Europa no puede pretender ser una potencia geopolítica y un sitio al que miren los pueblos del mundo sin una política común, sólida y solidaria con los pueblos de África y América Latina.
GASPAR LLAMAZARES Y MIGUEL SOUTO
La derrota de Trump en las recientes elecciones de Estados Unidos ha golpeado a la Internacional parafascista y le ha restado autoridad para imponer sus políticas en el mundo, muy especialmente en relación con uno de sus grandes caballos de batalla: las políticas migratorias. Esto no quiere decir que el trumpismo haya dado la guerra por perdida. De hecho, a pesar de la derrota, una parte importante del partido republicano sigue identificado con su jefe. Un ejemplo es que siguen empeñados en legislar para crear leyes que dificulten la votación de los ciudadanos con menos ingresos y de las minorías. Les mueve, además, un racismo criminal. Tenemos fresco en la memoria la rodilla del «guardián de la ley» sobre el cuello de George Floyd, que ha impactado al mundo y se ha sumado al daño desproporcionado que el nuevo coronavirus está causando a las minorías. Otros de sus impulsos son más esotéricos, como invocar a la ley marcial para repetir las elecciones en los Estados donde ganó Biden.
Pero, en efecto, la crisis migratoria es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo. Es verdad que la pandemia es una crisis de primera magnitud, y desde que empezó no se habla de otra cosa que de la covid-19 y de la necesidad de cuidarnos de modo que no nos alcance el nuevo coronavirus, pero aún así no ha conseguido ahogar completamente la dura realidad de la llegada de los migrantes a nuestras costas.
Todos los episodios migratorios que se han ido sucediendo narran momentos de una épica sin igual: supervivencia en condiciones extremas en campos de refugiados (Calais, Moria) travesías al límite por el Mediterráneo en pequeñas embarcaciones, etcétera. Las anteriores terminaron en islas como Lesbos y Lampedusa, con la experiencia de historias para no dormir, un incendio y tintes de tragedia. La última, más reciente, nos ha tocado más cerca, en Arguineguin.
Para entender todo lo que acompaña al fenómeno migratorio es fundamental tener en cuenta el contexto en que se desarrolla. En África las miradas están puestas en Europa y eso va a seguir siendo así, fundamentalmente por tres razones: la pobreza, la demografía y el cambio climático. Y no podemos olvidar aquí las guerras. Hoy mismo en su bendición urbi et orbi, el papa Francisco ha hablado de las guerras en Siria, Sudán, Yemen y de la situación crítica de Gaza, el Líbano, Iraq. Porque aunque las motivaciones personales pueden ser múltiples y no se puedan poner en una cuadrícula, Europa, su sociedad del bienestar y sus democracias son dianas muy atractivas para todos aquellos que han perdido toda esperanza en sus países de origen. Paralelamente, la pandemia ha hecho el resto. No hay otra cosa que pueda describir un éxodo tan previsible, no es el desarraigo familiar, no es el afán de aventura, ni siquiera es que quieran quitarnos nuestros puestos de trabajo, ya que suelen hacerse cargo de las ocupaciones que nosotros no queremos; lo describe sencillamente el envejecimiento europeo: la aldea es global y el mundo es uno.
El caso es que Europa no puede pretender ser una potencia geopolítica y un sitio al que miren los pueblos del mundo sin una política común, sólida y solidaria con los pueblos de África y América Latina. Por desgracia, las cosas no van exactamente por ese camino: las denuncias contra Frontex (la agencia europea para el control de fronteras) son continuas. En este tema, y en otros, se echa de menos una estrategia coordinada. Pese a que la UE ha estado a la altura en la crisis de la covid-19 con su evidente acierto en la aprobación de los fondos europeos Next Generation, y al papel proactivo del Banco Central Europeo durante todo este año, su actuación en la crisis de la migración menoscaba su prestigio y daña su autoridad.
Es el momento de demostrar que los derechos humanos son parte fundamental de los valores fundacionales de la UE y que su violación pone en tela de juicio la identidad europea
Es el momento de demostrar que los derechos humanos son parte fundamental de los valores fundacionales de la UE y que su violación pone en tela de juicio la identidad europea. Ahora, el nuevo coronavirus se ha extendido por todo el mundo y la única manera que tenemos de librarnos de él es dando la batalla a un nivel mundial, sin que nadie quede rezagado. Todo esto ha coincidido con la cercanía de la vacuna, que ha generado una doble sensación, por un lado de confianza, pero por el otro de miedo, no solo a sus efectos adversos sino también a la posible decepción. Es algo a lo que ya estamos acostumbrados desde el principio de la pandemia: incertidumbre y temor a lo desconocido. Como ha dicho Manuel Vicent, en el 2021 que empieza no será el sol, sino la aguja de una simple jeringuilla cargada con esa pócima celeste de la vacuna contra la peste, la que ilumine el horizonte. Pero la vacuna tendrá que llegar a sitios tan dispares como los barrios más marginales de Gaza, Siria, Venezuela, Senegal o Afganistán; o no habremos conseguido vencer la covid-19. A nadie se le escapa que para hacer frente a ese desafío se necesita financiación. Y hay que recordar que la iniciativa COVAX de la OMS para la distribución de la vacuna en los países con menos recursos, en la que no participa EEUU, pero sí la UE, todavía no tiene los fondos necesarios para hacer que esto sea posible.
Esta es, por tanto, una gran oportunidad para el protagonismo de la UE, porque puede ser un interlocutor creíble, y porque ha demostrado ser un modelo a seguir en muchos aspectos, tanto localmente como en la aldea global. Pero no podemos olvidar que el trumpismo también está representado en la UE. En efecto, Europa no está libre de estar sometida a políticas xenófobas por parte de las sucursales parafascistas: Le Pen, Orbán, Abascal.
En definitiva, Europa ha aprobado con nota el reto del fondo de recuperación y el acuerdo in extremis del Brexit. Le queda ahora contribuir a la distribución global de la vacuna, como le han pedido grandes países y organizaciones, desde las ONG y el papa, así como la asignatura migratoria.
Quienes se preocupan por el respeto a los derechos humanos deberían hacerlo también en el ámbito de la construcción europea. En cuanto a la política migratoria, habría que hablar de los derechos humanos de los refugiados, pero también del codesarrollo, de los pasillos seguros, el reparto de cuotas entre los países miembros, la regularización, el reagrupamiento.. y no solo de fronteras, vallas y devoluciones como ahora. Es tiempo de mejorar por los flancos: un debate profundo centrado en el llamado «déficit democrático» y una política común y responsable en el tema de la migración, área en la que sus actuaciones están en cuestión, serían puntos ineludibles del orden del día en la agenda Europea. En esta asignatura pendiente se juega el modelo social europeo. Porque la respuesta en este tema, como en tantos otros, solo puede ser común e integradora.
Fuente: Nueva Tribuna