Colaboraciones

América Latina a cien años de la Revolución Bolchevique

Entrevista a Valter Pomar. Por a Escuela de Cuadros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de El Salvador.

El tipo de socialismo que se desarrolló en la Unión Soviética, tal como la historia lo demostró, no tenía la capacidad de concluir el tránsito a la sociedad comunista, primero, porque eso no puede hacerse en un solo país y, segundo, porque la estatización económica casi total y la severa limitación de la democracia, impiden la necesaria socialización del proceso de producción y del poder político, sin la cual no puede hablarse de sociedad comunista.

Del mismo modo en que debemos valorar las experiencias y los resultados positivos del socialismo soviético, también debemos tener claro que este tipo de socialismo tiene muchas limitaciones, que no es un “modelo” perfecto, que no es una experiencia que se deba copiar, y que quien la copie no tendrá un final glorioso.

ECFM: A 100 años del triunfo de la Revolución Bolchevique, ¿cuáles son, en este momento, los límites de los procesos de transformación social?

VP: Es una pregunta que requiere una respuesta muy amplia y profunda. Primero diré lo que pienso sobre la Revolución Rusa, después hablaré de su trayectoria y su legado y, por último, diré mi opinión sobre la perspectiva que tiene hoy el proyecto socialista que aquella revolución inspiró.

La Revolución Rusa fue muy compleja porque era, al mismo tiempo, una revolución campesina contra la explotación feudal, una revolución proletaria contra la burguesía, una revolución popular contra los efectos de la Primera Guerra Mundial, una revolución nacional contra la opresión del Estado zarista a las nacionalidades del imperio ruso, y una revolución burguesa contra el dominio feudal. Como revolución burguesa fue muy limitada, primero, porque la burguesía rusa tenía una mirada corta y estrecha, y segundo, porque estaba muy presionada por la fuerza del proletariado y la amenaza del campesinado. Por eso, la burguesía rusa quería una revolución a medias, no quería hacer una revolución como la Revolución Francesa de 1789.

La revolución en Rusia no fue un fenómeno inesperado. Desde la mitad del siglo XVIII se hablaba de que era necesaria una revolución. Desde entonces existía la tensión y la expectativa de que se produjera. Tampoco resultó sorpresivo que ocurriera a causa de la Primera Guerra Mundial, desarrollada entre 1914 y 1918. A ella le precedió la guerra de 1904 entre Rusia y Japón, detonante de la fracasada Revolución Rusa de 1904-1905. Antecedente aún más distante fue la Guerra de Crimea, de 1853 a 1856, relacionada con la emancipación de los siervos. El impacto de las guerras en la estructura social de los países involucrados era muy fuerte, en especial sobre los económicamente más frágiles, de manera que estaba pronosticado que la Guerra Mundial tendría un impacto muy fuerte sobre la sociedad rusa y que podría hacer estallar la revolución.

El propio Lenin en un texto clásico, El imperialismo: fase superior del capitalismo, habla de que la guerra causaría algún tipo de ruptura en las cadenas del imperialismo, y que el eslabón más débil de esa cadena era, precisamente, Rusia. Por todo ello, no sorprende que estallara una revolución en Rusia, ni que ocurriera en ese momento. Lo que sí constituyó una sorpresa para muchos fue la velocidad con que la revolución burguesa desembocó en una revolución socialista. Esto tiene que ver, por una parte, con la actitud de la clase dominante rusa, que no quiso hacer ninguna de las reformas que se tenían como expectativas de la revolución, es decir, que el Gobierno Provisional resultante de la revolución burguesa ni siquiera quiso hacer cambios mínimos: no interrumpió la participación de Rusia en la Guerra Mundial, no aceleró la reforma agraria, no convocó una Asamblea Constituyente. En síntesis, nada hizo de lo que era el propósito histórico de la revolución y, con esa inacción, dejó el cumplimiento de ese propósito histórico en las manos más radicales del movimiento obrero y de las organizaciones socialistas, en especial, en las manos de los bolcheviques.

Con otras palabras, uno de los motivos por los cuales la revolución burguesa rápidamente se convirtió en revolución socialista, es que la revolución burguesa no fue suficientemente revolucionaria, valga la redundancia: fue una revolución a medias, muy parcial, muy poco radical. Solo los socialistas, en particular, los bolcheviques, tenían la disposición de llevarla hasta el final, y eso implicaba, no solo hacer una revolución burguesa, sino dar pasos más fuertes en dirección a otro modo de producción, a otro sistema político, a otro sistema social.

Entre los elementos que explican el rápido tránsito de la revolución burguesa a la revolución socialista resalta el hecho de que el proletariado ruso se había convertido en una fuerza muy importante, que incluso había creado una organización política destacada: el Partido Bolchevique. Aunque ese partido era pequeño en el momento en que empezó la revolución, supo orientarse políticamente, logró crecer rápido y tuvo la disposición de llevar la revolución hasta el final. El Partido Bolchevique desempeñó un papel de suma importancia en ese proceso porque tuvo que asumir la vanguardia de una transformación social que, de no haberla hecho así, tal como la hizo, se hubiera interrumpido.

La Revolución Rusa no terminó con la toma del poder por los bolcheviques y por los soviets en octubre de 1917. Se puede decir que la revolución, en lo que se refiere a la toma del poder, prosigue hasta fines de la guerra civil, en 1921, y que la revolución como proceso de cambio más profundo en las estructuras económicas y sociales de Rusia, tampoco se cerró en ese momento. De hecho, la revolución se asume, en el sentido histórico, como proceso de asalariamiento e industrialización, es decir, de sustitución del feudalismo ruso por otro sistema social. Ese proceso tuvo continuidad hasta el momento de la colectivización forzosa y la industrialización acelerada, en los años treinta. Eso significa que la estructura económico‑social que brota de la Revolución de Octubre de 1917 se consolida en la década de 1930. Tal es así, que su estructura soportó el elevadísimo costo de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, significa que la estructura feudal no soportó la Primera Guerra Mundial, pero la estructura resultante de la Revolución de Octubre, estructura que se consolida en los años treinta, sí soportó los efectos de la invasión nazi y de toda la Segunda Guerra Mundial.

El modelo económico‑social que conocemos como socialismo soviético fue exitoso durante cierto periodo. Exitoso, no en el sentido de cumplir lo planeado, es decir, no en el sentido de satisfacer las necesidades, los deseos y las expectativas de los socialistas, pero sí exitoso en lo que más interesa en la lucha de clases, que es la capacidad de imponer límites e infligir derrotas a los enemigos. Si partimos de este criterio, podemos concluir que la Revolución Rusa tuvo éxito durante cierto período. Prueba de ello es que logró derrotar a una de las principales potencias capitalistas de la primera mitad del siglo XX, como lo fue la Alemania nazi.

El socialismo soviético tuvo un éxito relativo en un segundo momento, cuando consiguió establecer cierto equilibrio en la competencia con el capitalismo estadounidense, pero, a finales de la década de 1960 e inicios de la de 1970, esa capacidad enflaqueció, se debilitó, y en las décadas de 1970 y 1980 ese “modelo” de socialismo no tuvo la capacidad de competir con el imperialismo y de ocasionarle derrotas al capitalismo. Pasó lo contrario, no solo empezó a perder la capacidad de enfrentar al imperialismo, sino que también, desde el punto de vista interno, se fue erosionando su capacidad de mantener el apoyo popular y la sustentabilidad general del “modelo”. Esta involución y decadencia desembocó, a principios de la década de 1990, en la disolución de la Unión Soviética.

A mi juicio, esa fue la ruta que siguió el socialismo soviético, es decir, nació como una revolución muy profunda, una revolución que dio origen un sistema económico, político y social que tuvo un conjunto de éxitos internos y externos, pero que, en un determinado momento, perdió la capacidad de sostener el enfrentamiento con el capitalismo, y entró en un proceso de declive hasta que se disolvió.

Ahora bien, ¿qué balance hacer del socialismo soviético? ¿Fue positivo o negativo desde el punto de vista histórico? ¿Qué legado recibimos de él?

En primer término, si consideramos sus efectos en la clase trabajadora de los países donde fue implantado, podemos concluir que el socialismo soviético proporcionó un ascenso real desde el punto de vista social, desde el punto de vista económico e, incluso, desde el punto de vista político‑democrático. Dicho de otra forma; si se compara lo que había antes en esos países con lo que pasó a haber después, hubo progreso social, económico y político. En segundo lugar, si se tiene en cuenta el efecto de este socialismo en la lucha de la clase trabajadora en otros sitios del mundo, también hay un saldo positivo. El socialismo soviético: ayudó a derrotar el nazi-fascismo; de alguna manera apoyó las luchas democráticas por la liberación nacional y las luchas socialistas en otros países; y ofreció una especie de parámetro, y un conjunto de técnicas y experiencias, de lo que se puede hacer, por ejemplo, en el ámbito de la planificación. La base de todos sus efectos positivos fue la eliminación de la propiedad privada, la existencia de la propiedad pública-estatal y la capacidad de planificación.

En resumen, en mi opinión, desde el punto de vista histórico, por una parte, durante mucho tiempo el socialismo soviético hizo una contribución a la causa de la clase trabajadora en otros países. Pero, por la otra, también ese tipo de socialismo no tenía la potencialidad necesaria para completar el tránsito de la sociedad capitalista a la sociedad comunista. Entiéndase que el socialismo no es una sociedad “de llegada”, no es un fin en sí mismo, sino un proceso de transición de una sociedad a otra, y así debemos considerarlo. El socialismo es el proceso de transición, en el curso del cual se hace el desmontaje del capitalismo y la construcción de una sociedad basada en la propiedad de social de los medios de producción, donde exista la posibilidad de abundancia, donde exista la convivencia entre los seres humanos sin un Estado y sin clases sociales. El nombre que históricamente le dimos a esta sociedad es sociedad comunista, y el socialismo es el proceso de transición del capitalismo a esa sociedad: al comunismo.

El tipo de socialismo que se desarrolló en la Unión Soviética, tal como la historia lo demostró, no tenía la capacidad de concluir el tránsito a la sociedad comunista, primero, porque eso no puede hacerse en un solo país y, segundo, porque la estatización económica casi total y la severa limitación de la democracia, impiden la necesaria socialización del proceso de producción y del poder político, sin la cual no puede hablarse de sociedad comunista.

Del mismo modo en que debemos valorar las experiencias y los resultados positivos del socialismo soviético, también debemos tener claro que este tipo de socialismo tiene muchas limitaciones, que no es un “modelo” perfecto, que no es una experiencia que se deba copiar, y que quien la copie no tendrá un final glorioso.

El socialismo soviético tenía un defecto de origen muy grave. Cuando los socialistas del siglo XIX debatían sobre la superación del capitalismo había distintas opiniones sobre cuáles serían los caminos. La tradición de Marx y Engels apuntaba a que el proceso de transición del capitalismo al comunismo empezaría, en primer lugar, en los países donde el capitalismo estuviera más desarrollado. Ese no era el caso de Rusia. Rusia era un país muy atrasado desde el punto de vista capitalista. La revolución socialista empezó allí por razones que hoy nos parecen muy obvias, pero no era así como se pensaba en aquella época. Por ser Rusia un país atrasado, la revolución política socialista estalló allí, pero el mismo atraso que facilitó el estallido de la revolución, hizo que la transición al comunismo fuese mucho más difícil, por tener como punto de partida una sociedad con tan débil desarrollo capitalista. Este era el problema fundamental: el débil punto de partida del proceso de transición del capitalismo al comunismo.

A cien años del triunfo de la Revolución de Octubre, los efectos del fin del campo socialista soviético están claros: el socialismo en la Unión Soviética no avanzó hacia una sociedad superior, es decir, hacia una sociedad que lo superara, sino que, por el contrario, desembocó en una restauración capitalista. Esto fortaleció el capitalismo en todo el mundo. Fortaleció, en particular, a los Estados Unidos, y debilitó al movimiento socialista en todo el planeta. Incluso, provocó el fenómeno ideológico de que, en los años setenta y ochenta del pasado siglo, muchos socialistas se convirtieran en adeptos al capitalismo y muy críticos del socialismo, muy críticos de marxismo, es decir, provocó un debilitamiento ideológico muy fuerte, no solo un debilitamiento militar, económico y político. Este debilitamiento no solo afectó al movimiento comunista, sino que afectó también a la socialdemocracia, pues quedó comprobado que el llamado Estado de Bienestar europeo occidental no era un producto de la buena voluntad de las clases dominantes y de la fuerza de la clase trabajadora. Quedó demostrado que, cuando la Unión Soviética se desplomó, el “Estado de Bienestar” también empezó a enflaquecer, que el desplome de la URSS tuvo un efecto devastador contra el tipo de sociedad que la socialdemocracia había asumido como proyecto histórico. Esto provocó que, en las décadas del 1980 y 1990, el desarrollo de las relaciones de producción capitalistas se diera con los peores trazos de ese sistema social.

Cuando dejó de existir la Unión Soviética, hace 25 años, se produjo una expansión de las relaciones capitalistas en todo el planeta que creó una situación muy interesante: por primera vez en su historia, el capitalismo alcanzó la expansión que nunca antes tuvo. Si se observa la historia, la expansión del capitalismo siempre enfrentó la oposición de otros modos de producción: en un caso, de un modo de producción anterior a él (el feudalismo); y en el otro, de un tipo de sociedad que pretendía ser posterior a él (el socialismo soviético). En su tiempo, estos dos otros tipos de organización social mantenían un cierto control sobre vastas regiones del planeta. Hoy, por el contrario, ningún otro modo de producción obstruye o disputa la expansión de las relaciones capitalistas de producción. El capitalismo hoy es mucho más parecido a la visión que Marx presentaba de él en el Manifiesto del Partido Comunista, de lo que era en los años cincuenta del siglo pasado.

Hoy el capitalismo ejerce una hegemonía global. Es una hegemonía brutal, una hegemonía que revela todos sus problemas, todas sus contradicciones, todos sus malos efectos sobre la vida humana y sobre la naturaleza. Y, curiosamente, el mundo de hoy tiene muchos trazos de similitud con el mundo pre-Primera Guerra Mundial y pre-Revolución Rusa.

En primer término, el nivel de contradicciones inter‑capitalistas está creciendo, y fue el crecimiento de esas contradicciones el que desembocó en la Primera Guerra Mundial, escenario en el cual ocurrió la Revolución Rusa. En segundo término, los niveles de desigualdad social son equivalentes a los de aquella época. Un estudioso francés, que no es comunista, ni socialista, ni radical, Thomas Piketty, escribió un libro titulado El Capital en el siglo XXI. El libro tiene muchos defectos. No es teóricamente fuerte pero tiene muchos datos de los niveles de desigualdad. Piketty dice que los niveles de desigualdad de hoy son equivalentes a los de inicios del siglo XX, exactamente cuándo se crearon las condiciones, por una parte, para la guerra y, por otra, para la revolución.

En efecto, curiosamente, estamos en un escenario que recuerda a aquel escenario global en que se produjo la Revolución Rusa de 1917. A ello se suma otro dato reminiscente de la situación de aquella época: la capacidad de auto reformarse del capitalismo no es muy fuerte; por el contrario, está demostrado que el capitalismo actual, altamente financiarizado, altamente concentrado, altamente centralizado, altamente transnacional, tiene una decreciente capacidad de hacer cambios en sí mismo. Esto renueva la vigencia de la alternativa socialista y revolucionaria. Por una parte, un capitalismo en crisis recoloca el tema del socialismo, de la alternativa, y por la otra, un capitalismo en crisis, cuya clase dominante no se dispone a hacer cambios, renueva el tema de la revolución. Por todo ello, reitero que, al mirar el comienzo de este siglo XXI, se ve que estamos en un momento equivalente, similar, que se asemeja en algunos puntos importantes del inicio del siglo XX, que fue un período de crisis, de guerra y de revolución.

Hay otro aspecto llamativo. También hoy, como en aquella época, el movimiento socialista atraviesa por una crisis profunda. Nosotros tenemos la idea a mi juicio equivocada de que la clase trabajadora y la izquierda acumulan crecientes fuerzas hasta estar listas para la revolución, pero cuando se mira a 1917 esto no es lo que se ve. Cuando se mira a 1917 lo que se ve es otra cosa: es una izquierda europea que estaba muy fuerte y empezó a debilitarse profundamente.

El partido bolchevique no era lo normal: era una excepción y, por cierto, una excepción muy débil, extremamente débil. No era el partido más fuerte de la izquierda europea, y no era el modelo de partido socialista al que los demás trataban de seguir. El modelo era el Partido Socialdemócrata Alemán y el movimiento socialista europeo estaba inmerso en una dura pelea interna. No era solo la pelea entre la izquierda y la derecha de dicho movimiento. Era también era la pelea entre los partidos que apoyaban a las clases dominantes de sus respectivos países en la guerra de unos contra otros. Era un momento de debilitamiento, de enfrentamiento, de confusión política e ideológica. Y lo curioso fue que, exactamente en esa situación, se produjo la victoria revolucionaria que marcó toda la historia del siglo XX. Lo que quiero decir con esto es que el hecho de que la izquierda hoy sufra una brutal confusión, no significa necesariamente que esto sea un bloqueo absoluto a la posibilidad de que en esta situación ocurran nuevas revoluciones socialistas victoriosas en países importantes.

El último punto que me gustaría destacar es que la experiencia del socialismo soviético confirmó que el proceso de tránsito del capitalismo al comunismo será muy largo, muy accidentado, muy complicado. La idea que trasparece en los textos de Marx de 1848, al igual que en los de Lenin de 1917, a saber, que el proceso sería rápido, que sería corto, que en un tiempo breve se lograría hacer los cambios, al menos los cambios fundamentales, era una idea equivocada. Estoy convencido de que el proceso será muy largo, muy complejo, muy accidentado, con momentos de restauración capitalista, con retrocesos, con derrotas. Y no me espanta que sea así porque así fue el tránsito del feudalismo al capitalismo que, por demás, no fue un proceso de un tipo único: hubo distintos caminos. No fue un proceso corto en el tiempo: fue un proceso que duró, por lo menos, doscientos años. No fue un proceso lineal de avances y victorias: fue un proceso que incluyó derrotas brutales. Fue un proceso muy contradictorio. Al hablar de un proceso muy largo, no me refiero a la toma del poder en uno u otro país que, en sentido estricto, será siempre, por definición, un proceso más o menos corto en que se golpea a la clase dominante y se crea un nuevo Estado. Me refiero al proceso de construcción de una nueva sociedad en el ámbito mundial. Eso es lo que, en mi opinión, será de larga duración. Nosotros, que tenemos la ventaja de luchar por el socialismo hoy, teniendo como parámetro las experiencias que ya tienen un siglo, también tenemos la ventaja de poder aprender de los errores y de las ilusiones que ellos tuvieron.

ECFM: Ya ubicados en el momento actual, ¿por qué cree Ud. que la judicialización de la política está mostrando ser tan efectiva como arma del imperialismo y las oligarquías latinoamericanas contra los gobiernos y las fuerzas de izquierda y progresistas?

VP: Eso es algo interesante porque, si se mira a la izquierda revolucionaria y a la izquierda reformista, tanto en América Latina como en el resto del mundo, es obvio que las tradiciones de ambas partían de una crítica al papel del Estado burgués como un instrumento de preservación de los intereses de las clases dominantes, contra el cual la izquierda revolucionaria se proponía dar un golpe directo y destruirlo, mientras que la izquierda reformista abogaba por un proceso de transformación gradual. Pero, en ambos casos, el revolucionario y el reformista, se tenía claro que el Estado burgués, tal como es, constituye un obstáculo a la democracia y a la satisfacción de los intereses populares, y por tanto, es un obstáculo a una transformación más profunda, socialista, ya sea para hacer reformas en el capitalismo, como para hacer reformas o revoluciones socialistas. En ambos casos, la tradición dictaba que es necesario hacer cambios en el Estado burgués, sean radicales o no.

Había también la percepción de que el Estado, aunque se había ampliado después de la Segunda Guerra Mundial, no era solo el Estado en el sentido estricto de la palabra, sino que era un Estado más amplio, que incluía áreas de salud, de educación, de jubilación, que incluía aparatos productivos, que incluía la posibilidad de elegir diputados y diputadas, y de elegir gobernantes. Había dentro de este Estado, aunque ampliado, un núcleo duro que garantizaba la dominación. El núcleo duro estaba compuesto por la burocracia permanente, las fuerzas armadas, las fuerzas de seguridad y los órganos de justicia. Acá, en América Latina, mientras tanto, el foco principal de nuestra atención y crítica dentro de este núcleo duro, siempre fueron las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad. Nunca le dimos la misma atención, ni a la burocracia permanente, ni a los órganos de justicia.

En mi país, por ejemplo, la burocracia permanente muchas veces es vista como un “lado sano” del Estado. Es muy común que dirigentes y teóricos destacados de la izquierda brasileña hagan elogios al “papel positivo”, la “mirada de largo plazo”, la “visión de Estado” y la “visión de nación”, que tienen los burócratas permanentes del Estado. Y esos burócratas permanentes son los encargados de los impuestos, son quienes ocupan los cargos principales de los ministerios de Planificación, Hacienda, Obras, son quienes están al frente de las empresas públicas nacionales, como PETROBRAS.

Según ese discurso, supuestamente, esta burocracia permanente del Estado sería un “lado sano” que el gobierno de izquierda tenía que preservar, y que estaba llamado a jugar un papel positivo, antagónico a la mirada de corto plazo, egoísta y fenicia de las clases dominantes. Es muy común en Brasil que personas de izquierda critiquen a la burguesía por no tener una visión de largo plazo, una visión nacional, una visión de Estado, por solo pensar en su grupo inmediato, y que a esa visión “de la burguesía” le contrapongan una la postura “estadista” que esas personas le atribuyen al funcionariado de la burocracia permanente del Estado. Por otra parte, en mi país, ha habido una especie de no‑discurso, de no‑percepción del papel del aparato judicial. Por el contrario, incluso en los últimos años, prima la idea de que la justicia podría cumplir un papel positivo como instrumento moderador, como instrumento de compensación a los defectos de la estructura del Estado.

Sería muy largo de explicar pero llamo la atención sobre un hecho. En 1986, en Brasil elegimos un “Congreso Constituyente”, es decir, no era una Asamblea Nacional Constituyente, era un Congreso Federal, o sea, una legislatura normal, que asumiría el papel de hacer una nueva Constitución. Nosotros, los de izquierda, defendíamos que se eligiera una Asamblea Constituyente, pero fuimos derrotados y se creó esta situación intermedia en que un Congreso Federal elaboraría una nueva Constitución.

En 1987 y 1988 se produjo un debate muy fuerte sobre la nueva Constitución. La izquierda participó en ese debate con un proyecto de Constitución. La izquierda brasileña no puede alegar que hubo confusión: ¡había una propuesta de la izquierda! ¡Y hay que ver las posturas que la izquierda adoptó en este tema de la justicia! En Brasil, tenemos el Supremo Tribunal Federal, el Tribunal Superior Electoral, el Supremo Tribunal de Justicia, el Consejo Nacional de Justicia, y una cosa muy curiosa, el Ministerio Público, que es una especie de órgano encargado de la protección de los intereses difusos. ¡Y fue la izquierda en buena medida quien peleó por crear esos aparatos! ¡Como si ellos fueran la materialización de una especie de Estado por encima de las clases y los conflictos!

La idea que mencioné, de que el Estado es un obstáculo, que era compartida por la izquierda revolucionaria y la izquierda reformista, en el primer caso, para la revolución, y en el segundo, para la reforma, fue poco a poco sustituida por la idea de que no todo el Estado sería un obstáculo, y que, por el contrario, sería posible que el Estado ejerciera un papel mediador, moderador, y que, si bien no todo el Estado estaría por encima de los conflictos de clase, por lo menos una parte de él actuaría con cierta independencia.

La concepción del Estado, o al menos de una parte del Estado, como mediador de conflictos de clase es la que la izquierda brasileña fue asumiendo ya en los años ochenta. Pero, mi impresión es que ello no solo obedece a un problema conceptual, sino también se corresponde con la situación política de una izquierda que ha intentado, pero no ha conseguido, tomar el poder de una manera revolucionaria y, por tanto, empezó a buscar algún tipo de equilibrio, incluso en el plano teórico, entre su concepción anterior, en la cual el Estado era un obstáculo a ser destruido y superado, y la concepción tradicional liberal burguesa, según la cual el Estado es algo que está por encima del conflicto de clases. Entonces, se empezó a introducir una concepción intermedia que, en la izquierda brasileña, se materializó en una postura muy “constructiva”, en virtud de la cual la propia izquierda se propuso dotar al aparato del Estado de una estructura que tuviera la función de una especie de poder moderador.

Para “sorpresa” de la propia izquierda brasileña, cuando ella llega al gobierno no son las fuerzas armadas las que hacen el papel de intervenir en la política, como siempre ocurrió en nuestra historia, sino que es el aparato del Estado, la burocracia permanente y los órganos de justicia, los que funcionan como el núcleo duro del poder de la clase dominante, los que funcionan como especie de “recurso de última instancia” en el momento en que el recurso a la violencia armada no tiene la misma legitimidad que en el pasado, y en el que los fallos judiciales tienen total legitimidad incluso porque la propia izquierda ayudó a darles a ellos este poder “por encima de los conflictos”.

Y en nuestro caso, para dar un ejemplo, estamos muy cerca de tener al expresidente Lula condenado en un juicio de segunda instancia, con el riesgo de ser arrestado y privado de sus derechos políticos. Y las decisiones que llevaron a esto tuvieron el respaldo de la Suprema Corte Federal, la mayoría absoluta de cuyos jueces fueron propuestos por nosotros: ¡por nosotros! Es decir que no estamos frente un aparato que es una mera sobrevivencia de un régimen anterior, no. Nosotros contribuimos al diseño y a la composición de esos órganos judiciales. En mi criterio, este elemento tiene que ver con el hecho de que cuando la izquierda consigue penetrar en el Estado por la vía electoral, sobreviven tres aparatos que no están afectados por el voto:

  • El primero es el formado por los medios de comunicación de masas, que son aparatos estatales, aunque de manejo privado. Doy el ejemplo de mi país: los medios de comunicación son, de hecho, estatales porque su financiamiento principal proviene de la publicidad estatal y/o de excepciones tributarias. Sin la publicidad estatal, sin la excepción fiscal que en muchos casos les otorga el Estado, y sin la concesión del derecho de emisión de radio y televisión, esos medios privados no existirían. No son privados en el sentido pleno de la palabra. No son como una fábrica textil: son monopolios públicos concedidos a sectores privados y, por tanto, no están al alcance de la soberanía popular a través del voto
  • El segundo lo constituyen las fuerzas armadas. Las fuerzas armadas tampoco tienen su jefatura sometida a elección popular. En Brasil, por ejemplo, hay sectores muy radicales de izquierda que entretanto no quieren tocar el artículo de la Constitución, que les garantiza a las fuerzas armadas el derecho a que, si son convocados por uno de los poderes del Estado, pueden intervenir para “mantener el orden público”. Es decir, basta con que uno de los poderes del Estado lo solicite y que las fuerzas armadas lo quieran hacer, para tener un golpe institucional. Y esto así sigue. Incluso este año, en una discusión interna de la izquierda, había sectores que se negaban a proponer un cambio en este artículo porque entendían que ello colocaría a las fuerzas armadas en una postura de crítica con relación a la izquierda, sin tener en cuenta que esta no es una discusión táctica, sino una decisión de fondo sobre el derecho de este aparato de Estado de ejercer un poder moderador
  • Y el tercero es el Poder Judicial, que no está sometido a control social alguno, y que es en cierta medida el que tiene más vínculo con las capas altas de la clase dominante. Si se hace una genealogía de quienes integran las cortes judiciales del país, se encuentra a los hijos de la clase dominante, a los parientes de la clase dominante, a mujeres y hombres de la clase dominante. El mecanismo de acceso a esas cortes es meritocrático, es un mecanismo auto‑elegido por una corporación que, ella misma, selecciona a sus miembros, ella misma controla su composición, y ella misma fiscaliza su conducta. Por tanto, es el núcleo duro en el sentido más pleno de la palabra. Y lo peor es que es un núcleo duro que tiene una legitimidad social muy fuerte, porque es la “justicia”… Y la propia izquierda, insisto, en el caso de Brasil, contribuyó a eso. Se puede hacer la radiografía y localizar las huellas de la izquierda en la actual estructura del aparato judicial, y es por eso –creo yo– que ellos son juegan un papel tan fuerte. Con respecto a esa idea que manejamos en Brasil, de que lo ocurrido contra Dilma fue un golpe militar‑mediático, cabría decir que, de hecho, fue un golpe parlamentario, mediático y judicial: parlamentario porque tuvo el voto del parlamento, mediático porque tuvo una preparación de la opinión pública a través de los medios de comunicación, y judicial porque la izquierda aceptó que la última palabra la digan los jueces.

¡Es increíble! Si un general dice en Brasil: “Este Estado es un error; voy a hacer una intervención”, no tiene legitimidad social. Pero, si un juez dice: “Esto es errado; yo ordeno que se haga distinto”, eso sí se acepta. Es una cosa increíble porque demuestra la fuerza social, la legitimidad social, que la justicia tiene, y la propia izquierda, insisto, reforzó esta conducta. Es muy común, por ejemplo, en los procesos judiciales contra dirigentes o funcionarios del PT, que él acusado o la acusada diga: “Yo confío en la justicia”. El proceso judicial está viciado. La compañera o el compañero sometido a juicio ya está casi condenado y, pese a ello, dicen: “Yo confío en la justicia”. Esto es lo equivalente a: “Yo confío en Dios”. No tiene otra interpretación.

En la izquierda brasileña, aún hoy, se mantiene muy fuerte la idea que la justicia no tiene carácter de clase, y este constituye el punto de fondo: la idea de que la justicia es distinta a los militares porque los militares no tienen espíritu democrático; que es distinta a los medios de comunicación porque los medios de comunicación son propiedad privada; que es distinta porque la justicia “está por encima del conflicto”. Este núcleo, esta parte del aparato del Estado, consiguió mantener, con mucha fuerza, la idea de que está por encima de la lucha de clases, y esta falsedad, tan difundida en la izquierda, ha contribuido a que, en este contexto, el Poder Judicial sea un instrumento idóneo para detener y revertir los espacios institucionales ganados por la izquierda mediante el voto popular.

ECFM: Por último, ¿cuáles son las tareas inmediatas para las y los revolucionarios latinoamericanos?

VP: Puedo hablar de cómo estamos mirando esto en Brasil, es decir, puedo hablar sobre la izquierda brasileña. En Brasil, vivimos una situación muy complicada debido a que la izquierda tiene una trayectoria, por una parte fuerte y por la otra débil. Por una parte, es fuerte, es victoriosa, porque nunca tuvimos una izquierda tan poderosa como la de los últimos 15 años, con tanta presencia social, con tanta presencia en instituciones del Estado, con tanta presencia electoral. Si miramos la historia, es un momento de mucha fuerza de la izquierda, durante el cual, en cuatro elecciones presidenciales consecutivas, las figuras provenientes de la izquierda vencieron. Eso nunca había pasado en mi país. Pero, por otra parte, esta misma izquierda tan poderosa, se ha mostrado profundamente débil porque no ha conseguido realizar los cambios que le permitirían a la clase trabajadora convertirse en clase dominante o, al menos, aproximarse a esa situación. Si se analiza el proceso como un todo, la izquierda brasileña consiguió, como nunca antes, cuotas de participación en los gobiernos, pero no cambió la situación del poder: la misma clase dominante siguió ejerciéndolo, y se mantuvieron las mismas estructuras económicas y sociales, en las que el capital financiero internacional y el agronegocio mantuvieron su cuota de poder, su estructura de mando, su capacidad de explotación, y el nivel de explotación de la clase trabajadora. El hecho de tener una izquierda que, al mismo tiempo, fue muy fuerte y muy débil, hace que el debate sobre la situación actual sea muy complicado, porque hay una gran resistencia de parte de la propia izquierda a reconocer que el proceso es contradictorio en sí mismo, y que es necesario, al mismo tiempo, realizar una valoración de todo lo positivo que hicimos y una crítica a todo lo negativo que también hicimos.

Hay un sector muy fuerte en la izquierda brasileña que reflexiona como si hubiéramos hecho todo correctamente y, como si, por algo que no logramos explicar, “pasó lo que pasó”. Este sector no quiere aceptar que, en el mismo proceso en que demostramos fortaleza, también demostramos debilidad, y que, al mismo tiempo que debemos elogiar lo que hicimos en favor del pueblo, también debemos hacernos una autocrítica por lo que no hicimos en función conquistar el poder. Este sería el primer paso para rectificar los errores.

Hay una tendencia a responsabilizar a la derecha por lo que hizo contra nosotros. Esto es simplemente ridículo porque resulta obvio que la derecha, la clase dominante y el imperialismo, lo que hicieron contra nosotros fue cumplir su papel. No se puede explicar la victoria de ellos simplemente porque son malos. Hay que explicar también por qué nosotros no tuvimos la fortaleza o la capacidad para derrotarlos. Ese es el elemento fundamental y, por eso, es muy importante convencer a la izquierda brasileña de la necesidad de hacer una crítica y autocrítica.

Claro que hay sectores de ultraizquierda que hacen lo contrario, es decir, que hacen la crítica sin reconocer lo positivo de los hechos, y esto tampoco sirve, porque no es que el Partido de los Trabajadores o el Partido Comunista de Brasil y otros sectores de la izquierda, hayan cometido errores a espaldas de la clase trabajadora; no es que nosotros cometimos errores intencionales, no es que traicionamos a las masas que querían hacer la revolución. El proceso es mucho más complejo.

Nosotros, como partido, expresamos las ilusiones de clase de decenas de millones de trabajadores que creían, ellos mismos, que este camino de las elecciones, los gobiernos y los cambios lentos, era el camino que los llevaría a una vida mejor. Por tanto, es necesario que el proceso de crítica y autocrítica tenga en consideración que no fue un acto de algunos partidos en la vanguardia, sino que fue un acto de miles de miles de personas, de decenas de millones de personas, que creyeron en un proceso de cambios reformistas. Por eso, lo que la ultraizquierda hace no resuelve el problema, porque es incapaz de dialogar con las ilusiones que las masas trabajadoras tuvieron y que aún siguen teniendo.

De modo que un primer elemento, del que se desprende la primera tarea en que la izquierda brasileña debe enfocar su atención, es emprender un proceso de crítica y autocrítica, y hacerlo con la actitud madura de comprender la necesidad de identificar los errores cometidos, reconocerlos en el ámbito de la crítica y subsanarlos en el ámbito de la práctica.

Un segundo elemento es que la visión del cambio muy lento, muy moderado y muy extendido en el tiempo, fue acompañada de una creciente tolerancia al neoliberalismo, al capitalismo y al imperialismo, o sea, fue acompañada de la idea de que sería posible establecer la soberanía nacional, ampliar la democracia y ampliar el bienestar del pueblo sin tocar al capitalismo ni al imperialismo, y hasta en convivencia con el neoliberalismo. En la izquierda brasileña creció la idea de que, para mejorar sustancialmente los niveles de bienestar, para ampliar la democracia y para garantizar la soberanía nacional, no era necesario derrotar al imperialismo, no era necesario derrotar al capitalismo, y ni siquiera era necesario superar por completo al neoliberalismo. Esta ilusión de que sería posible mantener el capitalismo y tener bienestar, una ilusión que identificamos con la socialdemocracia, ganó mucho espacio en la izquierda brasileña y debilitó muy profundamente su capacidad analítica.

La idea clásica del movimiento socialista de fundamento marxista de que la lucha por el socialismo está vinculada con los niveles de desarrollo del capitalismo, y que, por tanto, para identificar el camino y resolver los problemas de la lucha por el socialismo, tenemos que mirar cómo está el capitalismo, esta idea clásica, “se perdió en las brumas” porque ya no se estaba proponiendo la superación del capitalismo. En mi opinión, rectificar eso es una segunda tarea. Esa tarea consiste en recuperar la capacidad de comprender qué es y cómo es el capitalismo del siglo XXI, porque esa comprensión es la que nos permite establecer cuál es el programa y cuál es la estrategia de lucha por el socialismo en el siglo XXI. Con otras palabras, la segunda tarea es volver a adoptar un enfoque marxista, revolucionario, anticapitalista, sobre la sociedad en el ámbito mundial.

Un tercer elemento es comprender la formación económico‑social del país donde luchamos. Eso hay que hacerlo allá en Brasil, aquí en El Salvador y donde sea porque, si bien nuestra acción en gran medida se desarrolla en el ámbito nacional, no existe un Brasil, un El Salvador, ni país alguno, que esté desasociado de la dinámica del capitalismo mundial. Por tanto, comprender al capitalismo como modo de producción y al capitalismo tal como es hoy, constituye un paso previo necesario para comprender la naturaleza del capitalismo en cada uno de nuestros países. Por ello es preciso recuperar la disposición de la izquierda de hacer ese estudio y esa crítica como punto de partida.

En el PT hubo, y sigue habiendo, una especie de ceguera sobre la dinámica mundial del capitalismo. Por ejemplo, cuando se produjo la crisis de 2008, efectuamos una reunión de la Dirección Nacional con la presencia del recién fallecido profesor Marco Aurelio García, quien fue asesor de política exterior de los gobiernos de Lula y Dilma– y de Guido Mantega –quien fue ministro de Hacienda de los gobiernos de Lula y Dilma. Era impresionante lo que ambos decían, en particular Mantega. Él estaba convencido de que, después de la crisis de 2008, el capitalismo y los capitalistas se habían dado cuenta de la necesidad de hacer cambios, de hacer reformas y de recuperar la postura keynesiana que había caracterizado los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Y esto llevó a que el gobierno de Brasil no se preparara para la reacción de Estados Unidos ante la crisis, reacción que tuvo un impacto brutal en Brasil, y que incluso es la base económica que explica la caída del apoyo popular al PT y del golpe contra la presidencia de Dilma en 2016.

Hay unas frases que yo siempre que puedo las repito porque reflejan esa ilusión. Cuando la crisis de 2008, a la que me acabo de referir, el entonces presidente Lula dijo: “Es una ola pequeñita”. Dos años después Dilma dijo: “Es un tsunami”. ¿Qué pasó? Lo que pasó es una ola pequeñita se convirtió en tsunami. Pero, ¿por qué no se percataron de que eso iba a pasar? Porque hay un profundo equívoco en el análisis de lo qué es el capitalismo contemporáneo. Prima la ilusión de que existe, por una parte, un capitalismo supuestamente productivo y sano, por otra, un capitalismo financiero malo, sin ver las conexiones entre uno y otro.

Otro ejemplo: entre 2011 y 2014 la presidenta del país era Dilma Rousseff y, cuando hubo este tsunami, ella se dio cuenta que estos “empresarios productivos” no estaban invirtiendo, por lo que no había crecimiento económico, no había aumento de empleos, no había cómo elevar la recaudación de impuestos. Se produjo una caída del presupuesto público, una caída de los servicios públicos, un retraso en los pagos… una catástrofe. Entonces, ella tuvo idea de apoyar la inversión privada con estímulos públicos directos por dos vías, préstamos a tasas subsidiadas y exenciones de impuestos. Esto significa que los empresarios recibían préstamos blandos y no tenían que pagar impuestos si invertían esos recursos que el Estado les estaba regalando. ¿Y qué pasó? Nada, los empresarios tomaron el dinero, aprovecharon que no tenían que pagar impuestos y lo invirtieron en el mercado financiero, es decir, en la especulación, no en la producción. Pasaron dos años. Cuando Dilma ya había sido depuesta, yo le hice una entrevista, y ella dijo algo así:

Nosotros cometimos un error. No nos percatamos de los vínculos profundos que hay entre el capital productivo y el capital especulativo. No percibimos que las grandes empresas productivas brasileñas sacan la mayor parte de sus ganancias de los títulos de la deuda pública.

¡Pero es que esto no es un “problema brasileño”, sino una característica del capitalismo! Gran parte del capitalismo en todo el mundo, del gran capitalismo, está financiarizado. Que Dilma se percate de eso a estas alturas “puede pasar”, pero la pregunta es: ¿por qué gran parte de la izquierda brasileña se hizo ilusiones acerca del capitalismo realmente existente? La respuesta es simple: esa gran parte de la izquierda brasileña abandonó durante muchos años la tarea de estudiar y analizar críticamente al capitalismo a partir de la concepción marxista, y adoptó una visión “mainstream” del capitalismo, una visión tradicional, una visión académica vulgar, una visión burguesa. Por eso insisto en que, por una parte, tenemos que hacer un ejercicio de crítica y autocrítica y, por la otra, tenemos que retomar la investigación sobre el capitalismo, tanto en el ámbito mundial, como en el local.

Y un cuarto elemento es la necesidad de hacer una reconexión de los partidos de izquierda con la clase trabajadora. Nosotros sufrimos un golpe muy duro, no solo porque la derecha tuviera fuerza, sino porque una parte de la clase trabajadora se apartó de nosotros. Este es un problema que necesita quedar muy claro. El golpe contra Dilma tuvo éxito porque una parte importante de la clase trabajadora no salió a la calle a defender a nuestro gobierno, y no lo hizo porque no veía que el gobierno estuviese defendiendo sus intereses. Al contrario, sentía que el gobierno los estaba afectando.

No estoy hablando de sectores retrasados de la clase trabajadora. Hace un par de semanas le hice una entrevista al recién electo presidente del Sindicato de los Metalúrgicos del ABC, que es el principal sindicato metalúrgico del país, del cual Lula fue presidente a finales de los años setenta e inicios de los ochenta. Él me dijo (cito de memoria):

Perdimos la mayoría en las fábricas cuando nosotros, como sindicato, defendimos al gobierno de Dilma contra el golpe. No nos arrepentimos de haberlo hecho, pero la base estaba contra nosotros: no se identificaba con el gobierno.

No estoy hablando de un sindicato débil, no estoy hablando de un sector despolitizado, no estoy hablando de un estado periférico, sino de São Paulo. Estoy hablando del núcleo duro de nuestro partido, de nuestra clase. Y no estoy diciendo la opinión de alguien secundario: es el presidente del sindicato quien reconoce que en determinado momento ya no teníamos la mayoría en las fábricas para defender a nuestro gobierno. ¿Y por qué? Porque, efectivamente, nuestro gobierno en ese período tomó una serie de medidas que entraron en conflicto con los intereses populares y, además, hizo un discurso político que no galvanizaba a los sectores populares en su defensa.

Por razones políticas y sociales perdimos el apoyo mayoritario de la clase trabajadora, y esto no fue un proceso que empezó en el gobierno de Dilma. Es un proceso más largo de cambios en la clase trabajadora brasileña, que no es la misma que aquella de los años ochenta, cuando fundamos el PT, ni es la misma de 2003, cuando ganamos la Presidencia por primera vez.

Hay un factor generacional muy claro. Estamos en 2017. Lula se convirtió en presidente por primera vez en 2002 y tomó posesión en 2003: hace 14 años. Eso significa que buena parte de la población brasileña no conoció a otro gobierno que no fuera el nuestro. Esa parte de la población no tiene otra experiencia con el PT que no sea su desempeño como partido del gobierno. No conoce al PT como un partido que organiza las luchas del pueblo. Conoce al PT como el partido que organiza las disputas electorales diciendo que habla en nombre del pueblo. Y este hecho, el hecho de cómo las personas comunes ven al partido, es una cuestión de suma importancia. El típico militante petista en los años ochenta era el luchador social. Después, el típico militante petista muchas veces era el parlamentario, el gobernante. Las figuras públicas del partido, en su mayoría, son exministros, exparlamentarios, exgobernantes. Esto no es un detalle: es un efecto de una estrategia que tuvo sus éxitos pero que provocó efectos colaterales.

Por una parte, significa que tuvimos éxitos en las peleas electorales pero, por la otra, significa que el vínculo principal entre nosotros y la clase trabajadora pasó a ser el de los procesos electorales y de la acción de los gobiernos sobre la sociedad. Dejó de ser la organización de la clase en los lugares de trabajo, de estudio, de residencia. Ya el vínculo no es la conducción de las luchas sociales, ni el debate de ideas. Eso produjo un cambio muy profundo en la relación del partido con la clase, un cambio que hoy es brutalmente evidente para todos.

Además de esto, hubo cambios en la propia composición social de la clase trabajadora. El proceso más duro que vivimos en todos estos años fue la desindustrialización de Brasil. Ustedes tuvieron aquí, en El Salvador, un largo período de dominio de la producción agrícola. Ese no es nuestro caso. De los años treinta a los ochenta del siglo XX, nosotros tuvimos un proceso de industrialización pesada en Brasil, lo que llevó a que, en los años ochenta, más o menos, la mitad del PIB fuera industrial. Desde entonces, el PIB industrial cayó a aproximadamente el 10% del total. Esto significa que hubo un cambio en la clase trabajadora. La clase trabajadora típicamente industrial, que era nuestra fortaleza principal, es hoy una minoría dentro de una clase trabajadora que actúa en los servicios, el comercio, los empleos precarios, que tiene vínculos de clase menos dependientes de la relación que la fábrica proporciona y que son más independientes de la acción política del partido, de los sindicatos o de la lucha de ideas. Pasan fenómenos curiosos. El proletario típico, el obrero industrial típico, la propia situación económica-social en qué está involucrado, lo obliga a tener una acción colectiva y un nivel de conciencia de clase. La clase trabajadora brasileña, en su mayoría, hoy no es así. Si no se hace un trabajo político, de concientización, de organización y de movilización, el nivel básico de conciencia de clase seguirá decreciendo. Por eso, lo que se debería haber hecho en estos 30 años era, por una parte, desarrollar una política de industrialización y, por la otra, una política de organización de base para compensar los efectos de la desindustrialización. Pero no se hizo ni lo uno ni lo otro. Es decir, durante los mandatos de nuestros propios gobiernos, la desindustrialización prosiguió, aunque a ritmos menores y, además, los mecanismos de organización de base fueron debilitando. Esto significa que los niveles de conciencia de clase se redujeron.

En resumen, nuestras tareas de hoy son: hacer la crítica y la autocrítica de nuestro desempeño como gobierno y como partido; conocer al capitalismo actual, en el ámbito mundial y nacional; y reconectarnos con la clase trabajadora. Está claro que esa reconexión exige un cambio en la manera de organizar al partido, un cambio en la estrategia del partido, un cambio en la ideología del partido, y exige, fundamentalmente, que el partido vuelva a verse a sí mismo, y ante los ojos de la clase trabajadora, como una organización antisistémica, anticapitalista, y no como un partido de oposición que actúa en los marcos del régimen.

Gran parte de la izquierda brasileña hoy, gran parte del PT y gran parte de otros partidos, inclusive de otros partidos que tienen un discurso muy radical, pero que son partidos de oposición, no son partidos antisistémicos que se proponen luchar contra el capitalismo. Ese tema del anticapitalismo es una batalla brutal que hay recolocar en el orden del día, no solamente en el ámbito del discurso y de los análisis teóricos, sino en el ámbito práctico, y en este ámbito práctico ello implica organizar a la clase trabajadora como clase con el objetivo de construir otra sociedad.

Y es una cosa curiosa porque en los años ochenta, cuando se creó el PT, había un sentimiento espontáneo muy fuerte de clase. Era un momento en que la izquierda estaba destruida por la dictadura, en que intentaba recomponerse, pero, como había mucha lucha social, los conflictos de clase estaban mucho más claros. Aunque no se plasmasen en disputas en luchas electorales, sí se disputaban en luchas político‑sociales, y los niveles de conciencia anticapitalista eran mucho mayores, aunque muchas veces fueran traducidos a un lenguaje influenciado por el religioso.

Si se hiciera una encuesta entre los centenares de miles de personas que se involucraron a las luchas sociales a finales de los años setenta e inicios de los ochenta, se constataría la fuerte presencia del socialismo, vertida en el lenguaje de la teología de la liberación. Y hoy, por el contrario, hay un debilitamiento del socialismo como objetivo, independiente de la forma, de la claridad, de la percepción científica, o de lo que sea..