Las excepciones eran accidentes y distorsiones históricas, fácilmente descartables.
Esta perspectiva se asoció también a un cierto optimismo pseudo-mesiánico, como en Francis Fukuyama, prediciendo que esta fórmula de «democracia liberal», cuya verdad y superioridad había sido demostrada por el triunfo occidental en la Guerra Fría, se convertiría efectivamente en universal.
Todos los países del mundo, de Islandia a Eritrea, de Bolivia a Camboya, se convertirían en una pequeña copia de Estados Unidos (o de Francia), con un «Estado de derecho», la primacía de los derechos humanos, una economía de mercado, un igualitarismo abstracto (el «velo de ignorancia» de Rawls), centros comerciales y revistas Playboy y todo lo demás que aprendimos a identificar con el «modelo occidental» a principios de los años noventa.
En efecto, el proceso de ingeniería social planetaria, llamado «globalización», ha avanzado incluso en los rincones más inhóspitos del planeta, pero la mcdonalización del mundo no ha ido acompañada de una mejora objetiva de las condiciones materiales de los sectores productivos (proletariado, campesinado y clase media) del Primer o del Tercer Mundo.
Al contrario, tras la Reaganomics, los salarios en la mayoría de los países ya no siguieron el ritmo del aumento de la productividad. Se produjo un impulso hacia la desregulación laboral y la desestatización económica, acompañado de la desterritorialización de las empresas. Mientras que en un extremo esto aceleró la acumulación de capital, en el otro empezó a empujar a la clase media hacia abajo y al proletariado hacia el precariado.
Otros procesos acompañaron al fenómeno, dependiendo del país o continente. Por ejemplo, en Europa se produjo la anulación directa de la voluntad popular cuando, ante cualquier resultado negativo en los referendos de adhesión a la Unión Europea, la solución que encontraron las élites fue repetir los referendos tantas veces como fuera necesario para conseguir la aprobación. A ello se sumó el vertiginoso aumento de la delincuencia en los últimos 30 años, asociado al debilitamiento de los controles fronterizos y a la inmigración masiva.
En este sentido, en la globalización hay «ganadores y perdedores». En la utopía del «Fin de la Historia», algunos tienen claramente existencias más utópicas que sus conciudadanos.
Es la percepción de esta profundización de las contradicciones y del creciente grado de alienación de las élites con respecto al pueblo lo que ha dado lugar al fenómeno (complejo y generalmente mal entendido) del populismo. En teoría, el proceso continuo de acumulación de capital y alienación ha transformado las capas «triunfantes» de las élites nacionales en élites transnacionales imbuidas de un carácter desarraigado y nómada. Esta élite ya no está formada por trabajadores-empresarios, que dirigen su «fuerza de trabajo» desde la fábrica o la empresa, como capitanes de industria (y que, por tanto, siguen manteniendo una relación directa con su propia comunidad, a pesar de las contradicciones de clase); sino por una especie de casta puramente financiarizada, anónima y sin rostro, desconectada del proceso de producción y del propio espacio físico y social en el que se desarrollan estas relaciones socioeconómicas.
Con este distanciamiento, se pierde cierta sensibilidad realista, que es lo que da longevidad a las élites dirigentes. El resultado es que las agendas egocéntricas de las élites ya no son reconocidas por las masas; este rechazo se expresa a través de la democracia «sagrada», en derrotas electorales para los partidos identificados con estos intereses elitistas. ¿Qué sorpresa se lleva el pueblo cuando, ante resultados «desagradables» en referéndums o elecciones, las élites recurren a diversos mecanismos (vacíos legales, oscuros precedentes, analogías estúpidas, alegaciones de excepción o «fuerza mayor», etc.) para aprobar lo que ha sido rechazado por la voluntad popular?
El sentido clásico de la democracia como gobierno de los ciudadanos por el método mayoritario, o incluso como expresión jurídico-institucional de la voluntad general rousseauniana, se confunde con sus «apéndices» liberales hasta el paroxismo, culminando en la auto-inversión. Las élites llegan a la conclusión de que para salvar la «democracia» deben suspender la democracia.
En otras palabras, ya no se puede «confiar» en el pueblo. Son demasiado «estúpidos», demasiado «conservadores», todavía «apegados a supersticiones religiosas», etc. Por tanto, no están «preparados para la democracia». No se puede confiar en él para que tome las «decisiones correctas», por lo que hay que poner en marcha mecanismos para «gestionar» la democracia, orientándola en la «dirección correcta», incluso si esto significa ir en contra de lo que es claramente la opinión mayoritaria, o incluso impedir que el pueblo exprese sus opiniones.
Esta gestión de la democracia por parte de las élites «ilustradas» puede llevarse a cabo a través de una miríada de métodos, pero el medio que se ha revelado más eficaz en los últimos 30 años parece haber sido la judicialización de todas las cuestiones sociales, es decir, la transferencia de la «última palabra» en cada conflicto o controversia a manos del Poder Judicial de cada país.
A este respecto, es fácil ver por qué el poder judicial es una herramienta interesante: en la mayoría de los países no es elegido, por lo que los puestos de poder no están sujetos al principio democrático, que es la raíz del «problema»; por la misma razón, al no haber mandatos, los jueces en puestos permanentes están mejor situados en sus puestos, convirtiéndose el poder judicial en una especie de «Estado profundo», un cuerpo permanente de funcionarios mejor situados para influir en la dirección del Estado que los políticos en rotación permanente. Ni que decir tiene el carácter «meritocrático» del poder judicial, dada la virtual indigencia intelectual que ha caracterizado a los poderes legislativo y ejecutivo en muchos países del mundo.
Pero este papel hipertrofiado asumido por el poder judicial no apareció de repente como una solución de emergencia a un problema cíclico.
Aquí es necesario señalar el papel de la consolidación del neoconstitucionalismo como el fundamento teórico e institucional que hizo posible la transformación de la democracia en una juristocracia. Por neoconstitucionalismo, nos referimos aquí a la ideología que a) afirma la supremacía de la Constitución, y de los principios y normas que contiene, en el ordenamiento jurídico; b) somete todos los actos ejecutivos, legislativos y judiciales al control concentrado de un único órgano (el Tribunal Supremo); c) vincula el Derecho a la moral; d) sitúa la defensa y promoción de los llamados «derechos humanos» como función del Estado y del Derecho.
El mero hecho de que muchas personas consideren ciertamente que todas estas características son «naturales», «obvias», «consensuadas», etc., y no fruto de una opción ideológica concreta, una opción entre otras, demuestra que el trabajo de los defensores de la Juristocracia está bien hecho y que sus raíces son profundas; que el problema no es ningún magistrado del Tribunal Supremo que ocupe actualmente uno de sus asientos, sino un sistema que se ha cultivado durante décadas.
Como antídoto contra la normalización, basta recordar que este activismo judicial propio de la juristocracia es una importación anglosajona contraria a la tradición romano-germánica, en la que el juez es un burócrata apolítico alejado de la decisión sobre cuestiones fundamentales. De hecho, el neoconstitucionalismo fue concebido en el contexto de la supuesta superación de una tradición «positivista» responsable del Holocausto.
La Constitución, entonces, deja de ser un documento político fundacional, cuya finalidad principal sería organizar el Estado y servir de pauta y parámetro a administradores y legisladores, para convertirse en un documento normativo, cuyos principios son inmediatamente aplicables en cualquier caso que se presente ante un juez, según la interpretación que éste haga de las normas constitucionales.
A partir de entonces, el derecho ya no podría separarse de la moral, cuyo contenido vendría dado por la ideología de los derechos humanos, que iba ganando popularidad y consenso como terreno común sobre el que establecer las relaciones entre pueblos y culturas tan diferentes.
Idealmente, esta Moral de los derechos humanos debería plasmarse en la Constitución, como su núcleo y como eje hermenéutico no sólo del propio texto constitucional sino de todo el ordenamiento jurídico -decidiendo el Tribunal Supremo sobre las posibles contradicciones, así como sobre la correcta interpretación que debe darse a las normas a la luz de estos principios-.
Ni que decir tiene que, dado que la ideología de los derechos humanos no es una construcción nacional, es fruto de un trabajo intelectual y militante que tiene lugar en organizaciones transnacionales y congresos académicos internacionales, y que está en perpetua expansión, El resultado es que las reglas siempre cambian sin que el pueblo o sus representantes electos hayan hecho ningún cambio: de año en año, el Tribunal Supremo de un país, interpretando las mismas reglas, pero ya a la luz de los nuevos «derechos humanos» inventados en Nueva York, Bruselas y Ginebra, convierte en delito lo que antes estaba permitido, o permite lo que antes estaba prohibido.
Recientemente, por ejemplo, la Suprema Corte de México despenalizó el aborto, a pesar de que algunas encuestas de opinión indican que la mayoría de los mexicanos está en contra del aborto. ¿Cómo deja esto al principio democrático? La juristocracia ilustrada, en su hermenéutica de los derechos humanos, «entiende» que el «derecho humano» al aborto anula la democracia como valor universal.
El razonamiento subyacente es tan inescrutable como los dichos de las sibilas de Delfos. No se explica, por ejemplo, por qué jueces y juristas deben ser considerados mejores «portavoces» de los derechos humanos que el propio pueblo, a través del voto. O por qué, cuando en una nación se produce un enfrentamiento entre diferentes derechos humanos o entre algún derecho humano y algún otro principio supuestamente universal, deben ser los jueces y juristas quienes decidan cuál es más importante, y no el propio pueblo, ya sea por votación o por democracia directa.
Sin embargo, esta lógica de debilitamiento y descrédito de la democracia sustantiva no se autolegitima con ataques verbales a la democracia. Al contrario, la aceleración de la dilución de la democracia se produce en proporción directa a la defensa verbal y ritualista de la democracia y a la exigencia de castigos draconianos para los culpables (o sospechosos) de atacarla. El hecho es que la consagración del concepto de democracia, completada tras el colapso del totalitarismo, no permite abandonarlo. Por lo tanto, es necesario imponer un régimen de revisión permanente del contenido del concepto, mientras se grita su nombre cada vez más alto, como un eslogan vacío, para distraer la atención de la operación.
Este tipo de operación sólo puede conducir al descrédito de la propia democracia. Hace unas semanas, la Open Society publicó una encuesta que indicaba que casi el 40% de las personas de entre 18 y 35 años apoyaría a un líder fuerte que se deshiciera de elecciones y legislaturas, siempre que pudiera garantizar una serie de necesidades y demandas populares.
Cabe señalar que muchos países ya habían empezado a adoptar el llamado «control concentrado de constitucionalidad» (en el que la supremacía de la Constitución sobre el resto del ordenamiento jurídico está garantizada por un órgano judicial específico que juzga la constitucionalidad de las normas). Esto significa que, a medida que el neoconstitucionalismo se desarrollaba y las constituciones se vulgarizaban en los manifiestos neo-ilustrados, las condiciones institucionales ya eran perfectas para que los jueces del Tribunal Supremo tuvieran un poder mucho mayor que los poderes legislativo y ejecutivo, que sólo se ha materializado plenamente en los últimos años.
Y este diferencial de poder no sólo es sustancial por razones institucionales, sino también de legitimidad. El Poder Judicial se ha dado a sí mismo un cierto carácter de «santidad», siendo los jueces vistos como paladines de la nueva moral cosmopolita, imbuidos de la sagrada misión de civilizar a los países del mundo, siendo su autoatribución reconocida por la clase periodística, gran parte del mundo académico, organismos internacionales, ONGs, etc.
En este sentido, si las incursiones entre los poderes ejecutivo y legislativo son vistas como una mera lucha de poder o como un intento de equilibrar las relaciones entre los poderes, cualquier ataque similar del poder ejecutivo o legislativo al poder judicial es visto como un «ataque a la democracia», una «amenaza a las instituciones», un «riesgo de dictadura», etc.
Si en una democracia propiamente dicha, la legitimidad suprema se encarna en el cargo elegido por mayoría de votos, normalmente el Ejecutivo, en el sistema actual en Brasil y en varios países del mundo, la legitimidad suprema (al menos según todos aquellos cuya voz tiene alcance) se encarna en una casta oligárquica y vitalicia de especialistas cuyos valores son manifiestamente incompatibles con los valores del pueblo.
Esta «legitimidad» autoatribuida y reconocida por las élites formadoras de opinión garantiza al poder judicial «carta blanca» para el activismo judicial que acompaña al neoconstitucionalismo y le da dirección. Si el neoconstitucionalismo es un fenómeno de raíz europea, aunque construido en diálogo con el mundo jurídico estadounidense, el activismo judicial es una importación fundamentalmente yanqui, cuyas raíces pueden verse en el destacado papel de la figura del «juez» en la estructura sociopolítica estadounidense.
Una genealogía metapolítica del fenómeno nos llevaría necesariamente al «legalismo» anglosajón de raíz puritana (que, a su vez, hunde sus raíces en el legalismo judío), como fuente tanto de la idea de «rule of law» como del papel más activo de la figura del «juez» y, posteriormente, del juez como promotor de la moral pública (ya sea puritana o, hoy, liberal-progresista).
Con la «constitucionalización» del derecho, el Tribunal Supremo de los EE.UU. fue el protagonista de la imposición de cambios legislativos a gran escala por iniciativa propia, especialmente a partir de finales de la década de 1940, exorbitando las leyes bajo la justificación de que estaba «colmando lagunas» o «garantizando derechos fundamentales».
En el caso brasileño, el fenómeno del activismo judicial aparece con fuerza principalmente a partir de la Sexta República, cuya Constitución, una colcha de retazos llena de contradicciones y medias tintas e intentos de conciliar lo irreconciliable, fue construida precisamente en el espíritu del neoconstitucionalismo de inspiración estadounidense.
El discurso utilizado en las facultades de Derecho para legitimar el activismo judicial y la judicialización de todas las relaciones sociales es descaradamente antidemocrático por naturaleza, lo que obviamente pasa desapercibido para la mayoría de los estudiantes. La explicación que se ofrece, especialmente desde el caso Mensalão, es que los poderes Ejecutivo y Legislativo se han desacreditado y hoy tienen cada vez menos legitimidad social, además de ser poco fiables a la hora de sacar adelante agendas y cuestiones consideradas «necesarias» (por ONGs y organizaciones internacionales), pero controvertidas por la necesidad de rendir cuentas a la población en época electoral.
Por tanto, los jóvenes juristas no están preparados para servir al pueblo como «operadores del derecho», discretos instrumentos burocráticos del Estado utilizados para «decir la ley» ante cualquier controversia judicializable, sino como una tecnocracia de hombres ilustrados cuyo trabajo consiste en «salvar al país» de una élite política «corrupta» y de un pueblo «ignorante» y «atrasado».
Es curioso, sin embargo, que esta bifurcación haya empezado a llevar a algunos países en una dirección diametralmente distinta a la seguida por los regímenes en los que las élites liberales han conseguido un control más firme del poder y, sobre todo, de la construcción de las conciencias.
Podemos resumir toda esta tendencia descrita anteriormente como un proceso de alejamiento del pueblo de la decisión sobre sus propios intereses soberanos, orquestado por élites liberales que se apoyan en una tecnocracia jurídica para garantizar la legitimidad de la posdemocracia. Y podemos señalar que, frente a este fenómeno, es posible darse cuenta de que es contrarrestado por el ascenso de líderes carismáticos al frente de partidos antiliberales, de derechas o de izquierdas.
Se trata del fenómeno denominado peyorativamente «populismo», que, como todo concepto político utilizado por los adversarios para designar el objeto de su enemistad, es difícil de definir y de alcance variable.
Pocos de estos proyectos llamados «populistas» han llegado al poder en Europa, donde el fenómeno parece haber sido analizado más a fondo. Y los que lo hicieron, como en el caso italiano de la Lega, tuvieron que gobernar en coaliciones heterogéneas y lidiar con condiciones bastante adversas para la aplicación de sus ideas.
Podríamos mencionar el gobierno de Donald Trump en EEUU, que no sólo cedió a las presiones internas del llamado Estado Profundo, sino que fue defenestrado en las últimas elecciones presidenciales. En Brasil, los fenómenos de Bolsonaro y Lula, simultáneamente, son los más cercanos a la idea, pero parecen haber abrazado el populismo sólo como técnica electoral y para movilizar adeptos más que algo más profundo.
Un caso más exitoso parece ser el de Nayib Bukele en El Salvador, quien parece haber logrado cierto grado de estabilidad y podría mantenerse en el poder por algún tiempo.
En todos estos casos, de mayor o menor éxito, se trata de una praxis política de movilización popular permanente, a través de la conexión directa entre un líder carismático y una masa que representaría a «la mayoría», obviando las instancias intermedias de representación (consideradas corruptas, cooptadas o inútiles). A la cabeza de esta «mayoría», el líder populista ataca a las élites liberales por los males que han causado: desde la exclusión de los beneficios económicos de la globalización hasta la pérdida de soberanía, pasando por la ideología «woke» y un sinfín de problemas más. Pero el desafío fundamental es, en todos los casos, contra la supresión o dilución de la democracia en favor de una forma tecnocrática de gestión.
Los opositores liberales dentro y fuera del país suelen categorizar a estas figuras como «dictadores» y «fascistas» (el término se utiliza incluso para el venezolano Nicolás Maduro), y llaman a un enfrentamiento cuasi apocalíptico contra ellos en nombre de la «civilización» y contra la «barbarie»; un enfrentamiento en el que todo es legal (hasta manipular los resultados electorales), todo es legítimo (hasta aniquilar físicamente al enemigo).
Este es el discurso, cabe señalar, que marca la pauta de las grandes cuestiones políticas contemporáneas, poniendo del mismo lado en el campo del «Eje del Mal» a Bukele y a Maduro, a Orban y a Xi, les guste o no, acepten o no el nuevo eje de coordenadas políticas. En este sentido, resultan esclarecedores los discursos de autoría desconocida leídos por Joe Biden desde el teleprompter.
El fenómeno que estamos describiendo, por supuesto, difiere radicalmente de lo que entendemos por democracia liberal, y especialmente de lo que ha llegado a ser en los últimos 20 años. Pero el término «dictadura», repartido trivialmente a los enemigos, no encaja en ningún sentido estricto.
En sentido estricto, la dictadura, como institución de origen romano, es la suspensión del orden jurídico común en un momento de crisis y emergencia, para que una figura, investida de poderes excepcionales, pueda hacer frente a la situación de crisis. No se trata, por tanto, de un «régimen político», sino de un «fenómeno político-jurídico».
Entre los romanos, todo esto estaba legalmente previsto, siendo ésta una excepción histórica. La definición de dictadura como la suspensión de la legislación ordinaria con la elevación de un legislador-ejecutor extraordinario en una situación de crisis, sin embargo, perduró, apareciendo en Gabriel Naudé, Juan Donoso Cortés y Carl Schmitt, entre otros.
Según esta definición clásica, ni Rusia ni China podrían calificarse de dictaduras. Dictadura no es sinónimo de «autoritarismo» o «concentración de poder en el poder ejecutivo», sino simplemente de gobierno supralegal en estado de excepción. Se puede incluso dar un golpe de Estado y gobernar como un dictador después de suspender una constitución – pero desde el momento en que el nuevo statu quo se consolida legalmente en una nueva constitución y los poderes del golpista se convierten en ley ordinaria, ya no hay dictadura, incluso si esta transición tuvo lugar sin elecciones y si consagra un cierto grado de concentración de poder.
Lejos de poder encajar el fenómeno populista en la lógica de la dictadura, puesto que no hay pruebas de suspensión de la Constitución ni de gobierno por decreto en estado de excepción en los países llamados populistas (a diferencia de muchos países liberales durante la crisis sanitaria), todos los gobiernos populistas han tendido a tratar de revitalizar la democracia mediante un vínculo más directo con el pueblo. En este empeño, el asedio del Poder Judicial al Ejecutivo, que ha crecido en las últimas décadas, es visto como una usurpación del voto popular.
Sin embargo, aunque el poder judicial sea visto como un adversario político, las iniciativas dirigidas contra él, más allá de los discursos de agitación de masas, se han producido dentro de los términos de la legalidad, con el nombramiento de jueces, cambios legislativos siguiendo los procedimientos ordinarios o, en algunos casos, la convocatoria de Asambleas Constituyentes para reformar las constituciones y redistribuir así las prerrogativas.
En lugar de «dictadura», por tanto, tendría más sentido hablar de «democracia iliberal» o «democracia cesarista», o incluso de «democracia plebiscitaria». El tecnócrata y politólogo ruso Vladimir Surkov, considerado el «arquitecto del putinismo», acuñó el término «democracia soberana» para describir el sistema ruso.
Todos estos términos, tanto los acuñados por los opositores como los acuñados por sus apologistas, parecen apropiados y razonables para designar la transformación política que representa el populismo.
Si el «bonapartismo», concepto también próximo a lo que estamos discutiendo, se impuso en la Ciencia Política gracias al 18 Brumario de Karl Marx (hasta el punto de ser utilizado, por ejemplo, por algunos autores marxianos para describir a Gadafi y otras figuras del siglo XX), la idea de una «democracia cesarista» dialoga con las raíces latinas de Brasil.
Independientemente del nombre, sin embargo, la distinción fundamental que vemos en las manifestaciones de este fenómeno en Europa Occidental y las Américas en comparación con Europa Oriental, Eurasia y el resto del mundo, es que fuera del eje atlántico, este «cesarismo» ha ido más allá del populismo como malestar popular y ha encontrado formas de institucionalización y normalización legales que remiten a las tradiciones del propio país.
Por lo tanto, es imposible desvincular el modelo de gobierno partidocrático de China de la burocracia meritocrática de raíz confuciana del Imperio chino. Al igual que tras sus aventuras comunista y neoliberal, Rusia ha vuelto a un sistema que recuerda a la autocracia rusa preabsolutista de principios de la dinastía Romanov, cuando el zar era asesorado por el Zemsky Sobor, la asamblea que reunía a los boyardos (los «oligarcas» de la época), los burócratas, el sínodo ortodoxo y los representantes populares.
Pensar en una democracia cesarista brasileña como salida a la crisis de la democracia liberal y de la juristocracia será extremadamente difícil y exigirá pensar fuera de la caja. Pero también tenemos precedentes históricos de liderazgos fuertes que pueden ser repensados en términos de un nuevo republicanismo democrático liberal, que supere el descrédito de las instituciones intermediarias, el Legislativo y el Judicial, a través, por ejemplo, de un amplio recurso a formas de consulta popular.
Ello exigiría, evidentemente, reequilibrar la división tripartita de poderes, excesivamente sesgada a favor del poder judicial debido a los procesos históricos e intelectuales antes descritos. El poder judicial no puede seguir siendo el instrumento de suspensión de la soberanía popular, como lo ha sido en los últimos años.
Curiosamente, la juristocracia parece haber sido la solución al problema que Carl Schmitt señalaba en el Estado liberal de la época de Weimar. El Estado de Derecho, controlado fundamentalmente por el poder legislativo, al reducir lo político a la palabrería y la negociación y al no contemplar mecanismos extraordinarios para hacer frente a las crisis generadas por la inacción propia del modelo de democracia legisladora, encontró en el liberalismo contemporáneo la solución del excepcionalismo judicial.
El cesarismo, a su vez, en su expresión democrático-popular, parece ser otra solución a la crisis del Estado de Derecho, apelando no a la dictadura (como sugería Schmitt), sino al retorno a la fuente de la soberanía, el pueblo, radicalizando la democracia a través de la movilización política constante de las masas contra las oligarquías liberales.
Más allá de las dicotomías entre «civilización» y «barbarie» o «democracia» y «autocracia», parece que el paisaje político mundial se está redibujando según una contradicción entre «democracias cesaristas» y «juristocracias liberales».
Raphael Machado* Licenciado en Derecho por la Universidad Federal de Río de Janeiro, Presidente de la Associação Nova Resistência, geopolitólogo y politólogo, traductor de la Editora Ars Regia, colaborador de RT, Sputnik y TeleSur.
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