Nuestra América

América Latina y los límites del fascismo

Por Raúl Llarul*. Especial para PIA Global. Si no soy yo, entonces ¿Quién? Si no es ahora, entonces ¿Cuándo?

El 1 de septiembre de 2022 no debería pasar desapercibido en la historia de Nuestra América. No debería ser arrinconado a los archivos del anecdotario periodístico o policial, ni siquiera a la transmisión oral popular que, a lo largo del tiempo, agregue y quite detalles a un hecho que, sin haberse consumado en su brutal magnitud, despide por los poros un cierto aroma a tragedia histórica, como si se tratara del anticipo de lo que puede venir pero que, sin embargo, aún se puede evitar.

El atentado frustrado contra la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, ha tenido sin duda un profundo efecto en la sociedad argentina, en la política argentina, en el pueblo y gobierno argentinos, pero no puede ni debe soslayarse el impacto y las repercusiones del hecho en el resto del continente.

El fascismo, en sus formas diversas y novedosas está entre nosotros, no solo en el extremo sur del continente, sino a lo largo y ancho de la Patria Grande. Acecha, se mimetiza, crece en nuestras sociedades, se alimenta del odio y las frustraciones de pueblos cansados de mentiras y promesas incumplidas; infecta lo que toca, como una gangrena o un cáncer, se fortalece generando miedo, explotando la impaciencia de sociedades ávidas de cumplir sueños postergados.

Históricamente, cuando las clases dominantes han perdido o visto debilitada su dominación hegemónica hasta el punto de hacerles temer por su continuidad, es decir, ante el peligro de situaciones que pueden escalar a revolucionarias al calor de las luchas y demandas organizadas de los pueblos, han recurrido a las fuerzas de ultraderecha para intentar retomar posiciones. Lo mismo ha sucedido cuando esas clases dominantes se muestran incapaces de superar las crisis del sistema y en particular la creciente desconfianza de las masas hacia el sistema democrático burgués, orientándose en estos casos, en primera instancia, hacia rumbos crecientemente autoritarios.

El odio que promueve el fascismo

Tiempos políticos que se acortan

La crisis del sistema de partidos es algo que se viene mencionando desde el inicio del siglo como expresión del desencanto de los pueblos con sus gobernantes. La respuesta inicial de los pueblos ha sido otorgar su confianza a fuerzas de origen popular, ancladas a concepciones reformistas, que postulaban cambios tranquilos, y narrativas que propugnaban la inclusión de grandes mayorías, tradicionalmente olvidadas por las políticas neoliberales.

El llamado primer ciclo progresista definió claramente una etapa de auge y ascenso de esas fuerzas que, para decepción de aquellas mayorías que les confiaron los gobiernos, fueron crecientemente absorbidas por el sistema, transformándose, con muy rara excepciones, en garantes de la continuidad del mismo y de sus injustas relaciones sociales.

Sin embargo, las burguesías y oligarquías asociadas al imperialismo norteamericano jamás confiaron del todo en aquellas fuerzas, que rápidamente quedaron huérfanas del apoyo de masas al no haber cumplido con las expectativas populares, o bien fueron desplazadas por partidos y movimientos radicalmente neoliberales, que pretendieron retomar en sus manos el poder del Estado perdido transitoriamente.

Las fuerzas de la derecha regresaron con engaños y falsas promesas, como es su costumbre, apelando a sentimientos y necesidades expresados desde siempre por las mayorías populares. Recurrieron además al autoritarismo, a la persecución política, a la demonización y escarnio de todo lo referido a la izquierda. La nueva bandera de su contraataque fue la lucha contra la corrupción; lo hicieron a través de sus cómplices en los sistemas judiciales.

Esas fuerzas reaccionarias, sin embargo, a pesar de su dureza autoritaria y represiva, encontraron rápidamente respuestas en las mismas masas a las que engañaron, las cuales, con nuevas formas de lucha desde las calles y la resistencia, junto a la aparición de nuevos sujetos sociales con reivindicaciones propias, acortaron dramáticamente los tiempos políticos, sumiendo en crisis recurrentes a esa derecha. Así los casos del macrismo en Argentina, o el efímero golpe neofascista en Bolivia, por citar dos ejemplos.

La nueva oleada de ofensivas populares fue desplazando fuerzas de derecha en el gobierno a base de puebladas, insurrecciones, levantamientos y resistencias, que pusieron en jaque al derechista gobierno de Lasso en Ecuador, hacen hoy tambalear las posibilidades de Bolsonaro en Brasil, derrotaron las opciones de la retrograda derecha chilena, en su momento derrotaron el proyecto Fujimorista en Perú y, como punto álgido de esta nueva realidad, removieron con su fuerza electoral movilizada al último dinosaurio de Nuestra América, la oligarquía narco-cafetalera-paramilitar; la más fiel aliada de Washington en el continente.

Es ante estas realidades que los sectores neofascistas se presentan como último freno ante ofensivas de masas que -bien lo saben las clases dominantes-, no se quedarán ya simplemente confiando en los tímidos administradores progresistas que han logrado instalar en los gobiernos sino que, a partir de las experiencias previas, se preparan para nuevos saltos de calidad en la lucha anti-sistémica; saltos que incluyen la defensa de los programas de gobierno con que las fuerzas progresistas llegaron a los Ejecutivos. La historia ya ha demostrado que solo así, con los pueblos en movilización permanente se podrá lograr mayores niveles de cumplimiento y compromiso de políticas en favor de las grandes mayorías olvidadas.

Al peligro que las fuerzas populares empiecen por fin a ejercer su rol contralor y garante desde las calles y desde la organización social y popular, pretende poner freno el neofascismo en el continente; su expresión de fuerza es en realidad señal de debilidad.

Superar vacilaciones, no olvidar la historia

Pero no deben escapar a nuestro análisis otros elementos consustanciales a las actuales correlaciones en la lucha de clases a nivel del continente. Como lo vimos en el llamado primer ciclo progresista, la derecha se radicalizó en ofensivas y hostilidades, que buscaron impedir el cumplimiento de las políticas gubernamentales, utilizando los poderes económicos que siempre le han pertenecido, pero también aquellos poderes que aún controlaban, como fueron en muchos casos los sistemas judiciales, los fuerzas policiales o militares, gobiernos locales, y los omnipresentes medios de comunicación a su servicio.

En ese primer ciclo, ante aquella ofensiva de la derecha neofascista, la izquierda reformista desde los gobiernos, lejos de buscar la radicalización de sus programas y acciones, de volcar su confianza en las masas, para desde allí defender sus asediados puestos, prefirieron en casi todos los casos negociar y retroceder ante los poderes fácticos y ante el imperialismo. Sucedió en casi toda América. El Salvador no fue una excepción.

Una izquierda que debe construir su paradigma revolucionario

Hoy, ante el atentado a CFK, todos miran y apuntan hacia la derecha (culpable e instigadora sin ninguna duda del atentado) pero pocos, muy pocos, miran hacia nuestros propios gobiernos, que han venido adoptando actitudes pusilánimes, vacilantes y timoratas; la creciente ola de concesiones del gobierno de Alberto Fernández al FMI, a las grandes corporaciones nacionales y multinacionales, los niveles de tolerancia inusitada (cercanos en más de un caso a expresiones de cobardía política) ante previas actitudes agresivas, violentas e ilegales de esa derecha irracional y fascistoide, como las de las autoridades de la Ciudad de Buenos Aires y sus policías, expertos en ejercer métodos propios del terrorismo de Estado, son evidencias de la forma en que fueron cediendo ante cada prueba de fuego que las fuerzas oligárquicas aliadas al imperialismo han venido poniéndole a un gobierno que se decía popular.

Lo mismo sucede en Chile, donde desde las puebladas y alzamientos que empujaron a unos partidos políticos anquilosados a sumarse al carro de la lucha constitucional, para desterrar por siempre la memoria de Pinochet de la historia chilena -ante el peligro real de desaparecer ellos mismos como institutos políticos si no lo hacían-, vemos hoy un plebiscito que durante su campaña entre el Apruebo y el Rechazo, presenció un gobierno “progresista” tibio hasta lo inaudito, incapaz de poner al servicio de la oportunidad del cambio más radical que se haya presentado al pueblo chileno como opción de Carta Magna, de reglas básicas de la convivencia en una democracia con fuerte contenido popular, toda la fuerza del Estado que le fuese posible, para impulsar ese proyecto. Pero, además, también las fuerzas progresistas y de izquierda “olvidaron” a la gente, a esa misma gente que los había empujado a adoptar actitudes, por fin, dignas. Tarde, demasiado tarde, aquellas fuerzas convocaron a la movilización, a la acción, a la lucha, a la defensa del proyecto.

En Chile, a la luz de los resultados, podemos afirmar que ganó el dinero de la oligarquía y los grandes medios de comunicación de la burguesía; una vigorosa campaña del miedo, jamás equilibrada por las campañas educativas y comunicacionales a favor del Apruebo. Sin eso y sin movilización poco se puede hacer; además, la burguesía se dio el lujo de amenazar en spots pagados por ellos mismos a quienes votaran por el Apruebo, y aún no conocemos demandas o acción legal alguna del Estado contra ese tipo de energúmenos.

En todo caso, y más allá de este resultado, que representa un retroceso en la esperanza de los pueblos por cambios desde dentro de los sistemas establecidos, no podemos dejar de expresar la sensación de que en no pocos votantes chilenos haya estado presente aquella imagen de una pistola en la cabeza de una vicepresidenta, de una lideresa popular, la imagen de la impunidad, tan conocida en Nuestra América, no resultaría extraña en los corazones y las mentes chilenas.

Sin duda, el pueblo de Chile y las fuerzas de izquierda se enfrentan ahora a un proceso autocrítico y reflexivo como al que se abocó en su momento la izquierda salvadoreña, ante la magnitud de la derrota política y electoral, que aún siguen siendo materia de reflexión para su superación por las y los revolucionarios salvadoreños. En el caso chileno, lo harán a la par que deben trabajar en una nueva propuesta constitucional que pueda por fin superar el pinochetismo pero que, en todo caso, nacerá condicionada por este primer texto derrotado. Al mismo tiempo, el resultado, además de dejar una derecha que se sentirá fortalecida, planteará la imagen de un gobierno sensiblemente debilitado y condicionado por el resultado de esta derrota.

Es la hora de luchar en todos los frentes

La ofensiva de la extrema derecha, del neofascismo que se posiciona, como ya se posicionó en Europa, para avanzar electoralmente en los próximos meses y años, ya ha estado dando muestras de sus intenciones al ganar, en el caso de Chile, la primera vuelta electoral y poner en la disyuntiva al pueblo chileno, entre la opción socialdemócrata de Boric y el fascismo declarado de Kast. El miedo del pueblo al fascismo derrotó a Kast, pero no parece una política adecuada dejar siempre libradas al factor miedo las decisiones de los pueblos.

Algo similar parece impulsarse en Argentina desde sus cuadros de ultraderecha. El salto a acciones terroristas no buscaba solo una víctima mortal, sino la multiplicación de esas víctimas por el miedo, en grandes porciones de sectores populares. La respuesta fue la movilización masiva y el rechazo, así como se rechazó mundialmente el hecho. El desafío es continuar esa movilización de manera permanente y proactiva para empujar, por fin, al gobierno de Fernández a honrar su condición reclamada de gobierno popular.

En El Salvador, el fascismo se instaló con menos niveles de violencia o de amenazas directas que los descritos, pero no se instaló pacíficamente. Se instaló con el apoyo de las pandillas que hoy combate, con la militarización del territorio y las instituciones, con la toma por asalto de la Asamblea Legislativa, con la persecución y el Lawfare, incluyendo la persecución a jueces que no se subordinaban al Ejecutivo, con la eliminación de cualquier acceso a la información pública, la persecución a medios o trabajadores de prensa que no se sometían al régimen. Pero se instaló por, sobre todo, al viejo y clásico estilo del fascismo tradicional, con el uso extraordinario de nuevas tecnologías y métodos de comunicación y propaganda, la manipulación de masas, la mentira, el fomento del odio y, con todo ello, la construcción del apoyo popular del que aún goza, aunque disminuya.

Sin duda, las formas de lucha y resistencia en uno u otro lugar, en cualquier parte del continente, se centra en fortalecer las fuerzas populares, en particular con la clara actitud combativa de una izquierda revolucionaria que sume en esfuerzos unitarios, y de gobiernos que deben buscar en el apoyo del pueblo su defensa, como contraparte al cumplimiento escrupuloso de los compromisos con ese pueblo que los llevó al gobierno. El caso de Colombia se presenta al centro de esa observación continental.

Las señales que el fascismo nos envía no son nuevas. Son las mismas que envió cuando preparaba el Plan Cóndor en los años 70 del siglo pasado, son las mismas que pretendieron derrocar a Chávez (y que lo lograron por poco tiempo); son las mismas que a través de un golpe policial secuestraron durante horas al presidente Correa en Ecuador, son las mismas fuerzas que en Bolivia asesinaron a mansalva todo aquello que recordara a “lo indio”; son, en fin, las fuerzas de la reacción más salvaje y violenta.

Sepámoslo, porque es a esas fuerzas a las que debemos prepararnos a combatir, no con diálogos y concesiones, ciertamente, sino con la fuerza de la organización popular y la lucha desde las calles, desde las redes, y desde cada tribuna que se ponga al alcance del pueblo.

Notas:  

*Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN.

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