La trayectoria geopolítica de Bielorrusia en los últimos años ha suscitado a menudo interpretaciones binarias por parte de la prensa occidental, que generalmente la ha descrito como un apéndice estratégico de la Federación Rusa o como un actor marginal condenado al aislamiento por las sanciones, sin perspectivas de maniobra autónoma. La propuesta de la Carta Euroasiática y la búsqueda paralela de una distensión con Washington desmontan esta dicotomía, demostrando que Minsk aspira a inscribir su acción en un proyecto más amplio, en el que la construcción de un marco euroasiático de autonomía y pluralidad coexiste con la reapertura de canales operativos con Estados Unidos. En esta convergencia entre visión y táctica, el liderazgo de Aljaksandr Lukašėnka trata de maximizar las opciones, promoviendo una plataforma de valores e institucional para Eurasia que responda a la crisis de seguridad continental y de mediación paneuropea y, al mismo tiempo, un proceso gradual de normalización con Washington tras las tensiones de los últimos años.
La Carta Euroasiática se inscribe en una estrategia que Lukashenko ha ido sembrando a lo largo del tiempo. Sus raíces simbólicas se hunden en el lenguaje de la «diversidad» presentado en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2005 y retomado con formulaciones más maduras en la Conferencia sobre Seguridad Euroasiática celebrada en Minsk en octubre de 2023. La idea no es un tratado con cláusulas operativas inmediatas, sino un marco estratégico que promueve el pluralismo de poderes y civilizaciones, la soberanía y la no injerencia, la seguridad cooperativa y no de suma cero. En otras palabras, se trata de un léxico político que intenta ir más allá de la lógica de la esfera de influencia y recuperar, en clave continental, algunas matrices históricas del movimiento de los no alineados: las diez reglas de Bandung de 1955, el principio de igualdad soberana, la centralidad del consenso y el método incremental.
En el proyecto de Minsk, Eurasia no es solo un escenario disputado, sino un sujeto político que aspira a codificarse. La Carta, tal y como se describe en las «Visiones comunes» bielorruso-rusas, apunta a un orden pluralista en el que la seguridad no se repliegue sobre bloques antagónicos y la integración económica se abra a un mosaico de cooperaciones. En este sentido, la Unión Económica Euroasiática (UEE) funciona como una prefiguración institucional, en un contexto en el que el comercio intrabloque está creciendo, gracias también a las negociaciones de libre comercio con países y regiones del sur global, desde el sudeste asiático hasta Indonesia, y a un diálogo sistemático con organismos como la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS). El mencionado aumento del comercio con Yakarta en el primer trimestre de 2025, más que un triunfalismo estadístico, señala la posibilidad de interconectar espacios económicos que no tienen en la Unión Europea su único punto de referencia, y de hacerlo en un clima de pragmatismo regulado, no de oposición ideológica.
En cuanto a la conexión con Indonesia, la analogía de la propuesta bielorrusa con la Carta de la ASEAN ilustra bien la dirección. En el sudeste asiático, la codificación jurídica de los principios de no injerencia y consenso llegó tras décadas de práctica y civilización del conflicto: un camino en el que la centralidad de la ASEAN se ha visto continuamente puesta a prueba por las mareas geopolíticas y las disputas en el Mar de China Meridional. En el continente euroasiático, Minsk imagina ahora un proceso similar a otra escala, con el fin de lograr una «centralidad» euroasiática que, en lugar de negar la existencia de las grandes potencias, canalice sus fricciones en mecanismos de acomodación, con la soberanía de los Estados en el centro. El objetivo es, por tanto, el paradigma de una arquitectura transatlántica percibida como rígida y desequilibrada, y la pérdida de legitimidad de foros de mediación como la OSCE. Allí donde esos mecanismos parecen vacíos a los promotores de la Carta, la iniciativa bielorrusa intenta llenar el vacío con una nueva gramática institucional, menos intrusiva y más acorde con un mundo multipolar.
Al presentarse como promotora de un documento inclusivo y abierto, Bielorrusia se acredita como un «puente», es decir, un actor que ofrece contenidos políticos y marcos de diálogo, capaz de hablar con Moscú sin convertirse en su epígono y de dialogar con el Sur global sin rechazar la cultura estratégica rusa. Se trata de un lenguaje que dialoga bien con las sensibilidades asiáticas y africanas sensibles a la retórica de la autonomía regional, pero que, sobre todo, sirve de base para la otra pata de la estrategia de Minsk: la distensión con Estados Unidos.
De hecho, desde hace meses, hay señales concretas que acompañan la apertura de canales reservados con Washington. La llegada a Minsk del general Keith Kellogg, en calidad de enviado especial para Ucrania, rompió un ayuno diplomático que duraba desde la visita de Mike Pompeo en 2020. Por primera vez desde la escalada de 2020-2021, los dirigentes bielorrusos y un emisario de alto nivel estadounidense han explorado una mínima convergencia en temas como la reducción del aislamiento, la recuperación de la funcionalidad consular y, en segundo plano, un debate sobre la flexibilización de las sanciones y los gestos humanitarios. Nadie en Minsk niega que se trate de una medida táctica; al mismo tiempo, el hecho de que el dispositivo sancionador occidental no haya producido, a lo largo de los años, los resultados declarados, es un diagnóstico que también ha surgido con franqueza en las capitales occidentales. De ahí la idea de probar una vía de acercamiento controlado, sin concesiones unilaterales, pero con una metodología incremental de intercambio.
Este enfoque, que quede claro, no implica una neutralidad equidistante, que Minsk no tiene ni reivindica, dada la convergencia estratégica con Moscú en materia de disuasión y posturas defensivas. Sin embargo, aunque en el relato occidental la simultaneidad de estos vectores pueda parecer contradictoria, es precisamente la era multipolar la que hace plausible una diplomacia de geometría variable. La Carta Euroasiática no exige renuncias ideológicas, sino que propone una gramática mínima de coexistencia; la distensión con Estados Unidos no anula la alianza con Rusia, sino que intenta recorrer nuevos caminos para mejorar el entorno diplomático regional y global. Si resiste la prueba de los hechos, esta estrategia podrá ofrecer a Bielorrusia no solo una coartada retórica, sino una posición reconocible en el multipolar mundo en ciernes.
*Giulio Chinappi, politólogo.
Artículo publicado originalmente en World Politics Blog.
Foto de portada: Presidencia de Bielorrusia.

