanas en las que pasan décadas
Empecemos por el principio, aunque se haya explicado mil veces y no sea lo más entretenido. Un arancel es un impuesto que se cobra a una mercadería al entrar a un país. Se considera a los aranceles como una de las principales herramientas del proteccionismo y, por lo tanto, como lo opuesto al liberalismo. Hacía semanas que Trump venía anunciando que iba a hacer un anuncio en este sentido. El día elegido para anunciarlo fue presentado como el “día de la liberación”. Que la principal potencia del mundo, arquitecta del capitalismo global tal como lo conocemos, celebre liberarse de él, es algo verdaderamente notable.
Trump anunció que sus aranceles iban a ser recíprocos, pero si esa palabra significa algo, deberían haber tenido alguna relación con los aranceles que otros países imponen a los productos estadounidenses. En lugar de eso, Trump inventó una fórmula que presuponía que aquellos países que tenían un superávit comercial con Estados Unidos debían ser tratados como si estuvieran imponiendo aranceles. Y que eso implicaba un menoscabo de los Estados Unidos. En rigor, lo que ocurrió fue lo contrario: en tiempos de interconexión de las economías, todos viven de un modo u otro de las exportaciones y las cadenas globales de valor y, por lo tanto, imponer aranceles de forma súbita solo puede ser interpretado como un acto de agresión. Trump eligió agredir económicamente a todo el mundo al mismo tiempo.
Estos días se especuló mucho sobre por qué Trump tomó esta decisión. Hace años se sabe que él es partidario de los aranceles. En su primer período como presidente, de hecho, ya había impulsado una guerra comercial. También se sabe que su electorado en el heartland reclama la reindustrialización, y los aranceles podrían ser un medio para lograrla. Otros han dicho que Trump usa los aranceles para negociar ventajas comerciales o geopolíticas. Y muchos, que es un mecanismo de extorsión, quizás para hacerse pagar algún tipo de coima, quizás simplemente para que los demás le tengan que rogar.
El segundo mandato de Trump como presidente de Estados Unidos viene siendo intenso. En política interna, ha sido un festival de persecución y censura, incluyendo deportaciones de disidentes políticos a los campos de concentración de Guantánamo y El Salvador, incluso si no se les acusaba de ningún delito. La persecución a migrantes, los ataques a las universidades y el ensañamiento con las personas trans y con quienes mostraron solidaridad con Palestina han sido las principales prioridades del presidente estadounidense, que además ha dado al hombre más rico del mundo, Elon Musk, carta blanca para rediseñar el organigrama del estado, cosa que hizo despidiendo a decenas de miles de funcionarios públicos, imitando a Javier Milei, que le obsequió una motosierra.
En el terreno exterior, Trump apoyó la intensificación del genocidio israelí en Palestina, proponiendo incluso que Estados Unidos se haga cargo de la Franja de Gaza para eliminar a todas las personas que viven allí y transformarla en un resort de lujo. Además, dictó sanciones contra los jueces de la Corte Internacional de Justicia, retiró a su país de la Organización Mundial de la Salud y de los acuerdos sobre cambio climático y atacó, en general, al conjunto del sistema de Naciones Unidas y el derecho internacional. Hasta aquí, vemos actitudes que no son completamente nuevas en los presidentes de Estados Unidos.
Pero esto no es todo: Trump dio un giro de 180 grados a la posición de Estados Unidos en la guerra de Ucrania, humillando a su presidente en la Casa Blanca y entablando negociaciones directas con Putin; inició una guerra comercial contra sus socios del ex-NAFTA (es decir, con quienes tiene un tratado de libre comercio); amenazó militarmente a varios países, entre los que se destacan Panamá, Canadá y Dinamarca (estos últimos, países miembros de la OTAN, alianza militar de la que Estados Unidos es parte); y desmanteló USAID, el principal vehículo del poder blando estadounidense (lo que sería mayormente algo bueno si no hubiera significado, por ejemplo, la destrucción súbita del sistema de salud de algunos de los países más pobres del mundo). Estos cambios espectaculares de la posición de la principal potencia del mundo dinamitaron sus alianzas históricas y comunicaron el mensaje de que ser amigo de Estados Unidos puede ser tan peligroso como ser su rival.
El 2 de abril fue el punto culminante de este crescendo. Y, por un rato, circuló la sensación de que Trump se iba a salir con la suya. La globalización estaba terminada, y la soberanía del Estado (del estadounidense, claro) derrotaba a la del mercado mundial y sus instituciones. Decenas de países, como él mismo contó días después, le fueron a besar el culo (sáquense esa imagen de la mente, si pueden) para que aflojara con los aranceles.
Decir que la noticia de los aranceles no cayó bien en los mercados es poco. Las bolsas de todo el mundo entraron, de inmediato, en pánico. Desde hacía semanas se consideraba la posibilidad de que las políticas de Trump fueran a causar una recesión. Cuando le preguntaron a Trump, no lo desmintió, y redobló la apuesta, diciendo que quizás era una medicina necesaria durante la transición hacia una situación mejor. En un punto, es admirable como Trump o Milei están dispuestos a enfrentar las turbulencias necesarias para perseguir sus objetivos estratégicos. El problema es aguantar la toma cuando los otros responden. Y vaya si respondieron.
Los inversores grandes y pequeños se pusieron a vender. Los grandes jefes empresariales, incluyendo a Musk, le aconsejaron que diera marcha atrás. En cientos de ciudades estadounidenses, aparecieron grandes protestas. Bernie Sanders sigue dando vueltas por el país haciendo actos “contra la oligarquía”. Los estadounidenses comunes y corrientes, temiendo la inflación, decían a los encuestadores que consumirían menos y desaprobarían más a Trump. Senadores y diputados de los dos partidos presentaron proyectos de ley para quitar a Trump el poder de imponer aranceles. El jefe de la Federalist Society (donde se cuecen las designaciones de los jueces conservadores) presentó una demanda contra los aranceles, que tiene buena chance de prosperar en las cortes. En Estados Unidos los impuestos son cosa seria.
En Canadá, el bullying de Trump produjo un vuelco en la situación política. El Partido Liberal, que tenía casi asegurada una derrota contra un conservador trumpista, revivió y se prepara para renovar su mandato, montado sobre una ola de nacionalismo progresista. La Unión Europea, mientras tanto, fue blanco de un arancel del 20% y de un ataque particular de Trump. No era evidente cómo iban a responder los timoratos y decadentes europeos. Después de muchas vacilaciones y disensos se cuadraron detrás de Úrsula von der Leyden, anunciaron aranceles básicamente en espejo a los estadounidenses, y amenazaron con imponer regulaciones a los gigantes digitales yanquis. Europa estaba dispuesta a jugar fuerte: el director del Deutsche Bank dijo que la desdolarización es inevitable, y la justicia francesa condenó a Marine Le Pen, dejando claro de que no se iba a permitir allí un trumpismo (algunas semanas antes, la justicia rumana había anulado unas elecciones en las que había ganado un candidato pro-Rusia).
Pero la respuesta más importante era la de Asia, principal blanco del ataque económico estadounidense: Camboya, Laos, Vietnam, Myanmar, Sri Lanka, Bangladesh, Tailandia, Taiwán, Pakistán, India, Corea del Sur, Japón, Malasia y, por supuesto, China, fueron afectados con aranceles especialmente altos.
Para China, el asunto no empezó en abril. Ya había habido, en los primeros días del gobierno de Trump, un ensayo general de la guerra de aranceles. En continuidad con políticas que venían de su primer mandato y continuaron con Biden, Estados Unidos buscaba detener el progreso chino en inteligencia artificial, mientras hacía enormes inversiones en las empresas de Sillicon Valley. El medio para hacerlo era prohibir que se vendieran a China los chips más poderosos, que se fabricaban en Taiwán. El contragolpe chino fue extraordinario: se puso a disposición del público una app llamada DeepSeek, en la que se habían invertido unos pocos millones de dólares, que no necesitó de los famosos chips para lograr funciones equivalentes a las del ChatGPT estadounidense. Que eso fuera posible demostró que las acciones de los gigantes estadounidenses estaban sobrevaluadas, causando un primer pánico bursátil. Pocos días antes, Estados Unidos debió dar marcha atrás en la suspensión del funcionamiento de Tik Tok, una empresa china, por las protestas de sus millones de usuarios.
China no solo proseguía su avance tecnológico, sino que además mostraba los dientes. El 5 de marzo, la embajada china en Washington tuiteó “Si lo que quiere Estados Unidos es la guerra, sea de aranceles, comercial, o cualquier otro tipo de guerra, estamos listos para luchar hasta el final”. Los chinos estaban preparados para lo que se viniera. Y su respuesta fue contundente. En pocos días, anunció que respondería a Estados Unidos con aranceles contra sus productos, suspendería las exportaciones de tierras raras (una materia prima fundamental para la fabricación de productos tecnológicos), a Estados Unidos, frenaría los pedidos a la empresa aeronáutica estadounidense Boeing y detendría las importaciones de gas licuado estadounidense. Además, los ministros de comercio de China, Japón y Corea del Sur (dos países históricamente rivales de China) anunciaron que acelerarían en la dirección de un tratado de libre comercio entre ellos. Circularon esos días también informaciones sobre la internacionalización de un sistema de pagos digitales en yuanes, que podría eventualmente competir con el sistema swift (en dólares), así como rumores de que china está acelerando la venta de sus bonos de deuda estadounidense (China es uno de los principales tenedores de deuda pública yanqui).
Así las respuestas a los aranceles llegaron desde dentro de Estados Unidos, desde sus países (hasta ahora) aliados y desde Asia. Con el pasar de los días, estos frentes se retroalimentaban, y la situación empeoraba. Hasta que, entre el lunes 7 y la mañana del miércoles 9, el frente económico se desplomó. Los índices de las bolsas cayeron sin parar, y sucedió lo que Estados Unidos no puede permitir que suceda: el valor del dólar cayó rápidamente contra el de otras monedas, y hubo ventas masivas de bonos del tesoro, que pusieron en riesgo la estabilidad financiera de Estados Unidos. La guerra comercial amenazaba con transformarse en crisis financiera. El Wall Street Journal titulaba: “El mercado está en un nuevo modo: vender todo lo estadounidense”. Sell everything American.
Ese mismo miércoles, Trump reculó. Anunció una pausa de 90 días a los aranceles más altos, fijando un 10% (que igual son mucho mayores que los que había) para todos menos para China, a quien le subieron los aranceles hasta un insólito 104%, que luego de una nueva respuesta china se transformó en un 145%, lo que hace prácticamente imposible el comercio entre los dos países. El alivio produjo un inmediato rebote de las bolsas, que tuvieron ese día su mayor subida desde tiempos de la Segunda Guerra Mundial.
Pero lo extraordinario fue lo que pasó después. El jueves 10 los mercados volvieron a desplomarse, y el intento de Trump de aislar a China fracasó. La CELAC (que agrupa a los países de América Latina y el Caribe), que unos días antes se había pronunciado contra los aranceles de Trump, confirmó la realización de un foro entre CELAC y China en Beijing en mayo, con presencia de Xi Jinping. Una videoconferencia de los países miembros del grupo BRICS expresó su preocupación por los aranceles estadounidenses. Varias agencias de Naciones Unidas se expresaron esos días contra la política de Trump. Y, notablemente, la Unión Europea envió al presidente socialista español Pedro Sánchez a Beijing para mostrar su apoyo al comunista Xi Jinping (¿viva la Internacional?), anunciándose allí una cumbre entre líderes de China y Europa. Xi, además, anunció una gira por Vietnam, Malasia y Camboya. Digámoslo de forma simple: Estados Unidos atacó a China, y el mundo entero la defendió.
Empezaron a pasar cosas extrañas. Connotados neoliberales empezaron a decir las cosas que los comentaristas multipolaristas decían hace años: que el dólar está en riesgo como moneda de reserva mundial, que llegó el fin del liderazgo de Estados Unidos e incluso que es necesario rediscutir el orden mundial sin ellos. Por unos momentos, fue posible ver al mundo polarizado en dos campos: de un lado China, las Naciones Unidas, la Unión Europea y los países emergentes y del otro, la banda de oligofrénicos liderados por Trump: Netanyahu, Bukele y Milei. Esos días fue posible ver, quizás, una luz al final del túnel: la posibilidad de que las fuerzas mínimamente razonables y comprometidas con la supervivencia humana y algún grado de trato civilizado entre los países lleguen a una estrategia y un acuerdo para desactivar la bomba fascista.
Naturalmente, la cosa nunca es tan sencilla. Muchos países del mundo intentaron pasar por debajo del radar y no enojar a Trump. Incluso, unos cuantos efectivamente le besaron el culo. En esta situación turbulenta, todos negocian con todos, todos aumentan sus gastos militares (por las dudas, Putin recordó al mundo sobre su arsenal nuclear) y todos se cuidan de evitar compromisos excesivamente inflexibles.
Mientras todo esto pasaba, Trump seguía reculando, de forma esta vez más discreta, suspendiendo los aranceles contra productos tecnológicos chinos, bajo presión de sus empresas tecnológicas, que los necesitan para sus cadenas de valor. El canal estadounidense NBC titulaba un informe del siguiente modo: “La administración Trump parece estarse dando cuenta de la realidad de sus acciones”. Es importante entender que Trump dio estos pasos atrás a cambio de nada, movido puramente por el miedo. Así se lo explicó él mismo a un asesor: estoy dispuesto a causar una recesión, pero no una depresión.
Es posible que, en un instante de terror, Trump haya entendido que las cosas tienen un límite. Incluso él está limitado por el principio de realidad. Es humano. En las redes, ser odiado puede ser útil para atraer la atención y lograr centralidad. En política, cuando las cosas se ponen rudas, no. Esa es la lección más famosa de El Príncipe de Maquiavelo: es mejor ser temido que ser amado, pero siempre hay que evitar ser odiado. Si se cruza un límite de dignidad y el mundo entiende que ceder frente a un prepotente solo asegura más humillación, si el mercado de deuda pública estadounidense se desordena y si el público y las instituciones estadounidenses se retoban, el hombre naranja no tiene ningún poder. Diría Mao, es un tigre de papel. Se rompió el hechizo.

2. La decadencia del Imperio
Esto no empezó a principios de abril, ni en la segunda presidencia de Trump, ni en la primera. Si los 90 fueron el pico del optimismo globalizador, la hegemonía neoliberal y el unipolarismo estadounidense, lo que va del siglo XXI es una larga decadencia de todo eso.
El eje del esquema noventoso se basaba en la articulación de un conjunto de elementos: unas instituciones internacionales que promueven y hacen cumplir las normas neoliberales; un sistema de alianzas que tiene como primer anillo a la OTAN (y, por lo tanto, a Europa) y a Israel, Japón y Australia como nodos importantes; la democracia liberal como ideal, deseando los países parecerse a Estados Unidos; élites globales liberales que dominen la política, la academia y la cultura; y, fundamentalmente, que los Estados Unidos gocen de supremacía militar, económica y cultural. Esta compleja red de alianzas y poder blando es la que hacía que Estados Unidos no fuera meramente un país dominante, sino también hegemónico.
Uno a uno, todos estos elementos entraron en crisis. Las instituciones internacionales cayeron en el desprestigio por su inoperancia para resolver problemas y su forma de imponer recetas dolorosas para los pueblos. Además, los propios Estados Unidos trabajaron para socavar estas instituciones cuando sintieron, durante el mandato de George W. Bush, que su soberanía no podía ser limitada por una institucionalidad global: se retiró del protocolo de Kyoto contra el cambio climático y pasó por encima al Consejo de Seguridad de la ONU para invadir Irak.
El sistema de alianzas también falló. La construcción de la Unión Europea no logró llegar a la federación que imaginaban sus burócratas, debiendo retroceder frente al nacionalismo. La incapacidad de Bruselas para producir legitimidad política y la crueldad de la Comisión Europea con Grecia y otros países luego de la crisis de 2008 son parte del mismo proceso. La relación entre Estados Unidos y la Unión Europea, además, siempre tuvo su ambigüedad. Europa era, al mismo tiempo, una pieza clave del armado de alianzas yanqui y un proyecto de construcción de autonomía respecto a este armado.
Esto siempre dio bronca a la derecha estadounidense. El Brexit, que priva a Europa de una de sus principales economías, es un proceso hermano del ascenso de Trump, que siempre simpatizó con los nacionalismos euroescépticos. Cuando la guerra de Ucrania, Estados Unidos atacó militarmente a Europa volando el gasoducto Nord Stream, que permitía a Alemania acceder al gas ruso. Estados Unidos, así, cumplía un triple objetivo: debilitaba económicamente a Europa, la forzaba a comprar su energía y bloqueaba la posibilidad de que Europa se entendiera con Rusia, teniendo menos estímulos para resolver pacíficamente el conflicto sobre Ucrania. Todo eso para que Trump, un par de años después, diera un giro de 180 grados en esa guerra y retirara los europeos la garantía de seguridad de la OTAN.
En Oriente, la red de alianzas de Estados Unidos tampoco está en su mejor momento. Si desde el “pivote hacia Asia” de Obama Estados Unidos busca construir un cordón que contenga a China, el ascenso de Asia (y no solo de China) como potencia económica amenaza la centralidad estadounidense. Esto se expresa en la contradicción de considerar a países como Japón o Taiwán aliados políticos y militares clave al mismo tiempo que los castiga económicamente. Australia, una enorme colonia de poblamiento anglosajona en el Extremo Oriente, es otro nodo importante de esta red. En 2021, se firmó el pacto AUKUS, una alianza militar entre Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia. Su primer movimiento fue anular un contrato de compra de submarinos franceses por parte de Australia, para comprar estadounidenses en su lugar, lo que produjo una crisis diplomática con Francia (y Europa). Pero la cosa también tiene sus ambigüedades para los australianos. Hace años que, en sus conferencias, Hugh White, uno de los principales intelectuales del aparato militar australiano, advierte que ese país no debe comprometerse con la estrategia estadounidense contra China, y que debe pensar profundamente en su inevitable pertenencia económica y cultural a Asia.
A la democracia tampoco le va especialmente bien. Democracias consolidadas, como Brasil, Corea del Sur y los propios Estados Unidos, sufrieron en los últimos años intentos de golpe de Estado. Y en el resto del mundo liberal, se ven procesos alarmantes de vaciamiento de la soberanía popular, politización de la justicia y ascenso de movimientos fascistas. Cuando cunde la crisis, el verticalismo se vuelve más seductor que el liberalismo. Este proceso es hermano de la descomposición de las élites liberales, que fallaron en sus intentos de construir consensos y lograr ciertos grados de bienestar. Su ideología hoy es ridiculizada y cuestionada desde todas direcciones. No existe más el consenso liberal.
Los Estados Unidos de Trump no quieren ser un primus inter parís en Occidente, sino un dominador directo. No quiere aliados, sino vasallos. No creen que sea posible gobernar el mundo a través de reglas e instituciones. Lo que estamos viendo, entonces, no es una ofensiva desbocada de los Estados Unidos, aunque superficialmente lo parezca. Es un repliegue: los aranceles son un movimiento fundamentalmente defensivo, y los ataques a sus aliados son una forma de consolidar sus dominios más cercanos, admitir que se sobre extendió y consolidar recursos para ser más contundente y directo. Estados Unidos no puede gobernar el mundo, pero sí puede ser una fuerza temible y dominante en un mundo caótico. Para ello, se repliega sobre América del Norte, reclamando el dominio sobre sus dos límites, Panamá y Groenlandia, y mantiene como puestos de avanzada crudamente militares a Taiwán, Ucrania e Israel.
Estados Unidos está en el proceso de asumir y procesar una gran derrota. Que es, fundamentalmente, una derrota económica. Digámoslo así: si Estados Unidos diseñó la institucionalidad de la globalización para controlar el juego de la captación de capitales y la conquista de mercados, hubo otros que tenían mejores condiciones para jugar ese juego, y le ganaron. Que el dólar sea moneda internacional de reserva encareció sus exportaciones yanquis y le facilitó importar y emitir deuda. Así, Estados Unidos perdió su base industrial, al punto de que perdió control de las líneas de suministros de su ejército, lo que devino un problema de “seguridad nacional”. La desindustrialización produjo una crisis social en muchas regiones, y detrás de esta, una crisis política. La automatización y el devenir de Estados Unidos hacia una economía de servicios hizo el resto del trabajo. Cuando la élite política estadounidense reparó en esto, ya era demasiado tarde. Los intentos posteriores de reindustrializarse, hasta ahora, han fracasado.
Las crisis financieras, como en todos lados, dejaron un tendal de gente vulnerable. Y las recesiones estadounidenses aceleraron el sobrepaso asiático. Después de 2008, China se transformó en el motor del crecimiento mundial. El proteccionismo norteamericano que se impuso después de 2016 reforzó esa tendencia, al forzar a China a intensificar su progreso tecnológico para suplir los productos que Estados Unidos no le permitía conseguir en el mercado mundial.
Así, los Estados Unidos se sienten estafados. Vieron que pierden y se llevan la pelota. Me traigo mi capital y fabrico en casa. El que quiera vender en mi mercado, que fabrique acá. Al final, estoy entre dos océanos, que me vengan a buscar. Y al que se meta conmigo, lo reviento. No es evidente que los estadounidenses puedan sostener este aislamiento. Pero si alguien puede, son ellos. Pero es posible que, incluso en esta hipótesis, sobreestimen su poder, y estén comprándose más conflictos de los que puede sostener.
Giovanni Arrighi, uno de los grandes estudiosos de los ciclos largos del capitalismo desde la teoría del sistema-mundo, advierte sobre el hecho de que podemos ver la decadencia de un ciclo (y del estado que domina en ese ciclo) cuando empieza a haber un predominio del elemento financiero, y este empieza a generar crisis recurrentes. Sin dudas Estados Unidos entró hace tiempo en esa etapa. Que vivamos en una edad de oro de las estafas, los activos basura y las burbujas no es casualidad. Ser el centro financiero del mundo es, además, una gran tentación. En sus conflictos de los últimos años, Estados Unidos usó el sistema del dólar para confiscar reservas de estados como Rusia o Venezuela, violando el más elemental derecho a la propiedad. Esta politización produce una situación de inseguridad jurídica, que hace que los países se la piensen dos veces antes de tener sus reservas en dólares.
Por lo menos desde finales del segundo gobierno de Obama, vemos un cambio de tendencia: desde el transpacífico para acá, los grandes acuerdos comerciales fracasan, en buena medida por la oposición interna en Estados Unidos. Esto desgarra a los liberales, que deben elegir entre su lealtad a los Estados Unidos y su compromiso con el mercado mundial, lo que produce un cambio en la relación de fuerzas en la interna del liberalismo. El liberalismo progresista globalizador y optimista se retira en favor de un liberalismo conservador, autoritario y oscuro. Menos Rawls y más Hoppe. Menos Keynes y más Thiel. Musk, Bukele y Milei son las expresiones políticas de esto. E intelectuales como Curtis Yarvin, que se proponen seriamente una superación de Hobbes al pensar formas privadas de justicia, infraestructura urbana y seguridad, buscan nuevas síntesis para la nueva situación.
El repliegue, de todos modos, no es algo ligero de digerir para los Estados Unidos. Es, al contrario, algo dramático. Esto, por razones económicas y militares, pero también culturales y hasta religiosas. Por eso las élites se polarizan, niegan la realidad y dan bandazos cada vez más desesperados. Los aranceles de Trump deben ser comprendidos en este marco. Son una jugada muy arriesgada con un costo enorme, que golpea en el centro del sistema que los propios Estados Unidos construyeron para reproducir su poder, y en el que hoy se sienten atrapados. Los aranceles son, también, parte de las preparaciones de una futura guerra contra Asia, que sería catastrófica para la humanidad. Una potencia en decadencia que se siente humillada es una cosa muy peligrosa. Incluso, los niveles de armamento en la población civil, polarización social y resentimiento hacen que sea imposible descartar la posibilidad de una guerra civil estadounidense. En la potencia del norte, el horno no está para bollos.
En un punto, que los Estados Unidos no solo no lideren la respuesta al cambio climático, sino que se nieguen a participar de ella es una muestra de su desesperación: no pueden darse el lujo de quemar un kilo menos de carbón en su carrera desesperada. Lo que es irracional para el mundo, es racional desde el punto de vista de una potencia decadente. Esta contradicción es lo que hace imposible que Estados Unidos hegemonice: para ejercer la hegemonía, hay que poder representar el interés común. En los 90, era verosímil cuando las élites yanquis hablaban en nombre de la humanidad. Hoy, esa idea es completamente ridícula. Esto produce, como expresión cultural, una sensación de decadencia, depresión y ausencia de futuro. Es lógico. Pero reparemos en que nosotros, aquí en el Sur, no tenemos por qué formar parte de esa decadencia.
Es temprano para hacer grandes anuncios. Sería prudente no decir demasiado rápido que terminó la globalización o el neoliberalismo. Pero sí es razonable decir que está terminando la era del dominio occidental. Y como toda decadencia imperial, en esto es central el elemento militar. Todo imperio con aspiraciones universales eventualmente se encuentra con un interior que no puede domar. Para los romanos fueron las selvas germánicas. Para Napoleón, el frío de Rusia. Para los Estados Unidos, la inmensidad de Asia. Primero fueron los campesinos comunistas del Vietnam que los forzaron a retirarse de Indochina. Después, los milicianos iraquíes, que lo forzaron a abandonar la idea de que eran capaces de estabilizar al Medio Oriente bajo su dominio. Y, finalmente, los talibanes afganos, que lo forzaron a abandonar la idea de sostener una ocupación en el corazón de Asia Central.
Pero el elefante en el salón es el ascenso chino. Hace décadas que Estados Unidos hace todo lo que puede para detenerlo. Y no lo logra.

3. El ascenso de Asia
El ascenso de Asia es el reverso de la decadencia de Occidente. Visto con perspectiva larga, lo raro no es tanto esta decadencia, sino el propio dominio occidental. Los últimos 500 años, en los que el centro del mundo estuvo en el Atlántico, fueron la excepción. Excepción que coincidió con la era capitalista.
Tener en mente la historia larga nos fuerza a, si queremos pensar el ascenso de Asia, pensar primero su decadencia. La inmensa historiadora Janet Abu-Lughod nos cuenta la historia de lo que había antes de la hegemonía occidental. Se trataba de un sistema-mundo con muchos centros: la Europa de las ferias borgoñonas y las ciudades-estado italianas; el medio oriente del Levante y la Mesopotamia, con sus salidas al Mediterráneo, el Mar Rojo y el Golfo Pérsico; el este de África que da al Índico; las inmensas estepas que unen el este de Europa con Mongolia, pasando por Samarcanda; la India, con su inmensa costa y su posición geográfica central; el Sudeste Asiático, incluyendo Indochina, el estrecho de Malaca e Indonesia; y el Lejano Oriente con centro en China; eran regiones unidas por redes de comercio de larga distancia e intercambio cultural. Las grandes unificaciones, primero musulmana y luego mongola, daban unidad política y cultural a amplias superficies, lo que habilitaba la fluidez del movimiento, pero sin llegar nunca a hegemonizar el conjunto del sistema. Este sistema alcanzó su apogeo entre los siglos XII y XIII, en el esplendor de las rutas de la seda y de las especias, pero se construyó sobre la base de vínculos mucho más viejos. Los conquistadores de las estepas marcaron la cultura de la India, el Imperio Romano supo tener embajadas en China, Alejandro llegó hasta Pakistán, las religiones nacidas en Medio Oriente llegaron a España e Indonesia…
Hacia los siglos XV y XVI este sistema entra en crisis: el saqueo de Bagdad quiebra al mundo musulmán, el Imperio Mongol se desmembra, la peste inhibe el comercio internacional y China retira sus inmensas flotas del Océano Índico. La acción pasa a Europa. Génova y Venecia se enfrentan en una guerra por el control de las rutas a Oriente. Venecia vence, y Génova debe reorientar sus capitales y sus capacidades de navegación hacia occidente. Financia las expediciones marítimas de los reinos ibéricos, que acaban de terminar la reconquista: es la mejor inversión de la historia. Los portugueses rodean África y derrotan a las ciudades-estado indias (que contaban con apoyo veneciano y otomano) en el Mar Arábigo. Una batalla naval, cerca de la ciudad de Diu, en 1507, definió el dominio europeo del Índico por siglos. Los españoles, mientras tanto, apuestan a que la tierra es redonda y se encuentran con inmensas ciudades llenas de oro. Se lo llevan, conquistan un nuevo mundo. Europa va a tener los metales preciosos para transformarse en el nodo central del sistema-mundo. Comienzan los 500 años que ahora están terminando.
China, por supuesto, es mucho más vieja que eso. Fue uno de los primeros lugares donde se desarrollaron la agricultura y la escritura. Tiene una tradición escrita de 3000 años. Los textos chinos antiguos están entre los más maravillosos monumentos intelectuales de la humanidad. Además de la mitología y la poesía, nace allí una densa tradición de filosofía política. Confucio establece la veneración de los ancestros y el cumplimiento de los debidos rituales sociales; Lao Tzé nos hace llegar una contracultura de los campesinos, los tullidos y las mujeres, que reivindica lo simple, lo fluido y lo pasivo; Mozi polemiza en favor del amor universal, la meritocracia y las necesidades materiales del pueblo; Sun Tzu enseña un arte de la guerra que se basa en la discreción, la planificación y el conocimiento del territorio.
En China se construyó, a lo largo de las dinastías y los períodos de dispersión, un Imperio capaz de construir acalambrantes obras de ingeniería, con inmensas capacidades administrativas, desplegadas por una burocracia meritocrática a la que se accedía por examen. El intelectual chino Wang Hui nos ayuda a reflexionar sobre cómo la historia china ofrece formas alternativas de pensar la modernización. La dinastía Tang (s. VII-X) es un buen candidato para postular el inicio de la modernidad china: un Imperio cosmopolita, que dominaba las rutas comerciales de Asia Central, hizo importantes reformas administrativas y produjo un esplendor artístico. Desde la lejanía, Occidente admiraba a China. El viajero italiano Marco Polo, decía sobre Kublai Khan (sobrino de Gengis y fundador de la dinastía Yuan): “El Gran Khan es el hombre más poderoso del mundo, y posee tierras, tesoros y súbditos como ningún otro emperador que jamás haya reinado antes en la tierra”. Hasta fines del siglo XVIII (es decir, hasta la revolución industrial), la opinión europea consideraba a China como superior.
Desde el punto de vista chino, la relación entre China y Occidente se ve muy distinta a como la vemos nosotros. El historiador chino Yao Zhongqiu nos cuenta cómo se ven los últimos 500 años desde el otro lado. Desde la antigüedad, China ve el mundo dividido en dos, yendo la línea divisoria desde la Cordillera de Pamir, en Asia Central, hasta el Estrecho de Malaca. Del lado occidental: todo lo que está al oeste de la India. De lado oriental: China y su sistema de tributarios. La historia China del último milenio está dominada por una dialéctica entre, por un lado, el norte que da a las estepas y concentra el poder político y militar y, por otro, , el sur que mira hacia los mares y dinamiza la riqueza económica. Fue por el sur que llegaron los europeos. Los primeros trescientos años desde su llegada fueron de una relación pacífica y entendida como justa desde China, aunque China exportaba sus productos mientras era inundada por lo que venía de Europa (es decir, de América). En el siglo XIX, Europa quiso más, y atacó a China en la Guerra del Opio. La derrota china abrió el Siglo de las Humillaciones, en el que se desmanteló el sistema de tributarios, y se hicieron concesiones comerciales, legales y territoriales (incluyendo Hong Kong) a las potencias europeas.
A partir del siglo XIX, varias generaciones de intelectuales y políticos chinos se propusieron “aprender del mundo exterior para defenderse de la intervención extranjera”. La historia china del siglo XX puede verse desde este lente: la adopción del marxismo, la construcción de un estado fuerte y los sucesivos impulsos de desarrollo industrial y tecnológico tienen, según Zhongqiu, esta lógica. En el correr de la segunda mitad del siglo XX China pasó de ser uno de los países más pobres del mundo a ser una de las principales potencias.
Este proceso fascinó al ya mencionado Giovanni Arrighi. En su libro “Adam Smith en Beijing”, Arrighi se propone entenderlo, pensando la forma peculiar como se da la relación entre estado, mercado y comercio internacional en la historia china. Concluye que, si el viejo sistema de tributarios chino no estaba basado en las invasiones ni la colonización y si el mercado fue entendido siempre en China como una herramienta de gobierno desplegada por el estado, en la era del ascenso chino debemos esperar un orden mundial muy distinto al neoliberal. Arrighi, en 2008, no consideraba que China estuviera necesariamente destinada a una transición al capitalismo.
Al contar la historia del ascenso económico chino, Arrighi no empieza por China, sino por el “archipiélago capitalista” que rodea sus costas: Corea del Sur, Japón, Taiwán, Hong Kong y Singapur. Estados Unidos invirtió y protegió militarmente a esta región, en buena medida para rodear a la China comunista después de la Guerra de Corea. Con ese impulso, el archipiélago se transformó, gracias a su peso demográfico y su mano de obra calificada, en la zona económicamente más dinámica del mundo, creando intrincadas cadenas de valor, al punto de que en los años 70 se vivió en Estados Unidos un pánico por el acelerado progreso económico de Japón. China, al ser el centro geográfico y demográfico de este archipiélago, pasó a ser su nodo central ni bien comenzó, a fines de los 70, su política de apertura. Asia oriental, así, no debe ser vista meramente como un conjunto de estados nación cada uno con su bando entre las alianzas, sino como un complejo económico-social que se desarrolló de forma combinada a lo largo de las décadas (y de los siglos).
La revolución china fue, al mismo tiempo, una guerra de liberación nacional, una lucha antifascista y una revolución socialista. Mao Zedong fue un intelectual marxista, formado en las discusiones de la Tercera Internacional. La Larga Marcha fue una larga guerra de guerrillas en la que el Partido Comunista se recostó sobre el interior campesino profundo, evitando las confrontaciones directas, elaborando Mao y su partido, de a poco, una forma particular de entender a China, a la revolución y a la filosofía.
Las décadas que siguieron fueron turbulentas, el Gran Salto Adelante de los 50 sentó las bases de algunos de los grandes progresos de las décadas siguientes, al mismo tiempo que tuvo un costo humano enorme. La Revolución Cultural de los 60 fue, al mismo tiempo, una intensificación del autoritarismo, una cuasi guerra civil, una protesta contra la burocratización y un conjunto de experimentos muy radicales de política emancipatoria. Especialmente para las élites políticas e intelectuales, fue un evento traumático, que se debía dejar atrás.
También en los 60 fue la ruptura sino-soviética, que implicó un acercamiento simultáneo de China hacia los países no alineados y hacia los Estados Unidos, lo que a su vez permitió su apertura al mercado mundial. En 1978, ya bajo el mando de Deng Xiaoping, China inició el proceso de “apertura y reforma”, cuyo objetivo oficial era la construcción de una “economía socialista de mercado”. Siguió una enorme ola de privatizaciones y el establecimiento de zonas económicas especiales en las que el capital trasnacional podía operar. Cuando se reincorporó Hong Kong en 1997, se hizo bajo el elocuente lema de “un país, dos sistemas”. La culminación de este proceso fue la entrada de China en la OMC en el año 2000, cosa que implicó una serie de reformas que la hacían compatible con la globalización neoliberal.
Tan profundo es este camino de reformas que el gran intelectual marxista David Harvey puso la cara de Deng Xiaoping junto a las de Thatcher, Regan y Pinochet en la tapa de su “Breve historia del neoliberalismo”. El economista especialista en desigualdad Branko Milanovic, mientras tanto, pone a China como ejemplo de su tesis de que la función histórica del comunismo fue acelerar la transición al capitalismo en el tercer mundo. Para Milanovic, lo que hay en China es un “capitalismo político”, esto es, un capitalismo que crece aceleradamente gracias a la capacidad del estado de producir economías de escala, pero que es continuamente inestable por los enormes grados de corrupción y la ausencia de un estado de derecho. Estas posiciones contrastan fuertemente con las de Arrighi y con las de quienes ven al proceso de reformas chinas como una “larga NEP”, evocando las políticas de Lenin en 1921.
En China ciertamente hay capitalismo: hay trabajo asalariado, plusvalía e intercambio generalizado de mercancías. Hay de hecho, un nivel de competencia económica más intenso que en la mayor parte de las economías capitalistas. Pero es también un capitalismo muy peculiar, en el que la clase capitalista no tiene control del estado, existen limitaciones a la propiedad privada de la tierra, las empresas extranjeras tienen la obligación de incorporar socios locales, el estado tiene participación en la gestión de las grandes empresas privadas, se mantiene un control público de las finanzas, existen miles de empresas cooperativas y se hace cumplir una política muy agresiva de transferencia tecnológica, bajo el mando de un aparato tecno burocrático de cuadros partidarios extremadamente formados, con grandes capacidades para la planificación.
Eso permite que hoy pueda desarrollar programas planificados para estar en la punta en las industrias del siglo XXI: nuevos materiales, vehículos que se manejan solos, paneles solares, robótica, inteligencia artificial, computación cuántica. El régimen de partido único, además, habilita la continuidad en las políticas que en los países capitalistas es dada por las amenazas de fuga de capitales, los elementos antidemocráticos de las constituciones y las “políticas de estado”. Es razonable decir que estos elementos socialistas son por lo menos una parte de la explicación del extremo éxito económico de China. Esta discusión debería interesar a quienes profesan posturas socialistas en todo el mundo.
Todo esto no quiere decir que allí no sucedan injusticias ni haya tendencias alarmantes. Ni mucho menos, que ese socialismo sea el socialismo que queremos para nosotros. Buena parte del trabajo que sostiene las exportaciones chinas es hecha por trabajadores migrantes con poquísimas protecciones sociales. Los niveles de explotación, la intensidad y las jornadas de trabajo serían inaceptables para la mayoría de nosotros. El estado de bienestar chino tiene enormes déficits y las jubilaciones son muy bajas, lo que fuerza a los chinos a ahorrar mucho y consumir poco. Y la pobreza sigue siendo un problema, además del autoritarismo y el extremo control social.
China, por cierto, no está exenta de controversias políticas. Un artículo de 2012 del académico chino Enfu Cheng cuenta que en la discusión política china existe una disputa entre siete corrientes: el neoliberalismo, que propone radicalizar la desregularización y la liberalización de la economía; el socialismo democrático, que defiende reformas que tiendan al pluralismo y la democracia liberal; la nueva izquierda, crítica de las reformas de Deng; el conservadurismo, que defiende un culto a la antigüedad y un renacimiento del pensamiento confuciano; el marxismo ecléctico, que busca fusionar al marxismo con el pensamiento económico liberal; el marxismo tradicional, que busca revivir el pensamiento de Mao Zedong; y el marxismo innovador, que básicamente defiende el camino de las reformas, al mismo tiempo que llama a profundizar los elementos socialistas. Es decir, hay una discusión entre liberales, conservadores, socialdemócratas y comunistas, como en el resto del mundo, aunque en el marco de una historia, una institucionalidad y una relación de fuerzas muy peculiar. Existe en China, también, una larga tradición de protestas, que, como en todos lados, se hacen más o menos intensas por ciclos. Los primeros años del siglo XXI vieron miles de manifestaciones contra la corrupción, la desigualdad y la contaminación.
La historia de la vida de Xi Jinping acompañó este proceso. Era el hijo de un dirigente histórico del Partido Comunista, que había acompañado a Mao en la Larga Marcha y pasado al ostracismo en la Revolución Cultural. En aquel momento, Xi fue enviado a trabajar al campo. A la vuelta, ya terminado el período más turbulento, se transformó en un cuadro de partido, asumiendo varios cargos de creciente importancia en diferentes lugares de China. En 2013, llegó a ser presidente y en 2017, ya consolidado en el mando, se aseguró el control de los principales organismos del partido, y su pensamiento se consagró en la constitución china. Este pensamiento, que podemos leer condensado en el libro “El gobierno de China”, es una amalgama entre un proyecto nacional modernizador, un igualitarismo socialista y una reflexión sobre la armonía social inspirada en los pensadores de la antigua China, especialmente Confucio.
También en 2017, el Partido Comunista declaró que había cambiado la contradicción principal, cosa nada menor, que solo había ocurrido tres veces antes. En 1949, en tiempos de liberación nacional, el partido consideró que la contradicción principal era entre el pueblo y el imperialismo. En los años 60, en tiempos de intensificación de la lucha de clases, entre el proletariado y la burguesía. En 1981, al iniciarse la era de las reformas, entre las necesidades del pueblo y el atraso en la producción. En 2017, finalmente, se declaró que la contradicción principal es “entre el desarrollo desbalanceado e inadecuado y las crecientes necesidades del pueblo”. El desbalance al que se refiere esta frase es social, territorial y ambiental. El PCCh entiende que, habiéndose llegado a un nivel de desarrollo considerable, ahora es necesario poner el énfasis en hacer algunas reorientaciones e intentar armonizar al conjunto.
Xi llevó adelante muchas transformaciones. Varias de ellas fueron en la dirección de una mayor centralización del poder y una línea más nacionalista y militarista. Pero también endureció las regulaciones contra capitales demasiado poderosos, metió preso a millonarios, prohibió las criptomonedas y tomó medidas para acelerar la transición ambiental y mitigar el desbalance entre regiones. La China de Xi afirma la supremacía de la política sobre el capital, y se vuelve a preguntar sobre su camino al socialismo.
El ascenso de Asia trae necesariamente consigo el replanteo del problema del socialismo, aunque en términos diferentes de lo que solemos pensar por estos lares. Tenemos que entender que, si miramos la historia desde Asia, el socialismo nunca cayó. La obsesión china por evitar el desmantelamiento y la política de shock que vivió Rusia produjo un resultado que no puede ser reducido meramente a una reforma neoliberal.
Por cierto, el chino no es el único gobierno comunista de Asia. Vietnam tuvo su propia epopeya revolucionaria que terminó con una victoriosa liberación nacional (que debió enfrentar por momentos también a China) y una historia de éxito económico. Corea del Norte consolidó una monarquía hereditaria post-comunista en una Esparta nuclear. En Laos también sobrevive un gobierno comunista desde la Guerra Fría. En Nepal, Mongolia y Sri Lanka, gobiernan partidos comunistas luego de ganar elecciones. En India, un partido marxista gobierna la provincia de Karala hace décadas (este caso es estudiado por el politólogo desarrollista Peter Evans como un singular ejemplo de éxito de políticas públicas) y una guerrilla maoísta domina grandes porciones de territorio selvático. En Bangladesh y Corea del Sur se ven a menudo inmensos movimientos obreros que desatan la paranoia anticomunista de las élites.
El socialismo asiático parece superficialmente poco más que un nacionalismo desarrollista autoritario, pero conviene mirar con más atención. No podemos descartar que en los difíciles contextos geopolíticos que vienen, nos convenga aprender de las capacidades de planificación y lucha que vemos en Asia. Recordemos que, si en otros lugares del mundo se especula sobre el fin de la clase trabajadora como sujeto, en Asia están las fábricas del mundo. No casualmente, el socialismo está en el corazón del ascenso de Asia.
La verdad es que de todo esto sabemos muy poco. Nuestra ignorancia sobre la política, la economía y la cultura de estos países es inaceptable, y deberíamos llevar nuestro conocimiento hacia algo similar al que tenemos de Europa o Estados Unidos. Si sabemos quién es el gobernador de California, deberíamos saber quién es el de Guangdong. Nos conviene ser humildes estudiosos y estudiantes de Asia, y prestar mucha atención a lo que funcionó, dispuestos a dejar atrás nuestros prejuicios. Esto se puede hacer sin dejar de criticar con honestidad, ni renunciar a lo que somos, ni a nuestro deseo. Pero esta crítica no debe olvidar que estos procesos lograron cosas que nosotros estamos muy lejos de alcanzar.
Imaginemos por un segundo un lugar del mundo donde no mandan los ricos. Donde las decisiones políticas pueden mejorar mucho la vida de muchas personas. Donde no hay trauma de la derrota, porque no hubo derrota. Donde flamean orgullosas las banderas rojas. Un lugar que es el centro económico y demográfico del mundo. Donde el futuro está por construirse. Ese lugar existe.

4. Entre la multipolaridad y la globalización
Hace años que la política internacional se discute en términos de una disputa entre globalización y multipolarismo. Hay buenas razones para que así sea, pero esta forma de plantearlo también tiene problemas. Para entender estos problemas, hay que entender que el anticapitalismo, el antiliberalismo, el anticolonialismo, el antioccidentalismo, el antiglobalismo y el antimodernismo no son exactamente lo mismo, por el sencillo motivo de que el capitalismo, el liberalismo, el colonialismo, Occidente, la globalización y la modernidad son cosas distintas.
Por eso, si uno rechaza al imperialismo como una forma de explotación, no tiene por qué aceptar que la contradicción principal es entre el auténtico pueblo y la Ilustración cosmopolita. Ni tiene por qué aceptar una visión del multipolarismo en la que el mundo es repartido en áreas de influencia de grandes potencias. Ni necesariamente tiene que entender a China como una cultura milenaria tan respetable como ajena. Ni tampoco tiene que rechazar toda institucionalidad internacional en favor de la soberanía nacional. Mucho menos, ceder ante el revisionismo sobre la Segunda Guerra Mundial.
Hay, sin duda, un núcleo racional en la crítica soberanista y antiliberal a la globalización. Dugin dice cosas que son ciertas. Incluso hay puntos en los que los teóricos de la conspiración tocan algo verdadero de la situación en la que estamos. Pero conviene ser prudente antes de comprar demasiado rápidamente lo que esta gente tiene para vender. Es muy importante, para las posiciones de izquierda, entender la diferencia entre el verticalismo y el socialismo, y saber reconocer discursos que se parecen superficialmente a los de izquierda, pero llevan a conclusiones completamente distintas.
No hay que ser multipolarista, de todos modos, para aceptar la realidad del mundo multipolar. El mundo actual no es un mundo de dos bloques, aunque Estados Unidos y China sean las dos principales potencias. Las otras potencias, y también los países que no son potencias, se mueven de muchos modos. Todos hablan con todos, y todos comercian con todos. Además, en el mundo no hay solo naciones. La ciudad Estado, la empresa trasnacional, el imperio multinacional, la burocracia internacional, la zona franca semi soberana, la criptomoneda, el crimen organizado, los ejércitos mercenarios, los movimientos internacionales y los migrantes son agentes que no pueden ser reducidos a la proyección del poder de las potencias. Es decir, en el multipolarismo hay realmente muchos polos.
Esto no hace, sin embargo, que la lucha entre potencias no sea relevante. Nos guste o no, los grandes juegan su ajedrez, los medianos pivotan y los chicos padecen. Las zonas de tensión en el mapa se explican en buena medida por estos juegos, y la posibilidad de que una sociedad colapse bajo presión de estos conflictos es muy real en situaciones fluidas como la actual. El Atlántico Norte y Asia Oriental son los grandes centros de gravedad del mundo. Entre ellos, Europa Oriental, Asia Central, Medio Oriente, África y América Latina son zonas de conflicto y de pívot.
Del Atlántico Norte y su crisis ya hablamos. A menudo se entiende que lo que se opone a este son los BRICS. No es una idea descabellada, pero tampoco es completamente verdadera. Los BRICS, aunque son un espacio importante de cooperación, no son un bloque geopolítico. Por decir algo, Egipto cuenta con una larga historia y un presente de cooperación militar y de inteligencia con Estados Unidos. Tampoco son una vanguardia ideológica: los Emiratos Árabes Unidos son una federación de monarquías hereditarias ultra capitalistas sostenidas por trabajo semiesclavo.
La India, por su parte, es una potencia por derecho propio, con su propia agenda. Tiene con qué considerarse, al igual que China, el centro del mundo. Es el país más poblado del mundo, y tiene una larguísima tradición cultural, además de armas nucleares y un sector tecnológico avanzado. En India gobierna un partido fundamentalista religioso hindú furiosamente neoliberal, cuyo presidente se entiende muy bien con el trumpismo. La cooperación militar de India con Estados Unidos y su disposición a trabajar en la “contención” de China no son secretos.
Rusia es una gran potencia militar, que demostró en Ucrania que es capaz de sostener una guerra indefinida contra la OTAN. La guerra de Ucrania puso un límite al avance de la OTAN hacia el este: un frente militar de trincheras de barro en las que la artillería y los drones revientan cuerpos de jovencitos marca el lugar preciso donde termina Occidente. Aunque no es evidente que Rusia vaya a cumplir con sus objetivos en la guerra (obtener una garantía de neutralidad de Ucrania, e instalar allí un gobierno afín), parece estar ganando la guerra en el sentido de que es perfectamente plausible que consolide los territorios allí conquistados y mande el mensaje de que no conviene meterse con su zona de influencia. El apoyo chino es fundamental para el esfuerzo bélico de Rusia. La cooperación económica, los ejercicios militares y las visitas entre Putin y Xi se vienen intensificando hace años. Pero China no se ve, como Rusia, enfrascada en una guerra contra Europa u Occidente. De hecho, una alianza chino-europea parece cada vez más probable. No es evidente cómo esa eventual alianza sería vista desde Rusia. Trump se propone, de hecho, acercarse a Rusia para intentar romper la alianza ruso-china. Aunque no hay indicios de que tenga alguna chance de lograrlo, hay que entender que la Rusia de Putin no es un alfil chino. Y no es (a veces parece que hay que aclararlo) un país socialista, ni quiere serlo. Putin, siempre que tiene la oportunidad, ataca a Lenin.
En Medio Oriente también vemos una carnicería. El genocidio israelí en Gaza es parte de un proyecto mayor, de construir un estado-nación etnoreligioso con una mayoría demográfica judía en toda Palestina. Estados Unidos (gobierne quien gobierne) apoya esto porque entiende que la existencia de dos estados o de un estado con iguales derechos para judíos y árabes en Palestina hace incierta la condición de Israel como cabeza de playa militar estadounidense. La brutalidad israelí y el apoyo occidental a ésta es una muestra más de decadencia. Al mismo tiempo, la debilidad de quienes apoyamos a la causa palestina muestra que todavía estamos lejos de derrotar a esas fuerzas decadentes. Contra Israel, de todos modos, levanta un “eje de la resistencia” que tampoco está en su mejor momento. Hezbolá en el Líbano sobrevive, pero está seriamente debilitado por los ataques israelíes, igual que los hutíes de Yemen. En Siria, Assad, aliado ruso e iraní, cayó como un castillo de naipes frente a un grupo de rebeldes islamistas. Irán, desde lejos, amenaza con sus misiles y negocia con su programa nuclear en medio de una crisis económica. Los grandes países árabes, caotizados por los coletazos de las guerras estadounidenses y la primavera árabe, no tienen mucha capacidad de actuar, y las ciudades-estado del Golfo hacen sus negocios. China interviene intentando evitar una guerra regional, auspiciando la paz entre Irán y Arabia Saudí, para asegurar las rutas comerciales por las que fluye el petróleo.
En el Sahel, al sur del desierto del Sahara, se formó una Confederación entre Mali, Níger y Burkina Faso, con el objetivo de repeler las milicias islamistas, ganar estabilidad política y encontrar un camino al desarrollo. Con apoyo ruso, han dado pasos notables para expulsar al neocolonialismo francés. Por toda África, se multiplican las inversiones y proyectos de infraestructura chinos. Muchos denuncian que se desarrolla allí un hiperextractivismo y se cuece una trampa de deuda, que no son muy diferentes del imperialismo europeo anterior. Eso no es descabellado, aunque no deja de ser cierto que los préstamos chinos vienen en mucho mejores condiciones que los occidentales, y que construyen proyectos de infraestructura que los europeos nunca construyeron en África. Estados Unidos, mientras, acosa a Sudáfrica, miembro de BRICS y gobernada todavía por el maltrecho Congreso Nacional Africano de Mandela. Es difícil dimensionar el tamaño y la diversidad de África. En África hay 12 ciudades con más de cinco millones de habitantes (en América del Sur hay 5 y en Europa 4). Hay ciudades como Lagos, que tienen más de 15 millones de habitantes. Hay guerras brutales por recursos naturales, como la de RD Congo. Y estallidos de política popular, como las manifestaciones contra la austeridad en Kenia del año pasado. Y muchos países con largas y ricas tradiciones revolucionarias.
Si miramos las zonas calientes del mapa (Ucrania, Palestina y el Sahel -al que hay que agregar la guerra civil de Sudan-), vemos que las zonas de conflicto rodean a Europa, es decir la parte de la alianza noratlántica que está en Eurasia. O, lo que es lo mismo: las zonas de conflicto caliente no rodean a China. Asia oriental mantiene alejada, por el momento, a la guerra. Sabremos que la cosa se ha complicado de verdad cuando esto deje de ser así. El lugar evidente donde esto podría suceder es Taiwán. Jurídicamente reconocido como parte de China, de facto independiente y protectorado estadounidense, es una parte fundamental de las cadenas de valor del archipiélago de Asia Oriental, siendo sus fábricas de chips una de las joyas de la corona del capitalismo global. China reclama el derecho a la reunificación, y Estados Unidos amenaza responder con la fuerza. Aunque, al mismo tiempo, ataca económicamente a Taiwán casi como si fuera China.
En caso de una guerra directa entre China y Estados Unidos, ¿Qué cabría esperar? El peor, y no improbable, escenario es un holocausto nuclear. Otros escenarios menos malos, de todos modos, implican un colapso de la economía mundial y quién sabe qué otras calamidades. Conviene preguntarse, entonces, en qué medida conviene a Japón, India o Australia, países que tienen sus reservas respecto de China, promover una guerra cataclísmica en Asia para defender lo que queda de la supremacía estadounidense. El sentido común indica que eso no conviene a nadie, salvo a unos Estados Unidos que sientan que no tienen nada que perder. Administrar con inteligencia el declive estadounidense es una tarea del conjunto del sistema internacional, y no solo un problema de los yanquis.
El mundo multipolar no es un mundo tranquilo ni seguro. La multipolaridad, por sí misma, no soluciona nada. De todos modos, es bienvenida, ya que una relación de fuerza más balanceada es necesaria para reducir los ridículos niveles de consumo del Atlántico Norte y desmantelar la maraña jurídica neoliberal que impide resolver los problemas de nuestros países. Una pregunta que se abre es: si estamos viviendo un desplazamiento del centro de gravedad económico y político del mundo desde el Atlántico Norte hacia el Sur y el Este de Asia, ¿en qué medida Asia no va a ser simplemente un nuevo occidente dominador? ¿estamos frente a una globalización asiacéntrica? ¿Qué quiere decir esto?
En una editorial del Global Times de Shanghái (órgano informal del gobierno chino) publicado en el momento álgido del impacto de los aranceles de Trump, terminaba diciendo lo siguiente: “China no va a echarse atrás en la guerra comercial, ni necesita hacerlo – cuando la tendencia a la globalización económica es imparable y el concepto de comunidad de destino compartido para la humanidad tiene profundas raíces en el corazón de los pueblos, cualquier tormenta va a ser meramente una nota al pie en el proceso histórico”. Esta mezcla entre fukuyamismo noventoso, universalismo humanista e inevitabilidad histórica marxista podría confundir a quien vea a China como el motor de un nacionalismo antiglobalizador.
Especialmente cuando Estados Unidos, líder de la globalización hasta ahora, la está dinamitando. Si hace algunas décadas Samir Amin recomendaba a los países del sur hacer un desacople respecto de las economías centrales, esto es precisamente lo que hoy hace la principal potencia del mundo. En un punto, traer la referencia a Amin es adecuado: Estados Unidos, si se tiene en cuenta solo el comercio de bienes y no el de servicios, tiene con China una relación que se parece la de un país central a una periferia, ya que Estados Unidos vende a China productos agrícolas y China vende a Estados Unidos todo tipo de productos industriales y tecnológicos. Estados Unidos, además, quizás puede darse el lujo de aislarse: el fracking y el carbón le permiten tener soberanía energética (a un enorme costo ambiental para el mundo) y sus enormes planicies fértiles y no tan densa población le permiten tener soberanía alimentaria. Si la globalización no le sirve, peor para la globalización.
Así, cuando tantos países, instituciones y capitales salieron a apoyar a China contra los ataques arancelarios estadounidenses, lo que estaban defendiendo no era tanto a China, sino a la continuidad de un sistema de comercio mundial. China (que no tiene soberanía energética ni alimentaria) necesita al mercado mundial, y el mercado mundial necesita a China. Y por eso China no quiere una desglobalización, y defiende las instituciones globales. En una nota reciente, Branko Milanovic hace notar una paradoja: mientras Estados Unidos rechaza el neoliberalismo global y practica un neoliberalismo extremo, de motosierra, en su política doméstica; China rechaza internamente el neoliberalismo y sostiene el sistema neoliberal internacional.
Ahora, ¿es realmente eso lo que sostiene China? Por lo pronto, China demuestra que jugar dentro de la globalización no quiere decir renunciar a la soberanía política. Claro, eso es más fácil cuando ya se hizo una revolución, se tiene un mercado interno de 1400 millones de personas y un régimen de partido único. Pero poderse, se puede. China, además, más que defender a la globalización neoliberal, está reconstruyendo a la globalización según sus ideas e intereses. La nueva ruta de la seda construye una red logística alternativa, los bancos de desarrollo y sistemas de pago que promueve dejan avizorar un nuevo sistema financiero (hace años que los bancos estatales de China tienen más dinero prestado a otros países que el FMI y el Banco Mundial juntos), y su enorme maraña de agrupaciones (BRICS, la iniciativa de la Ruta y la Franja, la Organización de Cooperación de Shanghái, la asociación ASEAN, entre otros) y tratados bilaterales van dando lugar a un sistema institucional cuya forma final todavía no conocemos, y que no sabemos en qué medida viene a apuntalar, reformar o sustituir las instituciones previas. China, así, no opone a la OTAN algo como la OTAN, sino toda una compleja red de cooperación multinivel.
Desde el punto de vista ideológico, para China todo esto forma parte de una estrategia basada en un etapismo marxista, en la que el mercado mundial es fundamental para hacer progresar las fuerzas productivas de modo de hacer posible la construcción del socialismo. Es decir, China está llevando a cabo un programa de transición. Podemos creerle o no, y podemos creer o no que esto sea posible, pero conviene tomarnos este marco ideológico por lo menos tan en serio como nos tomamos los marcos que emiten las potencias occidentales.
China, sin embargo, no busca exportar el comunismo. No se ve a sí misma como la vanguardia de un movimiento socialista internacional. Lo que puede ser un problema para los socialistas que buscan que les llegue la línea. China no hace sus alianzas con criterios ideológicos, y busca especialmente reducir la tensión ideológica en Asia. Aunque busca, sin duda, alianzas estratégicas profundas con quienes siente afines, no les dice a los países en los que desarrolla proyectos qué es lo que tienen que hacer con su política interna. Este estilo es muy distinto al estadounidense, y probablemente compone mejor con la globalización económica.
China se ganó su lugar central en el mundo de una forma peculiarmente china. Derrotó a los Estados Unidos en su propio juego. Ocultó su brillo, aspiró a ser una sociedad “moderadamente próspera”. Las burguesías del mundo, incluyendo la estadounidense, no tienen otra opción que jugar a su favor porque necesitan la globalización y la estabilidad que China garantiza. Usar la fuerza del enemigo en su contra, evitar la confrontación directa, investigar profundamente a los rivales, construir las capacidades propias. Sun Tzu de manual.
Existe, en la historia universal, una dialéctica entre la unificación y la dispersión. De un lado, una poderosa tendencia unificadora movida por el sencillo mecanismo de que los más son más poderosos que los menos, y por lo tanto quienes agrupan a más dominan las situaciones porque tienen más gente y recursos, y esto produce una realimentación. Existen enormes estímulos para la creación de grandes complejos y organizaciones económicas, ideológicas, militares y políticas. Estas pueden tener muchas formas: ecologías que alojan grandes variedades, federaciones que protegen autonomías relativas, jerarquías fractales que repiten patrones en diferentes escalas. Tienden a llevarse bien con la abstracción que habilitan el comercio, la ciencia, la burocracia y las ideologías universalistas. Las grandes expansiones suelen, así, articular elementos ideológicos, políticos, económicos y militares. El budismo, el Islam, el Imperio Mongol, los imperios europeos, la Ilustración, el capitalismo y el comunismo se expandieron de maneras muy distintas, dejando capa sobre capa de un universalismo en construcción. La globalización, vista así, no es un fenómeno de las últimas décadas.
Podemos plantear un corolario a esta regla del poder de la expansión, que podríamos llamar corolario spinozista: los más son más poderosos, pero son más poderosos aun cuando están organizados de forma racional y en torno a los deseos e intereses de las mayorías. Esto es: el pleno desarrollo de la potencia democrática colectiva produce un diferencial de poder. La rápida expansión de las ideas revolucionarias entre el siglo XVIII y el XX, así como los inmensos ejércitos populares de las guerras revolucionarias modernas fueron la comprobación de este corolario, últimamente olvidado. El pensamiento revolucionario no es solo internacionalista por razones estratégicas, es universalista por razones teóricas, por entenderse como expresión del proceso de la autoconciencia histórica de la humanidad. La globalización neoliberal no es la única forma posible de entender la tendencia unificadora. Conviene, por eso, repreguntar a los chinos qué quieren decir cuando hablan de un “destino compartido para la humanidad”.
Pero existe también una poderosa contratendencia, que dispersa y caotiza. Lo local siempre ejerce resistencia, las élites pierden sentido de conjunto, la complejidad sobrepasa las capacidades de gestión, la naturaleza y las fuerzas productivas no soportan la continuidad de una forma de explotación, el cosmopolitismo pierde capacidad de crear cohesión, los perdedores se agrupan o se van, las ideologías universalistas al entrar en decadencia se vuelven reaccionarias. Si la lógica que venía unificando era perversa y destructiva, la dispersión puede ser una buena noticia. Los pequeños grupos y comunidades que quedan desparramados en los momentos de desagregación pueden ser gérmenes de lo nuevo. A menudo, las grandes cosas empiezan con vanguardias diminutas o con bandas de expulsados hacia las periferias. El gran filósofo político magrebí Ibn Khaldoun, estudiando las expansiones árabes y el turco/mongolas, fue quizás el primero en entender esto. Toda vida, al latir, tiene su sístole y su diástole.
El tema es quién se queda con los pedazos de lo disperso, y en qué términos armar la nueva ronda de unificación. Porque es evidente que necesitamos de formas de cooperación capaces de enfrentar los problemas de la humanidad, empezando por los ambientales, pero también los económicos y los de seguridad. Si queremos dejar atrás a la globalización occidental y neoliberal, la tarea es pensar con qué la vamos a sustituir. Y el momento de hacerlo es ahora.

5. Acá y ahora
La forma correcta de mirar la historia universal es desde adentro. El mundo no se puede mirar de lejos, porque estamos dentro suyo. La historia universal sucede en todos lados y no se define en un solo lugar. El batllismo y el movimiento revolucionario de los 60, dos momentos políticos e intelectuales brillantes de nuestra historia, tuvieron en común la convicción de que el destino de la humanidad se estaba jugando aquí mismo.
Eso era cierto en ese momento, y es cierto ahora. Digo más: aunque no lo crea, usted, lector, lectora, es un actor de la historia universal. Y fue parte de todo lo que cuenta esta nota. ¿O acaso no fuimos parte (del modo que sea) de un movimiento continental que cambió el mapa político de la región, construido desde las fuerzas que respondieron a la hegemonía neoliberal y estadounidense? ¿No fuimos partícipes, aprovechando y padeciendo, el ciclo de los commodities impulsado por la demanda china? ¿Hay ascenso chino sin materias primas sudamericanas?
Es cierto que, desde la pequeñez de cada uno de nosotros, el momento actual aparece como un caos sin escapatoria. Después de ser testigos de crisis, pandemias y guerras, a veces quisiéramos un respiro de tanto acontecimiento histórico. Pero la autoconciencia nunca mira meramente desde un punto de vista individual, sencillamente porque no somos meramente individuos. Formamos parte de todo tipo de agregados: clases, estados, culturas, tradiciones, movimientos, grupos raciales, de género, organizaciones, etc., que están dotados de diferentes formas y niveles de agencia.
Cuando se piensa la política en la escala mundial, suele pensarse en términos de estado. Esto es razonable, porque los estados son grandes agregadores humanos, que legislan, ejercen la diplomacia, dan cohesión ideológica, proveen servicios que nos simplifican la vida. Si el estado en el que vivimos toma malas decisiones, esto se vuelve rápidamente un problema para cada uno de nosotros. Entonces es lógico, en un mundo incierto, pensar desde las estrategias de preservación del estado en el que vivimos. Además, aunque no seamos estatistas, los procesos de lucha política, gestión estatal y construcción de una conciencia productiva nacional tienen efectos considerables sobre la construcción de poder colectivo, tanto a escalas inferiores como superiores a las del Estado.
Pero pensar los problemas del mundo desde el punto de vista del Estado tiene problemas. Los Estados, especialmente los que no son superpotencias, en el mundo globalizado, no suelen ser entidades soberanas, sino instituciones más bien patéticas, que compiten entre sí para atraer capitales dándoles concesiones grotescas, y para buscar desesperadamente mantenerse a flote en el mercado mundial. Como la capacidad de consumo de las personas depende en buena medida del éxito en esta competencia, que a su vez presiona a la baja los derechos y el bienestar, se forma un nudo difícil de resolver, y los países se ven a menudo frente a dilemas dramáticos. Naturalmente, hay mejores y peores formas de enfrentar estos problemas, y no está mal ser partidarios de las menos malas. Aún si viviéramos en una sociedad que toma el camino heroico de desafiar las hegemonías del mundo (las hay) y pagar para ello un costo tremendo (no solo económico, sino también en pérdida de legitimidad política y en degradación de la vida colectiva), eso no exime de pensar qué perspectiva hay más allá de mantener lo poco o mucho que se ha logrado.
Pero hay un problema más con pensar desde el Estado, y es que los problemas globales existen, y todos somos responsables por ellos. Si los Estados consideran, por ejemplo, que para competir entre sí necesitan quemar más combustibles fósiles y en el camino hacen que la tierra sea un infierno en unas pocas décadas, toda la realpolitik destinada a la obtención del poder del Estado habrá sido una inmensa imbecilidad. El punto de vista del estado, incluso de los Estados grandes, es un punto de vista parcial. Y los puntos de vista no estatales que piensan desde lo local también lo son, aunque presenten otros problemas.
¿Qué puntos de vista tenemos disponibles para enriquecer la soledad atemorizada del individuo y las limitaciones del Estado? Por lo menos tres. Primero, la construcción de escalas de agencia política superiores, lo que en este lugar del mundo quiere decir la unidad de América Latina. Segundo, un movimiento socialista internacional, que expanda por todo el mundo las ideas que permitirían organizar la vida social de una forma más racional. Tercero, una conciencia de la humanidad o, mejor aún, de la biósfera, desde un universalismo naturalista que nos habilite el punto de vista del conjunto de la vida de la que formamos parte. Probablemente necesitemos de las tres cosas, además de no descuidar las comunidades y Estados en los que vivimos. Intentemos, pues, ver la situación actual desde estos tres puntos de vista.
¿Cómo nos agarran estas turbulencias a los latinoamericanos? Mirando hacia el otro lado del Río de la Plata, vemos una Argentina desesperada por dólares, bajo el mando de un fanático de la versión más misántropa posible del liberalismo, completamente alineado con los Estados Unidos e Israel. Estados Unidos devuelve la gentileza, dispuesto a forzar al FMI a prestarle 20 mil millones de dólares, encima de los 45 mil que ya le había prestado cuando Macri, para sostener políticamente al gobierno de Milei. En medio de un abismo económico y social, muchos ponen su esperanza en la posibilidad de devenir un gran exportador de combustibles fósiles. Salvo un despertar de la política popular, las perspectivas para Argentina son sombrías.
Chile se encuentra exhausto después de una revolución fallida. Bolivia procesa una crisis económica y un crudo conflicto interno de su movimiento nacional-popular. Venezuela sigue arrastrando una crisis que parece no terminar nunca, desparramando millones de venezolanos por todo el continente. Cuba aguanta como puede. América Central y el Caribe siguen sumidos en la violencia y la pobreza. Paraguay y Ecuador están presos de las peores versiones de sus oligarquías. En Colombia, el gobierno de izquierda no termina de lograr estabilizarse y desarrollar una agenda, a pesar de sus dignas posiciones de política exterior. México hace un balance muy fino entre su profundo entrelazamiento económico con Estados Unidos y su proyección política hacia América Latina. En todas partes, el extractivismo sigue arrasando con el medio ambiente, las sociedades se desintegran y la política pierde capacidad de mejorar la vida de las personas. Las izquierdas están en un impasse, fragmentadas, desgastadas y sin una visión clara de futuro, pero vivas.
El centro de la escena está en Brasil, que viene de tener una década políticamente traumática. El juego entre una izquierda extremadamente prudente, un centrão corrupto, una ultraderecha desbocada y un establishment económico/mediático/judicial que pasa de meter preso a Lula a querer meter preso a Bolsonaro, la situación es extremadamente incierta. Lula, el anciano estadista, hijo de la clase obrera socialista y la lucha por la democracia, mantiene el barco a flote, y marca una estrategia. Pero a Brasil solo no le da para ser un actor en la gigantomaquia de las potencias.
Todo indica que el futuro cercano va a ser duro. La guerra comercial va a bajarnos el poder de compra a todos, la baja del comercio mundial va a abaratar los commodities y la incertidumbre va a hacer que los capitales huyan de los mercados emergentes. Alejando un poco la mirada, el eclipse estadounidense y el ascenso de Asia fue una buena noticia: Estados Unidos, gran productor de alimentos y otras materias primas, no tuvo nunca una economía complementaria con la de países como Uruguay. China, en cambio, sí que la tiene (como la tuvo Gran Bretaña, que era la gran potencia durante la belle époque batllista). Siempre conviene recordar que, si vender materias primas es malo, no vender ni siquiera materias primas probablemente es peor.
El problema es que, si económicamente ya somos principalmente socios de China, geográficamente seguimos siendo el patio trasero de los Estados Unidos, que va a intentar aislarnos del proceso de Eurasia. China, que necesita nuestros recursos, no lo va a permitir. En medio de esta tensión ¿vamos a ser una entidad soberana capaz de pivotar o una zona en disputa siempre al borde del colapso? El gran riesgo para América Latina es ser un teatro de un conflicto entre grandes potencias extranjeras, que los grandes antagonismos globales se trasladen a los conflictos entre nuestros países y dentro de nuestros países, en una guerra civil sudamericana. Un exceso de alineamiento con cualquiera de las potencias puede llevarnos a este camino. Puede ser conveniente, por ello, revivir la vieja postura del tercerismo latinoamericanista.
Es que aún si quisiéramos seguir el camino chino, eso no implicaría necesariamente devenir peones de China. No debemos olvidar que el camino chino fue largo y doloroso, en circunstancias históricas completamente distintas a las nuestras, ni que China sigue teniendo un PBI per cápita menor que unos cuantos países sudamericanos. China pudo hacer lo que hizo, entre otras cosas, por su inmensa escala, y por haber hecho una revolución que privó a la clase capitalista y los cómplices del imperialismo del poder del Estado. Aquí no hemos conquistado ni la escala ni la soberanía política. La unidad sudamericana es una precondición para ambas cosas, y también para frenar la degradación social, ganar consistencia política y acercarnos a la vanguardia tecnológica.
Mientras tanto, tendremos que operar con lo que tenemos en el nivel nacional. En Uruguay, todos son conscientes de la importancia de China. Hasta el diario El País entendió que debía pedir disculpas después de que una nota ridículamente anti-china recibió una protesta furiosa de la embajada. Luis Lacalle Pou buscó un tratado de libre comercio con China. Mario Bergara propuso, en la campaña municipal, la creación de un paseo chino en Montevideo. El gobierno de Orsi tiene un papel que jugar en todo esto, y deberá hacerlo sin estridencias, pero con claridad. Esta claridad, que falta en su posición sobre Palestina, quizás esté en su mirada de América Latina. La primera visita oficial de Orsi como presidente fue a Panamá, uno de los países amenazados por Trump. Centro de América Latina, cercenado de lo que quedaba Gran Colombia de Bolívar, Panamá no puede volver a ser territorio estadounidense. Los gobiernos progresistas y nacional-populares de América Latina, aún maltrechos, siguen teniendo una misión histórica. Sin proceso de integración latinoamericano, no hubiera estado ahí la CELAC para formar parte de la respuesta mundial a la agresión económica trumpista.
Debemos ser conscientes, de todos modos, que la cuestión nacional latinoamericana, aún bien resuelta, no es suficiente para enfrentar los problemas que tenemos. Porque estos problemas no vienen meramente del imperialismo, sino del capitalismo. Y el socialismo que necesitamos no es solamente un socialismo latinoamericano, sino uno internacionalista. Incluso China, con su escala y su revolución, está presa de las limitaciones que vienen del viejo problema del “socialismo en un solo país” y, más atrás, de la división entre los movimientos socialistas de los distintos países frente a la Primera Guerra Mundial. Las revoluciones socialistas que suceden en la escala nacional y están privadas de un movimiento socialista internacional tienen problemas para no caer en el militarismo y la paranoia para responder a las presiones de la contrarrevolución y el contraataque imperialista. Rosa Luxemburgo, cuando la revolución rusa, entendió este problema, pero un siglo después todavía no le hemos encontrado la vuelta.
Debemos recordar que la revolución china, aunque sea un proceso nacional y, de hecho, el nodo central del actual multipolarismo, es hija del movimiento socialista internacional de su tiempo. Hoy no tenemos nada ni remotamente equivalente. En un punto es esperable que, si el sistema en el que vivimos tiene una penetración tan profunda en la vida, y además está en crisis, quienes queramos cambiarlo, al estar dentro suyo, estemos débiles también. Ciertamente no es esperable un súbito renacimiento del movimiento socialista internacional, pero este tiene, en su larga y sinuosa historia, su forma de morir y revivir. Marx vivió dos momentos de gran esperanza y luego derrota (1848 y la Comuna), y quien haya vivido el siglo XX, otros tantos. A quienes debamos atravesar el siglo XXI seguramente nos toquen un par de oportunidades. Quizás, si el trumpismo es derrotado, llegue una de esas oportunidades (y si no es derrotado, pues habrá que derrotarlo). Mientras no llegan, la tarea será construir pacientemente pensamiento, organización, solidaridad y política en las escalas que se tengan disponibles. No hay que volverse locos de desesperanza, ni caer en ilusiones.
Pero el socialismo tampoco es un fin en si mismo. Si somos socialistas es porque creemos que la gestión de los asuntos comunes no puede ser librada al caos del mercado ni al capricho de las oligarquías, sino que debe ser hecho racional y democráticamente teniendo en cuenta las necesidades materiales de todas las personas, en todas las escalas. No hay socialismo sin conciencia de humanidad.
En un momento en el que el capital estadounidense abandona sus compromisos con el cambio climático y la principal potencia del mundo se repliega sobre una visión geopolítica estrecha, debemos reparar en que allí está pasando algo raro. El capital debería impulsar una tendencia a unificar el mundo bajo la divisa del valor de cambio en el mercado mundial. Si hay una fragmentación en espacios geopolíticos, eso indica que hay una contradicción interna. Algo está trancando esa expansión de la lógica del capital. Y si la junta directiva de la clase dominante a nivel planetario no está logrando gestionar la situación de modo que no aceleremos hacia la pared del caos climático, es porque la visión estratégica del armado político capitalista está rota. No es casualidad que estemos viviendo una mutación tecnológica y antropológica profunda: la situación llegó a un punto en el que no puede seguir como está.
Los nacionalistas creen que son los portadores del espíritu de la época porque ven la decadencia del orden liberal. Pero lo que no pueden ver son los problemas globales reales que hacen que la situación sea imposible de administrar en un contexto de lucha entre potencias. Los nacionalistas, así, están por delante de los liberales en su lectura de la situación histórica, pero la izquierda tiene la posibilidad de ponerse por delante de los nacionalistas.
Esto requiere, en primer lugar, de una gran imaginación institucional y una aún mayor inteligencia estratégica. Si las instituciones mundiales actuales se han demostrado inoperantes, no es evidente cómo reformarlas o inventar otras que no lo sean. Por el momento, China es la pieza clave tanto de la defensa de las instituciones que tenemos como de la posibilidad de una reforma. En segundo lugar, una geopolítica no idealista debería tener su fundamento no en valores abstractos o en místicas o culturalismos, sino, primero que nada, en la geografía, la geología, la ecología y las ciencias de la atmósfera, y luego en la historia, la tecnología y la economía.
El materialismo de Marx fue una filosofía que entendía al ser humano como un ser natural, y que se tomaba en serio a las máquinas. Su gran preocupación era que el ser humano no fuera dominado por las creaciones de su imaginación o de su trabajo, y pudiera gestionar de forma consciente su intercambio metabólico con la naturaleza. Las instituciones nacionales e internacionales que tenemos hoy no están a la altura de ese problema. En temas climáticos, por ejemplo, incluso China, aún con su disposición a cooperar en la arena internacional y a sus enormes inversiones en energías renovables, sigue siendo parte del problema. A su vez, las inmensas emisiones de gases de invernadero de China son básicamente las producidas por su industria de exportación, o sea que esas emisiones son las que habilitan que podamos consumir los productos baratos que China vende. Las discusiones sobre la transición y la planificación que se vienen deberán ser profundas e incómodas. Las tareas son enormes, y son de todos quienes quieran tomarlas, en el lugar que le toquen.
No estamos ante el fin del mundo, sino ante el fin de un mundo. Con lo que quede después del contraataque del trumpismo, quizás se pueda hacer algo mejor. Respiremos un segundo. Es posible que lo peor esté por venir. Pero hay algo del otro lado. Es el momento de dejar atrás el pesimismo cómodo.
Gabriel Delacoste* Politólogo uruguayo
Este artículo ha sido publicado en el portal hormigaroja.uy
Foto de portada: Shuang yu jiqing/ Hace unos años, pensando en el mundo en el que van a tener que vivir mis hijos, tiré un I-Ching, la antiquísima técnica china de adivinación y reflexión sobre las transformaciones. Salió el hexagrama 51, llamado Chen, o la conmoción. Su figura está formada por un doble trueno. Sus interpretaciones más usuales dicen algo así: El trueno retumba y espanta. La actividad se detiene súbitamente. Pero en seguida llegan el alivio y la claridad sobre cuál es el curso de acción correcto.䷲