La comunidad internacional vive una tensión velada mientras se desarrollan movimientos orientados a reconfigurar los diferentes bloques geopolíticos. Tres jugadores centrales de esa partida global continúan acomodando sus posiciones geoestratégicas, generando consecuencias directas sobre América Latina.
El pasado 5 de febrero el canciller ruso Serguei Lavrov inició una gira por Cuba, México y Venezuela, tres de los países que mantienen mayor autonomía respecto de las políticas del Departamento de Estado en la región. Los encuentros previstos por el ministro de Relaciones Exteriores de Vladimir Putin se llevan a cabo en el mismo periodo en el que Donald Trump abandona de forma progresiva el teatro de operaciones de Medio Oriente, dejando a Turquía, a Rusia, Irán e Israel como los árbitros centrales en el territorio. La lógica de Trump está orientada a la recuperación de una grandiosidad perdida en las tres dimensiones en las que se observa un claro deterioro relativo de su superioridad: la económica, la productiva y la comercial. Esta evaluación queda de manifiesto ante la catalogación reiterada de China como su antagonista fundamental.
Sin embargo, luego de tres años de guerra comercial, el magnate neoyorquino apenas logró disminuir un punto porcentual de su déficit externo. Durante ese mismo trienio su gran competidor global, China, se consolidó como potencia hegemónica en el sudeste asiático y las corporaciones Xiaomi y Huawei continuaron su evolución como líderes de la futura revolución industrial, basada en la tecnología conocida como la internet de las cosas. A fines de 2018 las corporaciones asiáticas contaban con la titularidad del 60 % de las patentes relacionadas con las futuras redes de 5G, lo que motivó la desesperación de Washington. De hecho, el último jueves Trump cuestionó públicamente a su socio europeo Boris Johnson, porque el Reino Unido decidió incorporar las soluciones ofrecidas por Huawei para las redes 5G de telefonía móvil, situación que dejará afuera a sus competidores del Silicon Valley.
Los problemas de Trump se hacen más evidentes cuando se refieren a la Unión Europea. Por un lado, sus líderes continentales repudian abiertamente la instigación brindada por Estados Unidos para que el Reino Unido se avenga al Brexit. Por otro lado, varios de sus socios de la OTAN –como Francia, Alemania y Polonia– han decidido optar por la adquisición de gas ruso, desechando las reiteradas ofertas presentadas por Washington. En el caso de estos tres países europeos, más del 60 % de su consumo depende de la provisión de los oleoductos tendidos desde los Urales. En el comercio de armas, sobre todo en el campo de las baterías misilísticas y los aviones tripulados, aparece el tercer quebranto no superado por las corporaciones lideradas por Lockheed Martin, la mayor empresa fabricante de aparatología bélica del mundo. Turquía ha decido comprarle a Moscú el sistema de defensa antiaéreo S-400, a pesar de las amenazas de sanciones advertidas por la OTAN, luego de que el Departamento de Estado se negara a proveer a Ankara de misiles de similares características, que únicamente vende a gobiernos de su íntima confianza.
Intercambio comercial EU-China: la madre de todas las batallas
La suma de estas frustraciones revela parcialmente el renovado interés sobre América Latina planteado por el esquema hegemónico de los Estados Unidos. Desde principios del siglo XXI se venía advirtiendo un claro desgaste del vínculo, luego de la primera andanada neoliberal que arrasó el subcontinente con dictaduras sangrientas.
El punto de inflexión se produjo en 1999, cuando Hugo Chávez accedió a la presidencia e inició un periodo de cuestionamiento al denominado Consenso de Washington. En forma paralela, durante estas dos últimas décadas se generalizó la innovación tecnológica del fracking (fracturación hidráulica para la extracción de gas o petróleo del subsuelo) posibilitando una menor dependencia –para Washington— del hidrocarburo venezolano. Esa realidad motivó, además, la reducción de los precios internacionales del petróleo, el relanzamiento del liderazgo de las corporaciones texanas y una mayor autonomía respecto a Oriente Medio, atravesado por guerras provocadas o profundizadas por la presencia del Pentágono.
Sin embargo, a pesar de que Washington concentró sus esfuerzos en las guerras del petróleo en el norte de África, en Irak, Yemen y Siria (también denominados conflictos antiterroristas), no se observó un cambio en la metodología operada por las embajadas de Estados Unidos en la región: en 2002 se incentivó un golpe contra Hugo Chávez que se vio malogrado por las contradicciones internas dentro de las Fuerzas Armadas. En 2009 se quebró el orden constitucional de Manuel Zelaya en Honduras. Ese mismo año Evo Morales sufrió la primera tentativa de golpe y, como resultado, fueron asesinados 13 campesinos durante un episodio que se conoce como la Matanza de Pando. En 2010 le tocó el turno a Rafael Correa, pero la asonada fue abortada. En 2012 se destituyó a Fernando Lugo en Paraguay, mediante un procedimiento legislativo express, repetido en Brasil en 2016 cuando se destituyó a Dilma Rousseff.
El bloqueo contra Venezuela, la prisión a Lula y la persecución judicial como mecanismo institucionalizado de proscripción política aparecen como los nuevos formatos operados por el área del Departamento de Estado conocido como Hemisferio Occidental.
En este marco, el anunciado apoyo del Presidente de los Estados Unidos al gobierno de Alberto Fernández (sumado a los buenos augurios divulgados por las autoridades del FMI) pretende constituirse en la garantía de un anclaje geopolítico de la Argentina distante de los competidores globales, Rusia y/o China y –por elevación— respecto a los socios regionales Venezuela y Cuba, visitados esta semana por Lavrov. La jugada, disfrazada de amabilidad diplomática por parte de Trump, busca –además– incidir (con nulas probabilidades) en una potencial división al interior del Frente de Todxs, con el objetivo prioritario de aislar a Cristina Fernández de Kirchner.
Los autodenominados sectores republicanos de la Argentina —los mismos que persiguen a CFK y que se ven seducidos por las cortesías diplomáticas— suelen regodearse frente a los civilizados intercambios institucionalizados en los países centrales. Esos mismos colectivos suelen calificar como grieta el intenso debate político que atraviesa la realidad local y definen a algunos de sus protagonistas como paradigmas de la barbarie o el autoritarismo. Nada mal les vendría observar la actitud de la presidenta de la Cámara Baja de los Estados Unidos, Nancy Pelosi, cuando Trump finalizó su discurso anual frente a los congresistas. Quizás comprendan que no siempre lo importante son las formas. La civilización –con sus ropajes y su amabilidad— nunca suele ser lo que parece. La honestidad brutal, incluso a costa de ser poco diplomática, puede ser más liberadora.
El Cohete a la Luna, Buenos Aires.