Análisis del equipo de PIA Global Nuestra América

Brasil: el Comando Vermelho y la construcción del enemigo

Escrito Por Fernando Esteche

Por Fernando Esteche* y Oscar Rotundo**. – El megaoperativo policial del 28 de octubre en Río de Janeiro, con 2.500 agentes desplegados en los complejos de favelas de Alemão y Penha que dejó más de 130 muertos, no es un estallido puntual de violencia estatal sino la cristalización de un proceso histórico donde se entrelazan la militarización de la seguridad pública, la penetración de agencias estadounidenses en el territorio brasileño y la construcción deliberada de un “narconemigo” funcional a intereses geopolíticos que exceden largamente las fronteras cariocas.

Lo que se presenta como guerra contra el narcotráfico es, en realidad, un laboratorio de intervención donde el Comando Vermelho funciona como un significante, que va modificándose de acuerdo al momento, de una amenaza que justifica la excepcionalidad permanente.

El Comando Vermelho nace en 1979 en el presidio de Cândido Mendes, en Ilha Grande, cuando la dictadura militar brasileña cometió el error estratégico de mezclar presos políticos con delincuentes comunes. En esas celdas compartidas, militantes de izquierda derrotados tras el cierre de la vía armada transmitieron a criminales urbanos algo más peligroso que técnicas de asalto: una pedagogía organizativa, una ética de la resistencia, un discurso antiestatal que transformaría para siempre la criminalidad brasileña. William da Silva Lima, el “Professor”, José Carlos dos Reis Encina, “Escadinha”, y otros fundadores fusionaron la estructura celular guerrillera con el negocio del narcotráfico emergente, creando una organización horizontal donde la lealtad al colectivo primaba sobre el enriquecimiento individual. El lema “Paz, Justiça e Liberdade” no era mera pose sino herencia directa de aquellos militantes que enseñaron a los bandidos que podían ser más que bandidos, que la organización colectiva valía más que el individualismo predatorio del crimen tradicional.

Durante los años ochenta, cuando la DEA y la cocaína colombiana inundaron Brasil y el CV se consolidó en las favelas cariocas, la organización estableció un modelo de dominación territorial que combinaba violencia selectiva con asistencialismo forzado. Controlaban el comercio minorista de drogas mediante “bocas de fumo” jerarquizadas, imponían códigos de conducta a los moradores de favelas, castigaban violadores y delatores, financiaban mejoras en comunidades que el Estado había abandonado. No eran Robin Hoods pero tampoco meros criminales: eran empresarios armados de la economía informal que llenaban vacíos de autoridad en territorios donde el Estado solo llegaba como fuerza represiva. En los años noventa, el CV se expandió por el sistema penitenciario brasileño, estableciendo alianzas con facciones de otros estados, articulándose con proveedores bolivianos y peruanos, consolidando rutas de tráfico hacia Europa y África. Las rebeliones carcelarias del 2002, cuando el CV paralizó Río mediante ataques coordinados desde las prisiones, demostraron su capacidad de proyección de poder y forzaron al Estado a negociar tácitamente condiciones de encarcelamiento.

La primera década del siglo XXI marcó la consolidación del CV como actor político no declarado. Controlaban aproximadamente el 70% del mercado de drogas carioca, movían cientos de millones de dólares anuales, poseían arsenales que incluían fusiles de guerra y lanzagranadas, mantenían estructuras de comando incluso con líderes encarcelados. Pero simultáneamente, en São Paulo, el Primer Comando Capital desarrollaba un modelo organizativo más sofisticado: menos visible mediáticamente, más articulado con estructuras de poder legales, capaz de negociar pactos tácitos con gobiernos estaduales. El contraste entre ambas organizaciones es instructivo: mientras el CV mantenía el modelo de confrontación espectacular con el Estado, el PCC optó por la cooptación silenciosa, la penetración institucional, la violencia regulada mediante acuerdos informales. Geraldo Alckmin, como gobernador de São Paulo entre 2001 y 2006, y nuevamente entre 2011 y 2018, administró este pacto tácito que produjo la paradójica “Paz del PCC”: reducción drástica de homicidios a cambio de tolerancia relativa al tráfico de drogas, profesionalización de la criminalidad organizada a cambio de previsibilidad para las fuerzas de seguridad. Este modelo, que combina exterminios selectivos con negociaciones subterráneas, será el que Alckmin lleva como vicepresidente a la gestión Lula, garantizando continuidad bipartidista en seguridad pública que atraviesa PT y PSDB porque responde no a diferencias programáticas sino a mandatos de gobernabilidad que exigen administrar el crimen organizado sin erradicarlo.

Foto: EFE

El operativo del 28 de octubre no es excepcional por su violencia sino por su magnitud, su timing político y su construcción mediática. Los enfrentamientos letales son recurrentes en Río: en 2021 murieron 28 personas en Jacarezinho, en 2022 fueron 23 en Vila Cruzeiro, en 2023 se registraron múltiples operaciones con decenas de muertos. Con más de 130 muertos, este se convierte en el operativo más letal de la historia carioca, pero la pregunta no es por qué ocurrió sino por qué ahora y por qué con esta visibilidad diferenciada. Primero, porque coincide con un momento de fragilidad del gobierno Lula, erosionado por la crisis económica, desgaste de popularidad, tensiones con el Congreso. Un estallido de violencia en Río permite a sectores bolsonaristas y militares reactivar el discurso de la mano dura, presionar por mayor presencia federal en seguridad, cuestionar las políticas “garantistas” que atribuyen al PT. Segundo, porque Claudio Castro enfrenta investigaciones por corrupción y su gestión securitaria está en entredicho: necesita demostrar dureza, justificar presupuestos militares, desviar atención de escándalos administrativos. Un operativo de alta intensidad con cobertura mediática masiva cumple esa función perfectamente. Tercero, porque las elecciones municipales de 2024 dejaron a Río en manos del bolsonarismo y la disputa por la gobernación de 2026 ya está planteada: la violencia urbana es capital político para la derecha securitaria que promete orden mediante exterminio.

La construcción mediática de este operativo es reveladora. Castro aparece en conferencias de prensa declarándolo un “éxito” y afirmando que las únicas víctimas fueron los cuatro policías muertos, negando implícitamente la humanidad de los más de 120 civiles abatidos. El vocabulario es bélico y afianza la construcción del enemigo, ya no se habla de crimen organizado sino de “narcoterrorismo”, término que Castro utiliza deliberadamente para elevar la amenaza del CV del problema de seguridad pública a una cuestión de seguridad nacional que justifica respuestas extraordinarias. Las imágenes de vehículos blindados patrullando favelas, helicópteros sobrevolando, agentes fuertemente armados, se reproducen compulsivamente. Los videos de drones del CV arrojando explosivos contra la policía circulan como prueba de que el enemigo es sofisticado, tecnológico, casi militar. No se informa sobre violencia, se construye espectáculo de la violencia como dispositivo de legitimación del estado policial. Los vecinos que trasladaron decenas de cadáveres a una plaza para identificarlos, las mujeres que lloraban acariciando los rostros de hijos muertos, las denuncias de posibles torturas y ejecuciones, los desmembramientos y decapitaciones, quedan como ruido de fondo ante la narrativa triunfalista del gobierno estadual.

Al interior de la política brasileña, el impacto es múltiple y estratificado. Para el gobierno de Lula, representa un dilema insoluble; si apoya la represión, traiciona su base social en favelas y reproduce el modelo securitario que históricamente criticó; si cuestiona los operativos, habilita la narrativa bolsonarista de que el PT es blando con el crimen y funcional al narcotráfico. El ministro de Justicia, Ricardo Lewandowski, afirmó que Lula está “conmocionado” por la cantidad de muertos y respondió duramente a Castro señalando que el gobierno federal nunca fue consultado para el operativo. Esta tensión entre gobernador bolsonarista y gobierno petista no es accidental sino estructural. Castro intenta compartir la responsabilidad con Brasilia, federalizar los costos políticos del fracaso, forzar al PT a posicionarse públicamente sobre una masacre que dividirá a su propia base. Lula convocó a una reunión de emergencia con ministros y el vicepresidente Alckmin para discutir la cuestión, mientras Lewandowski impulsa una enmienda constitucional sobre seguridad que llevaba seis meses cajoneada. El operativo logró así lo que la política normal no conseguía que es colocar la securitización en el centro de la agenda nacional a pocas semanas de un año electoral crucial.

El PT históricamente osciló entre dos posiciones irreconciliables sobre seguridad pública. Por un lado, sectores vinculados a movimientos sociales, derechos humanos y agenda progresista propusieron desmilitarización de policías, legalización de drogas, políticas de reducción de daños, inversión social en periferias como prevención de criminalidad. Por otro, sectores pragmáticos del partido, conscientes de que sin legitimidad en seguridad no hay gobernabilidad posible, acomodaron el discurso a las demandas punitivas de clase media urbana y reprodujeron políticas represivas con retórica humanitaria. El resultado fue esquizofrenia institucional. En el discurso, crítica a la guerra contra las drogas; en la práctica, continuidad de políticas de exterminio bajo gestión petista. El gobierno Dilma profundizó la militarización mediante el uso de las Fuerzas Armadas en operaciones de “Garantía de la Ley y el Orden”, normalizando la presencia militar en funciones de seguridad interna que la Constitución reserva a policías civiles. La ocupación militar de la Maré en 2014, la intervención federal en Río durante el gobierno Temer en 2018 con aval implícito del PT, las Unidades de Policía Pacificadora que el PT gobernante elogió como modelo innovador previo al Mundial 2014 y las Olimpíadas 2016: todo eso construyó el camino hacia la securitización total que hoy administra el bolsonarismo desde gobiernos estaduales y el Congreso.

El impacto actual dentro del PT es de parálisis estratégica. Parlamentarios petistas de Río, muchos provenientes de favelas y movimientos negros, denuncian el genocidio de jóvenes pobres, pero carecen de apoyo desde Planalto para traducir denuncia en política pública. El gobierno de Lula necesita al centro político para aprobar reformas económicas, y ese centro está ideológicamente alineado con el punitivismo securitario. Entonces el PT administra la contradicción mediante silencios elocuentes. No defiende los operativos, pero no los cuestiona frontalmente, no propone alternativas, pero lamenta las víctimas, no rompe con el modelo, pero critica sus excesos. Esta ambigüedad es funcional al statu quo y permite a Castro radicalizar la represión sin enfrentar resistencia federal efectiva, habilita a la DEA y agencias norteamericanas expandir presencia sin que Brasilia lo procese como pérdida de soberanía, naturaliza el estado de excepción en periferias como régimen de normalidad que ningún gobierno, de izquierda o derecha, está dispuesto a cuestionar estructuralmente. La Oficina de Derechos Humanos de la ONU reclama una reforma urgente de las fuerzas de seguridad brasileñas, pero esa voz se diluye en el ruido mediático de una sociedad que aplaude la mano dura y un pueblo que se horroriza con las muertes.

Hacia la interna de la derecha carioca, el impacto es igualmente complejo. Castro enfrenta competencia de sectores bolsonaristas más radicalizados que lo acusan de tibieza, de no tener coraje para “limpiar” las favelas definitivamente. El bolsonarismo fluminense, fortalecido tras las elecciones municipales de 2024, disputa el monopolio del discurso securitario y presiona por escalada represiva que Castro debe acompañar para no ser desbordado por su derecha. Pero simultáneamente, Castro necesita mantener canales de interlocución con el mundo empresarial, con sectores moderados, con inversores internacionales que ven la violencia urbana como amenaza a negocios inmobiliarios, turismo, megaeventos. La cuadratura del círculo es imposible: o radicaliza la represión perdiendo legitimidad económica, o modera el discurso perdiendo base política bolsonarista. Elige entonces la tercera vía: operativos espectaculares espaciados que producen titulares sin alterar estructuras criminales, retórica de guerra total que no se traduce en políticas efectivas, administración del caos como modelo de gestión que permite surfear contradicciones sin resolverlas. Las manifestaciones con pancartas que decían “Claudio Castro asesino” muestran que incluso sectores que tradicionalmente apoyan mano dura reaccionan con shock ante la magnitud de la masacre, pero ese rechazo todavía no se traduce en cuestionamiento del modelo securitario sino apenas de sus excesos.

Abrazando al gobernador Claudio Castro de Río de Janeiro está el representante estatal Thiego Raimundo de Oliveira Santos, conocido como TH Joias (MDB). Fue detenido por la Policía Civil de Río de Janeiro por tráfico de armas y vínculos directos con el Comando Vermelho (Comando Rojo).

Un modelo que se completa con las denominadas “Milicias”, grupos para estatales armados, en su mayoría compuesto por policías y ex policías, que controlan territorios, imponen su propia ley y obtienen ganancias ilícitas, extendiendo su poder mediante extorsiones y la explotación de servicios como transporte y el acceso a internet y la televisión por cable, a otras áreas de la ciudad de Río de Janeiro, compitiendo por el territorio con facciones del narcotráfico.

las milicias tienen sus raíces en los escuadrones de la muerte que operaron durante la dictadura militar (1964-1985), se transformaron en grupos organizados con vínculos políticos y con apoyo de políticos locales que operan con violencia y una lógica de corrupción, lo que genera más violencia y abusos.

Su poder y sus vínculos con el crimen y ciertas estructuras del Estado han hecho que la persecución estatal contra las milicias sea generalmente mínima.

La DEA opera en Brasil desde los años ochenta, pero su presencia se intensificó dramáticamente en la última década mediante acuerdos de cooperación que funcionan como caballo de Troya de la intervención estadounidense. Oficinas en consulados, programas de entrenamiento policial, intercambio de inteligencia, operaciones conjuntas que socavan la soberanía brasileña bajo pretexto de combate al narcotráfico transnacional. La agencia norteamericana no busca erradicar el tráfico de drogas sino controlarlo, monitorearlo, utilizarlo como vector de penetración en las estructuras de seguridad latinoamericanas. Cada operativo conjunto es un ejercicio de subordinación institucional, cada protocolo compartido es una cesión de autonomía decisional, cada agente entrenado por la DEA es un activo potencial de intereses foráneos. Brasil, con sus 15.000 kilómetros de fronteras terrestres y su posición estratégica en Sudamérica, resulta pieza fundamental del dispositivo de control hemisférico que Washington despliega bajo narrativa antinarco. El Comando Vermelho, con sus conexiones internacionales documentadas en Bolivia, Perú, Paraguay, y su inserción en redes de tráfico que atraviesan el continente, justifica esa presencia transformando la seguridad pública brasileña en asunto de interés norteamericano, la soberanía territorial en jurisdicción compartida, la política criminal en vector geopolítico. Estados Unidos ya solicita que tanto el PCC como el CV sean declarados organizaciones terroristas, movimiento que habilitaría niveles de intervención y cooperación aún más profundos.

La construcción del narco enemigo no es invención brasileña sino tecnología imperial perfeccionada en Colombia, México, América Central, ahora aplicada con variaciones locales en el Caribe y Atlántico ecuatorial, y el Cono Sur. La narrativa es conocida; organizaciones criminales transnacionales amenazan la estabilidad democrática, el Estado de derecho, los valores occidentales, requiriendo intervención militar, cooperación internacional, estados de excepción que suspenden garantías constitucionales en nombre de la seguridad colectiva.

El enemigo es difuso pero omnipresente, invisible pero todopoderoso, extranjero, pero enraizado localmente, justificando así la militarización permanente de territorios pobres y el disciplinamiento de poblaciones consideradas peligrosas por su sola condición de clase y raza.

Esta guerra impulsada desde Washington hacia América Latina, la protagonizan personajes mesiánicos como Bukele, Bullrich, Bolsonaro,Trump o Milei, que meten en la misma bolsa a narcos, terroristas y pueblos originarios o militantes de izquierda.

La lucha contra la inseguridad que consolidó a Bukele en El Salvador, se extiende por Brasil, Argentina, Chile, Paraguay, Perú, Ecuador, Uruguay y ya la veremos por Bolivia después del 8 de noviembre, de la mano de los mismos golpistas asesinos que arremetieron contra el pueblo en las masacres de Senkata y Sacaba.

Patricia Bullrich le ordenó por carta hecha pública a Alejandra Monteoliva, su candidata a sucederla en el Ministerio de Seguridad, que desplegara tropas de la Gendarmería en las provincias fronterizas con Brasil para controlar los posibles “desbordes” del brasileño, Comando Vermelho.

Seguramente Bullrich y su sagacidad eligiendo “enemigos” apuntará contra los pueblos originarios, como en Villa Río Bermejito, en el norte del Chaco, su última incursión antiterrorista.

Con el mismo libreto, el gobierno de Daniel Noboa ha anunciado que ha sellado una “alianza estratégica” con el grupo de seguridad de Erik Prince llamado Vectus Global para colaborar en la seguridad de Ecuador, un país con una de las tasas de homicidios más altas del mundo y cuyas autoridades han sido infiltradas por el narcotráfico.

El Comando Vermelho cumple esa función simbólica con eficacia notable. Nacido de la dictadura, expandido durante la democracia, presentado como amenaza existencial que requiere respuestas extraordinarias. Que sus líderes sean mayoritariamente negros y mulatos, que operen en favelas habitadas por descendientes de esclavos, que el Estado responda con violencia exterminadora racialmente codificada, no son accidentes sino núcleo duro de un dispositivo de control social que actualiza la colonialidad del poder en clave securitaria contemporánea.

La narrativa trumpista sobre el Caribe como espacio de amenazas múltiples —narcotráfico, migración ilegal, terrorismo, influencia china— resuena en Brasil con modificaciones tropicales. El discurso de la extrema derecha bolsonarista, que mantiene fuerte presencia en fuerzas armadas y policías, reproduce los tropos del “narcoterrorismo” y la “guerra cultural” que justifican tolerancia cero, mano dura, exterminio como política pública.

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Cuando Trump señala a Venezuela como narcoestado, cuando amenaza a Panamá por supuesta influencia china, cuando militariza la frontera sur estadounidense bajo pretexto migratorio, está activando un repertorio de legitimación que gobiernos como el de Castro en Río replican fielmente: el enemigo interno conectado con amenazas externas, la criminalidad local como nodo de redes globales, la soberanía nacional subordinada a seguridad hemisférica definida en Washington que en un momento de redespliegue imperial neomonroísta resulta muy oportuno. El Comando Vermelho se vuelve así pieza de un rompecabezas mayor donde narcotráfico, geopolítica y control social se articulan en un dispositivo integrado de dominación que trasciende Brasil para insertarse en la lógica continental de contención y disciplinamiento.

La hipótesis que se desprende es incómoda pero irrefutable: el Comando Vermelho no sobrevive pese al Estado sino gracias al Estado, no amenaza el orden establecido, sino que lo sostiene proporcionando el antagonista necesario para la reproducción del modelo securitario. Las operaciones policiales que producen más de 130 muertos en pocas horas no desarticulan el tráfico de drogas, sino que lo regulan mediante violencia selectiva, eliminan competidores díscolos, disciplinan territorios rebeldes, justifican presupuestos militares crecientes y presencia federal en estados gobernados por adversarios políticos del gobierno central. Edgar Alves de Andrade, “Doca”, el líder más buscado del CV y objetivo principal del operativo, logró escapar nuevamente utilizando a sicarios y soldados como barrera para ralentizar el avance policial y asegurar la huida de los líderes. Esta recurrencia no es incompetencia policial sino funcionalidad del sistema: el narconemigo debe permanecer amenazante pero no derrotado, visible pero no capturado, justificando así la perpetuación del dispositivo represivo. La guerra contra las drogas es la guerra misma como forma de gobierno, la violencia como pedagogía del terror aplicada sobre cuerpos negros y pobres, el estado de excepción como régimen de normalidad en las periferias urbanas donde el Estado de derecho nunca rigió plenamente.

Río de Janeiro no es anomalía sino laboratorio, no es fracaso de políticas públicas sino éxito de políticas otras que no se confiesan públicamente. Lo que ocurre en las favelas cariocas anticipa lo que amenaza expandirse por Brasil y América Latina: securitización total de la cuestión social, militarización de la pobreza, criminalización de la negritud y de la pobreza, intervención extranjera naturalizada como cooperación, suspensión indefinida de derechos bajo justificación emergencial. El Comando Vermelho es el nombre local de una amenaza global construida discursivamente para habilitar dispositivos de control que exceden largamente el combate al narcotráfico. Entender esto no es justificar la violencia criminal sino desarmar la operación ideológica que la utiliza para fines que nada tienen que ver con seguridad pública. La pregunta no es cómo derrotar al Comando Vermelho sino cómo desmantelar el dispositivo de poder que lo necesita existiendo, cómo construir seguridad sin militarización, cómo garantizar derechos en territorios históricamente abandonados por el Estado social y ocupados únicamente por su brazo represivo. Mientras esas preguntas no se formulen, mientras la guerra contra las drogas funcione como máquina de producir muertos pobres y legitimación autoritaria, Río seguirá ardiendo con la regularidad de un metrónomo, cada operativo será espectáculo mediático que naturaliza el genocidio, cada cadáver en la favela confirmará la profecía autocumplida del narconemigo que justifica su propia reproducción. El Comando Vermelho no es el problema sino el síntoma, no la enfermedad sino la cicatriz que señala hacia la herida colonial nunca cerrada, nunca curada, supurante todavía en las laderas cariocas donde el Brasil del futuro se encuentra con el Brasil que nunca dejó de ser.

Dr. Fernando Esteche* . Dirigente político, profesor universitario y director general de PIA Global

Oscar Rotundo*. Analista político internacional. Editor de PIA Global. Columnista del programa radial Punto de Partida en Radio Grafica de Argentina y Gira Mundial

Foto de portada: PABLO PORCIUNCULA / AFP

Acerca del autor

Fernando Esteche

Doctor en Comunicación Social (UNLP)
Profesor titular de Relaciones Internaciones (FPyCS - UNLP)
Profesor de Historia Contemporánea de America Latina (FPyCS - UNLP)

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