Europa ha vuelto a encontrar una causa. No una causa para defender, sino una causa para comentar. Porque el comentario, hoy en día tiene más valor que el accionar (mismo este inmundo escritor está comentando) y la indignación pública que remplazó por completo al pensamiento racional.
El Mediterráneo, que en su momento fuese cuna del mundo y ahora es su fosa, se ha transformado en el espejo más cruel de Europa, es ahí donde se reflejan los restos de sus promesas. Cada cadáver que flota frente a Lampedusa o Lesbos no es solamente el testimonio de una tragedia humana, más bien pareciera el epitafio de una civilización que ha olvidado por completo cuál es el sentido de sus propias palabras.
La infamemente llamada “crisis migratoria” de 2015 no comenzó cuando los refugiados sirios cruzaron las fronteras escapando de las tormentas de plomo y pólvora, sino que comenzó mucho antes, cuando Europa decidió que su bienestar podía erigirse sobre los escombros de otros continentes, cuando convirtió el mundo en un mercado y la política en un catálogo de excepciones morales.
Lo que ahora denomina “crisis” no es más que el retorno de lo negado: los fantasmas de sus guerras, sus negocios, sus largos silencios selectivos. Europa no fue invadida por migrantes: fue asaltada por su (des)memoria. Y como todo viejo gruñón que se va quedando pelado, ha reaccionado con irritación ante el espejo.
Cuando las cifras comenzaron a crecer (cuando los números reemplazaron a los nombres), los gobiernos europeos sacaron a relucir un vocabulario que huele a naftalina rancia: “solidaridad”, “hospitalidad”, “valores comunes”, “hermandad”. Palabras grandes y fuertes para actos pequeños y mezquinos. Parecería que cada declaración fuese redactada como si el alma de Europa dependiera de su sintaxis, y quizás así sea, la única parte viva que le queda a Europa es su retórica, como falsamente se muestra a los demás.
Ellos que inventaron de la galera los derechos humanos, ha aprendido a pronunciar esas palabras sin sonrojarse ante la pila de cadáveres que los desmienten en las puertas de su casa. Los grandilocuentes ministros y burócratas hablan del “deber moral” de recibir refugiados con la misma tranquilidad con la que negocian los cupos de exportación de armas. Los parlamentos discuten fervorosa y apasionadamente si conviene salvar vidas según la cuota de déficit, y la burocracia ha reemplazado al alma, ahora los refugiados son un problema de logística. Cada reunión de Bruselas se parece a un consejo de administración de la moralina, donde se decide cuánta compasión puede ajustarse al presupuesto anual, toda una aventura kafkiana para quien lo vive de adentro.
Los medios masivos de comunicación y las redes disóciales, siempre atentos al
espectáculo del sufrimiento, encontraron en la miseria ajena una nueva fuente de rating. No hay tragedia sin cobertura ni niño muerto sin cámara; la fotografía se ha vuelto la nueva forma de absolución, mirar sustituye a comprender, y cada red social es un confesionario público donde la culpa se expía con un clic.
¿Cuántas cuentas dedicadas a compartir la imagen del cuerpo de Aylan Kudi en las costas turcas mientras, se toman un frapuchino en el Starbucks de los Campos Elíseos?
El periodismo europeo caracterizado por su narrativa socialdemócrata, ha logrado una de las fórmulas más rentables de nuestra era, logran transformar el dolor en contenido y convertir la tragedia en mercancía moral. Los pasquines ávidos de interacciones, publican fotos de cuerpos en la playa y debajo colocan anuncios de cruceros por el Egeo; es la síntesis perfecta de la posmodernidad, la compasión como accesorio, lo cool.
Decía el estimado Karl Kraus que “El secreto del agitador es hacerse tan estúpido como lo son sus oyentes con el objeto de que éstos crean que son tan listos como él”, y hoy los agitadores son los comentaristas televisivos, los expertos en “geopolítica humanitaria”, los estrategas de una narrativa vacía, gente que habla de dignidad humana mientras discute la conveniencia de alambrar fronteras.
El viejo continente siempre ha amado y promovido las fronteras, porque en ellas se siente puro, purísimo. La frontera es su confesionario secular, allí donde proyecta todo lo que no quiere reconocer en sí misma. En 2015, Hungría miserablemente levantó un muro y lo llamó defensa nacional, Grecia armo un campo de refugiados y lo llamó “centro de acogida”, Francia izo su clásica y tibia indiferencia y la llamó “prudencia diplomática”, Alemania, más astuta, asumió su culpa y la llamó “liderazgo moral”.
Las fronteras son los nuevos templos donde Europa reza a su verdadero dios, la seguridad nacional. Pero como todo dios exige sacrificios, y es así que miles de hombres, mujeres y niños de medio oriente y gran parte de África son ofrecidos al altar del miedo, no hay eucaristía más posmoderna que un cuerpo sin nombre, sin identidad, en la orilla. Pero las fronteras no detienen lo que temen, solo detienen la vista. Europa no quiere mirar hacia fuera porque ya no soporta mirarse a sí misma, para ella el otro se ha vuelto insoportable.
Alegan a ese otro la amenaza de dañar su identidad nacional, pero ¿qué pasa acaso? ¿tan débil es su identidad que se ve afectada por una migración?
Durante siglos, Europa enseñó al mundo el lenguaje de los derechos, la razón, la
ilustración, estaban a la vanguardia. Pero a partir del 2015 el continente ilustrado
descubrió que su luz no llega a iluminar a una barcaza en la noche. Su idea de humanidad se detuvo en la frontera de Schengen y el universalismo europeo (ese que pretendía extender la dignidad humana más allá de los límites culturales) murió ahogado amargamente en el Mediterráneo.
En su lugar emerge una moral de contención y ahora el derecho al asilo se negocia como una franquicia y el refugiado se termina convirtiendo en un villano por el solo hecho de existir. En el común denominador europeo ya no cabe la pregunta de qué se puede hacer por el otro, sino cuánto del otro se puede soportar, y esa es la pregunta que marca el fin de una era.
La crisis migratoria no fue una crisis de refugiados, más bien fue una crisis de
espectadores, ya que los migrantes sabían que buscaban, un lugar donde vivir, pero
Europa no, ellos siguen buscando un lugar donde creer. Sin embargo, la última gran ironía de esta narración, es que los europeos se podrían haber salvado en el preciso instante en que se creyeron perdidos, porque en los rostros extenuados de aquellos que cruzaban el mar había algo que Europa había olvidado: la esperanza como acto político.
Ya sabemos el resto de la historia, prefirieron protegerse de esa esperanza, y la encerraron detrás de vallas, la clasificaron en expedientes, la redujeron a estadísticas, no podían soportar la pureza de aquello que no podía administrar.
Así, el viejo continente, que alguna vez inventó la conciencia, la dejó morir en las aguas donde nació su mito. El Mediterráneo sigue ahí, en silencio, como un espejo de agua que ya no devuelve reflejos sino preguntas, y cada ola que va llegando a las costas trae la misma respuesta, Europa no se ahoga por exceso de extranjeros, sino por falta de humanidad.
*Andy Griffin, se dedica al área de geografía y se especializa en temas de movilidad urbana y análisis territorial.
Artículo publicado originalmente en Avión Negro.
Foto de portada: Marina Militare, vía Associated Press

