A partir de este golpe de Estado, se comenzaron a tejer varias hipótesis al respecto, dentro de las mismas vamos a señalar la posibilidad concreta de un golpe y toma de poder de militares que ven en el gobierno de Ptrice Talon un enemigo de la patria. Otra posibilidad es la de un autogolpe craneado por el presidente y otra posibilidad, también concreta dado el permanente debilitamiento de la Françafriqué, es la de un plan (golpista) que le permita a Francia y a la CEDEAO, ambos rápidos de reflejos, de levantar un poco la imagen desteñida del último tiempo. Para ello utilizaron la herramienta que no pudieron usar hace dos años en Níger, la intervención militar de Nigeria y por supuesto el apoyo logístico de París.
Debemos señalar que Benín suele aparecer en los mapas mediáticos como un país tranquilo, casi aburrido para el periodismo internacional, un punto pequeño en el mapa que raramente logra colarse en los titulares de los grandes diarios del mundo, incluso cuando la justicia obligó a Francia a devolver las piezas de arte robadas durante la colonización y que actualmente siguen adornando los museos parisinos. Incluso Benin es ese tipo de lugar que las potencias occidentales muestran como “éxito democrático”, como ejemplo de que el modelo liberal puede funcionar incluso en los márgenes olvidados del sistema. Pero basta rascar un poco la superficie para que la imagen de estabilidad empiece a resquebrajarse y aparezca lo que siempre estuvo allí: un Estado atravesado por tensiones históricas, heridas coloniales, desigualdades profundas y un aparato político cada vez más concentrado.
Por eso, cuando en estos días estalló la noticia del golpe fallido, el verdadero interrogante no era el golpe en sí —pequeño, extraño, casi caricaturesco— sino aquello que lo hizo posible. No se trataba de los disparos aislados ni de los rumores que circularon en redes, sino de las fuerzas subterráneas que venían acumulándose desde hace años sin que la prensa internacional, tan ansiosa por celebrar “milagros africanos”, quisiera notar. El intento golpista es apenas el síntoma que asoma a la superficie de un proceso mucho más profundo: la erosión lenta del tejido democrático, la concentración de poder en manos del presidente Patrice Talon, la asfixia de la oposición y la consolidación de una élite económica afín al viejo engranaje de la Françafrique. Pero también subyacía la idea del autogolpe para poder sostener el andamiaje del poder de Talon y sus socios europeos.
Ese deterioro institucional convive con un país en plena transformación social. La población joven —que ya representa más del 60%— mira el futuro con una mezcla de frustración y rebeldía. Sabe que la riqueza del país se concentra en pocas manos, que el crecimiento económico no significa bienestar colectivo y que, en muchos casos, París sigue teniendo la última palabra en temas estratégicos: seguridad, comercio, puertos, contratos energéticos. Esa juventud —movilizada, conectada, impaciente— empieza a rechazar con fuerza el relato de “estabilidad” que el gobierno y sus aliados exteriores intentan vender al mundo.
A esa mezcla combustible se le suma un elemento histórico que nunca terminó de resolverse: el papel de Francia en la construcción del Estado beninés. Desde la independencia en 1960, los vínculos políticos, económicos y militares con la metrópoli nunca fueron realmente cortados. Benín se integró en la arquitectura francófona como un territorio funcional a los intereses comerciales y estratégicos de París.
Por eso el golpe fallido de estos días no se puede leer como un episodio aislado ni como un intento desprolijo de un grupo de militares menores. Es la manifestación visible de una disputa más amplia: quién controla el Estado beninés, qué proyecto de país prevalece y, sobre todo, quién se beneficia del orden político vigente. En esa disputa se cruzan actores internos —élites económicas, movimientos juveniles, opositores exiliados, estructuras militares divididas— con intereses externos que van desde la CEDEAO hasta París, pasando por empresas energéticas y redes financieras que ven a Benín como una pieza imprescindible del tablero regional.

Entre la dependencia histórica y el intento permanente de “doblar” a Talon
Francia nunca soltó la mano de Benín, ni siquiera cuando la independencia de 1960 abrió la puerta a una supuesta soberanía política. A diferencia de otros países del Sahel donde los golpes de Estado se convirtieron en el método predilecto de control, en Benín, París cultivó una alianza más sofisticada, menos ruidosa, pero no por eso menos profunda. Se trata de una relación tejida en varias capas —económica, militar, cultural y simbólica— que se fue renovando a lo largo de seis décadas con una constancia casi ritual, como si hubiera un pacto implícito que no pudiera romperse sin incendiar a toda la región.
Ese pacto se sostiene sobre varias realidades estructurales. La primera es económica: más del 25% de las exportaciones beninesas dependen del comercio de algodón, una cadena dominada históricamente por empresas francesas y por conglomerados extranjeros que controlan la logística, el procesamiento y las redes de exportación. Benín produce, pero las ganancias se realizan mayoritariamente fuera del país. El Banco Mundial estimó en 2023 que solo un 8% del valor agregado del algodón queda en manos de pequeños productores, mientras que el resto se reparte entre intermediarios, compañías de transporte y firmas internacionales que operan desde puertos o zonas francas marítimas de fuerte impronta francófona.
Luego está el puerto de Cotonú, el corazón económico del país. Más del 90% del comercio exterior ingresa o sale por ese enclave, que funciona como puerta de acceso no solo para Benín sino para Níger, Burkina Faso y, en menor medida, el norte de Nigeria. Las mejoras portuarias, su digitalización, su modernización y parte de su administración han estado en manos de empresas europeas vinculadas a redes históricas de la Françafrique. Controlar ese puerto no significa solo controlar el comercio de Benín: significa controlar uno de los pulmones logísticos del continente occidental y, sobre todo, evitar que actores como China, Turquía o Rusia ganen terreno en una zona donde París ve su última línea defensiva.
En ese contexto, cualquier crisis interna —real o fabricada— se vuelve una oportunidad para reforzar lealtades, cerrar acuerdos, blindar privilegios y presionar a Talon para que vuelva al cauce tradicional de la Françafrique. París no necesita tanques para intervenir: le basta con su capacidad diplomática, su influencia económica y su poder cultural para definir qué es democracia, qué es estabilidad y quién merece ser salvado.
Por eso Francia reaccionó con tanta velocidad ante el golpe: porque en el fondo no defendía a Talon, sino su propio poder en una región donde ya solo controla fragmentos del tablero. Y porque el mensaje tenía que ser claro para los demás países costeros: si caen los aliados, Francia ya no tendría margen para frenar la ola soberanista que arrasa desde Bamako hasta Niamey.

La tensión silenciosa: un aliado útil pero no completamente sometido
Patrice Talon no es un enemigo de Francia, pero tampoco es el títere dócil que París preferiría. Su proyecto tecnocrático y empresarial se acopla bien con las aspiraciones europeas en África Occidental: estabilidad institucional, previsibilidad para los inversores, apertura a los mercados, disciplina fiscal. Sin embargo, Talon también cultivó una imagen de independencia que incomodó a ciertos sectores franceses, especialmente cuando ordenó repatriar piezas artísticas saqueadas durante la colonización o cuando habló de la necesidad de “revisar” ciertos acuerdos económicos.
Esa autonomía de baja intensidad no lo convierte en antiimperialista, pero sí altera la foto perfecta que Francia quisiera proyectar: un Benín modélico, democrático, ordenado, alineado. Y en ese contexto, cualquier signo de inestabilidad —real o inventado— se vuelve políticamente valioso para ambas partes: el gobierno puede victimizarse; París puede presentarse como garante del orden.
Si hay alguien que ha denunciado hasta el cansancio el rol de la Françafrique en Benín, ese es Kémi Séba, líder de Urgences Panafricanistes y figura central de la corriente soberanista africana. Para Séba, la relación entre Talon y Francia es el ejemplo perfecto de un colonialismo de nueva generación: silencioso, económico, formalmente democrático pero estructuralmente dependiente.
En una de sus intervenciones más reproducidas sobre Benín, Séba dijo: “La Françafrique no muere porque nadie la mata. Sobrevive porque nuestros gobiernos siguen administrando la miseria en nombre de París. Benín no será libre mientras su economía y su política sigan negociándose en francés.”
Para él, el golpe fallido —y la respuesta casi coreográfica del gobierno francés— confirma la evidencia: Francia no defiende a Talon porque crea en su proyecto, sino porque necesita un bastión simbólico para demostrar que su influencia aún tiene fuerza en la región. En palabras de Séba, el Estado beninés “ha sido convertido en una vitrina de obediencia para esconder el derrumbe francés en el Sahel”
Incluso desde fuera de Benín, voces como la del intelectual congoleño Fortifi Lushima, uno de los referentes del pensamiento soberanista africano, advierte que lo que ocurre en Benín no es un caso aislado: es parte del reacomodo violento de una estructura imperial que se resiste a morir. Lushima sostiene: “Cuando la Françafrique siente que pierde terreno, activa dos mecanismos: victimiza a sus aliados y criminaliza a sus opositores. Lo que vemos en Benín es el viejo manual: se inventa una amenaza, se invoca el peligro para la estabilidad y se justifica la intervención indirecta.”
Según él, la reacción inmediata de París confirma que Benín es menos un Estado soberano que una pieza de un rompecabezas geoestratégico, imprescindible para que Francia siga teniendo acceso al Atlántico y mantenga su influencia en las rutas comerciales del Golfo de Guinea.
Que Francia reaccionara en minutos al intento de golpe no es un detalle administrativo: es un síntoma político. Es el gesto de una potencia en retirada que teme que el fuego soberanista del Sahel llegue al litoral atlántico. Es la señal de una metrópoli que se quedó sin margen para perder aliados, pero también sin legitimidad para sostenerlos.
La frontera norte como laboratorio político
El sur de Benín —más poblado, más conectado, más volcado a la economía de servicios y a la vida urbana— parece vivir en otro país. En cambio, el norte, fronterizo con Burkina Faso y Níger, es hoy un territorio donde las fuerzas armadas patrullan, donde el Estado intenta “mostrar presencia”, y donde la población convive con cuerpos uniformados, puntos de control, requisas, y la sensación permanente de que una chispa puede desatar la violencia.
El gobierno ha multiplicado el presupuesto destinado a seguridad en casi un 40 % desde 2019. Ha aumentado reclutamientos, adquirido vehículos blindados ligeros, pactado acuerdos bilaterales con Francia primero y con la Unión Europea después, y más recientemente con Estados Unidos bajo el paraguas de “lucha contra el extremismo violento”. Toda esta arquitectura, si se observa con distancia, coincide con la fase final de la Françafrique: menos visibilidad militar directa francesa, pero más presencia financiera y técnica a través de programas europeos y norteamericanos.
Aquí es donde la crítica panafricanista aparece nítida.
El golpe fallido en Benín no solo obligó a mirar hacia dentro del país, sino también a escuchar con atención el murmullo creciente que atraviesa África occidental. Es un murmullo que ya no se parece al cansancio ni al susurro resignado de generaciones anteriores: es un grito abierto, áspero, colectivo, un grito que viene de Cotonú, de Uagadugú, de Bamako, de Niamey, de los mercados y las universidades, de las veredas donde la política se discute sin micrófonos.
Ese grito tiene nombres y rostros. El primero, inevitable, es el de Kémi Séba, que desde hace más de una década viene desarmando —a veces con palabras como cuchillos, a veces con gestos performáticos que incomodan a todos— las lógicas de la Françafrique. Frente al intento de golpe en Benín, su apoyo público fue inmediato, casi instintivo, nacido de la convicción de que cualquier grieta en el régimen de Talon significaría una grieta en el neocolonialismo. “Lo que está en juego no es un simple cambio de gobierno —dijo en su video—, sino la dignidad de un pueblo que ya no quiere vivir arrodillado”.
Ahí aparece también la voz de Fortifi Lushima, para él, Benín es apenas un síntoma de algo mucho más profundo. “El continente entero está entrando en su segunda ola de descolonización —escribió días después del golpe fallido—. La primera liberó las banderas; esta debe liberar la economía. La Françafrique cae porque cayó su mentira”.
Fortifi sostiene que golpes, contragolpes, autogolpes y rebeliones se multiplican no porque África sea inestable, sino porque las estructuras heredadas del colonialismo están colapsando. Donde antes una élite administraba la dependencia sin demasiada resistencia social, ahora emergen pueblos organizados, juventudes informadas, diásporas activas que ya no aceptan la tutela metropolitana disfrazada de cooperación.
Y es justamente esa idea la que vuelve tan inquietante todo lo que ocurre en Benín: la posibilidad de que el golpe —real o fabricado— no sea otra cosa que un capítulo más en la disputa entre un bloque minoritario que defiende la vieja lógica de la metrópoli y un bloque social creciente que sueña con un futuro africano sin tutores.
En esa encrucijada, mientras Talon se apresura a reafirmar su autoridad y Francia repite su libreto de condenas, las calles de Cotonú cuentan otra historia. Una historia donde los jóvenes debaten sobre soberanía monetaria, sobre la identidad africana, sobre el precio de la dependencia; donde la palabra “independencia” deja de ser un recuerdo de los años 60 para volverse una promesa pendiente.
Quizás por eso el golpe fallido generó tanto ruido: no porque hubiese puesto en riesgo inmediato al gobierno, sino porque reveló algo más profundo, más inquietante para las élites, más esperanzador para las mayorías. Reveló que la época está cambiando, que las lealtades coloniales ya no garantizan estabilidad, que la Françafrique perdió el monopolio del sentido y que el continente está entrando en una fase donde la “estabilidad” ya no significa obediencia, sino soberanía.
La historia reciente de Benín deja una sensación amarga, como si el país hubiera sido arrojado a un juego que ya no controla, donde el lenguaje de la estabilidad sirve para organizar silenciosamente un orden que se sostiene más en intereses externos que en la voluntad popular. El golpe fallido —real, inventado o sobredimensionado— expuso la fragilidad de un Estado que hace años funciona como vitrina de la Françafrique, mostrando una modernidad de cartón mientras oculta las grietas que la atraviesan: desigualdad persistente, concentración económica, democracia reducida a trámite y una juventud que ya no quiere repetir el guion de sus padres.
Si algo deja este episodio, es la certeza de que el continente está entrando en una nueva etapa: menos obediente, más consciente de sus heridas y, sobre todo, más dispuesto a cuestionar el orden heredado. El Benín que surge después del golpe fallido no es el mismo que existía antes; es un país que deberá elegir entre seguir administrando una estabilidad impuesta desde afuera o sumarse a esa ola que en el Sahel ya hizo su juramento: reconstruir el presente sin pedir permiso.
Esa decisión —como todo en África hoy— no la tomarán las cancillerías europeas ni los organismos regionales fatigados. La tomará el pueblo beninés, cuando descubra que la pregunta no es si hubo golpe, sino qué hacer con la estructura que lo hizo posible.
Benín se vuelve así un espejo. Un espejo donde se reflejan las tensiones de toda África occidental: la disputa entre continuidad y ruptura, entre tutela extranjera y autodeterminación, entre los que temen perder privilegios y los que ya no aceptan vivir sin futuro.
El golpe fallido fue apenas el ruido.
Lo que viene después —la reacción del pueblo, la reorganización de las fuerzas internas, el pulso entre París y Cotonú, la voz creciente del panafricanismo— es la verdadera historia.
Y esa historia recién empieza a escribirse.
*Beto Cremonte, Docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación Social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.

