El agotamiento y el declive del globalismo atlantista
Las élites globalistas europeas, al mando de la Unión Europea, la Comisión Europea y las principales potencias de Europa occidental (Alemania y Francia) han impuesto durante años la orientación estratégica del bloque. Por eso, el agotamiento y declive de su proyecto impacta en múltiples frentes del continente.
Las actuales múltiples crisis que atraviesa Europa son resultado de las decisiones de dichas élites, pero las consecuencias del agotamiento y declive del proyecto resultan aún más peligrosas. Lejos de reconocer el fracaso y repensar el rumbo, estas élites están dispuestas a profundizar su ofensiva: más militarización, más centralización, más endeudamiento, más sanciones, y mayor represión y xenofobia, con tal de no perder poder, incluso al costo de arrastrar a la región a un escenario de inestabilidad estructural.
Desde enero de 2025, con la llegada de Donald Trump, la élite globalista europea amplió el escenario de confrontación. Quedó en evidencia que ya no enfrenta únicamente a Rusia, sino que libra una guerra híbrida simultánea contra el trumpismo y el proyecto continentalista estadounidense. De esta manera, el globalismo se aferró más que nunca a la guerra proxy en Ucrania, motor central del orden atlantista, insistiendo en una estrategia sostenida por el militarismo, la economía de guerra y la narrativa del “enemigo ruso” como fundamento de cohesión.
El sostenimiento forzado para perpetuar la guerra derivó en una profundización de la crisis del propio proyecto globalista: una crisis que arrastra a los Estados europeos en su interior, erosiona la unidad regional, desgasta la legitimidad de las instituciones comunitarias y desplaza a Europa como actor relevante en el nuevo tablero mundial. En otras palabras: el globalismo europeo está perdiendo la guerra híbrida que él mismo inició y apostó a liderar.
Este 2025 evidenció que el globalismo europeo atraviesa una crisis estratégica de supervivencia. Ante este declive, el bloque no buscó nuevas soluciones u horizontes, sino que se dedicó a profundizar aquellas políticas que ya demostraron no sólo ser un fracaso sino que provocaron el hundimiento del proyecto y del continente. Nuevos paquetes de sanciones, aumento del gasto en defensa, endeudamiento, militarismo, retórica rusofóbica, búsqueda de mayor centralización en la toma de decisiones, sabotajes a cualquier instancia de negociación o acuerdos, injerencismo, financiamiento de una guerra externa, censura, economía de guerra y principalmente la subordinación a Washington.
La militarización y el belicismo exacerbado en todos sus frentes es presentado como la única salida posible, para lo cual siguen intensificando la construcción del enemigo ruso, exigiendo un enorme sacrificio a las sociedades europeas por “el bien común”. Países como Alemania, Francia e Italia han reactivado el debate sobre el servicio militar obligatorio; desde la OTAN se exige el aumento al 5% del PBI en gasto de defensa; se oficializó el avance hacia el schengen militar; programas de inversión como Defence Readiness 2030, EDIP, la Iniciativa Europea de Defensa contra Drones, el proyecto “Vigilancia del Flanco Oriental” / Centinela Oriental, el Escudo Antidrones, y el Plan de Acción del Escudo Espacial Europeo, que militariza el dominio espacial como extensión directa de la OTAN; paquetes de financiamiento y programas para armar Ucrania; la creación de la coalición de los dispuestos que intenta ubicar tropas europeas en territorio ucraniano; los más de 6 ejercicios militares a gran escala que simulan una guerra directa contra Rusia en el flanco oriental europeo.
Mientras las sociedades europeas atraviesan graves crisis de desindustrialización, inflación, desempleo, políticas de ajuste y austeridad, las mismas élites que las llevaron hasta ese punto les reclaman ahora la necesidad de crear una industria de defensa europea, sostenida con más endeudamiento y ajuste, capaz de alimentar una “economía de guerra” a largo plazo. La paradoja es que la “defensa europea” se construye subordinando a Europa al complejo militar-industrial estadounidense y a la doctrina de la OTAN, garantizando la compra de armamento norteamericano mientras se intenta, en paralelo, reposicionar a gigantes europeos como Rheinmetall, Airbus Defence o Leonardo. El resultado no es una defensa europea soberana, sino un modelo donde el negocio de la guerra se prioriza por sobre las necesidades sociales, consolidando una economía orientada a la militarización permanente antes que a la recuperación productiva del continente.
La construcción del “enemigo ruso” funciona como dispositivo de disciplinamiento interno y externo. Permite justificar guerra, sanciones, bloqueos comerciales, ruptura energética y persecución de cualquier actor que cuestione la agenda belicista, tildándolo de “traidor”. Al mismo tiempo, legitima intervenciones políticas en países donde surgían proyectos críticos del europeísmo o de orientación soberanista, o que hacían peligrar parte del proyecto estratégico, como vimos en Rumania, Moldavia, Georgia, Bulgaria o varios puntos de los Balcanes.
A este mecanismo se suma la ofensiva por confiscar activos rusos congelados, incluso cuando el propio Banco Central Europeo advirtió su ilegalidad y los riesgos financieros que implica. No solo revela la disposición del bloque a transitar zonas grises del derecho internacional, sino que, según el analista geopolítico internacional Andrew Korybko, forma parte de la estrategia para impedir acercamientos entre Washington y Moscú, aparentemente porque habrían incorporado la posibilidad de utilizar de forma conjunta esos fondos en el punto 14 del acuerdo de 28 puntos.
Otro de los puntos que marca el agotamiento y declive del globalismo europeo es la crisis del modelo europeo liberal representado más específicamente en Francia y Alemania.
Las dos potencias que históricamente encarnaron el proyecto globalista-liberal, Alemania y Francia, se encuentran en plena crisis. En Alemania, las sanciones contra Rusia, el sabotaje de los Nord Stream y las políticas industriales agresivas de EEUU (IRA, CHIPS Act) destruyeron los cimientos de su modelo exportador basado en energía barata y manufactura competitiva. El país enfrenta desindustrialización, recesión, fractura política, ascenso de la AfD y una agenda de “economía de guerra” que incluye reformas legales, aumento del gasto en defensa y ahora incluso el llamado al servicio militar voluntario. Todo esto tensiona a la ya debilitada coalición gobernante.
En Francia, la crisis venía gestándose desde antes. La exclusión de París del pacto AUKUS fue un golpe directo a su proyección indo-pacífica y a su industria militar. Macron, que había diagnosticado la “muerte cerebral de la OTAN”, terminó replegado en una línea belicista dependiente de Washington. A la erosión de su margen estratégico se sumó el derrumbe de la influencia francesa en África, donde los procesos soberanistas del Sahel expulsaron a París y renegociaron, en términos soberanos y anticoloniales, las condiciones de acceso a recursos clave como el uranio y el oro, mientras se desarrollan políticas para desarticular la dependencia monetaria y financiera dependiente de Francia. En paralelo, la política interna entró en espiral: protestas masivas, represión, rechazos parlamentarios, cinco gobiernos caídos y la convocatoria a elecciones anticipadas reflejan la descomposición del bloque macronista.
A esto se suma el progresivo divorcio del eje franco-alemán, incapaz ya de sostener el liderazgo político del bloque. Aunque no es un hecho de este año, ya que se ha advertido en años anteriores, mientras se intenta construir el relato de unidad, incluso bajo el mismo proyecto globalista, ambos países disputan el liderazgo del proceso europeo. Incluso el E3, junto al Reino Unido, no representa un proyecto de desarrollo europeo, sino apenas una plataforma para militarizar y prolongar la guerra en Ucrania.
En este punto resulta clave introducir una importante observación. Cuando hablamos del agotamiento del globalismo europeo, lo que se encuentra en crisis y en declive son las élites que condujeron el proyecto desde Bruselas, Berlín y París. Esta aclaración vale, debido a que observamos que el Reino Unido, cabeza importante del globalismo atlantista, no se encuentra atravesando la misma decadencia. Por el contrario, a pesar de la crisis interna, no carga con los costos económicos, políticos ni sociales que hoy asfixian a la UE y, al mismo tiempo, preserva capacidades de proyección estratégica, cohesión política interna y continuidad doctrinal. Mientras las élites europeas se hunden, Londres no solo evita el impacto directo del colapso, sino que encuentra oportunidades para reforzar su influencia en ámbitos críticos: liderazgo político y doctrinal dentro de la OTAN, consolidación de posiciones en el flanco oriental y participación activa en arquitecturas estratégicas establecidas en el proyecto Global Britain.
El Reino Unido demuestra que, aún cuando atraviesa profundas crisis internas, el Global Britain, como hoja de ruta de Estado, no se altera ni es víctima del declive europeo. Al contrario, saca provecho para preservar el orden atlantista bajo su conducción.
“A medida que el Reino Unido asume una mayor responsabilidad en la seguridad europea, debemos tener una política de defensa que priorice la OTAN y liderar dentro de la Alianza. El Reino Unido se convertirá en la vanguardia de la innovación en la OTAN”.
Revisión Estratégica de la Defensa del Reino Unido, 2025.
Subordinación a EEUU
La verdadera tragedia estratégica del globalismo ha sido la subordinación a EEUU. Lo que durante la gestión de Biden se disfrazaba de unidad transatlántica y alianza occidental frente al enemigo ruso, en 2025, la llegada de Trump convirtió la subordinación europea a Washington en algo explícito y humillante.
Trump no sólo dejó claro que EEUU se desmarca del interés de perpetuar la guerra en Ucrania anunciando que ya no financiará la seguridad europea, sino que trató a la UE como un actor subalterno, ninguneando su opinión al no invitarlos a las mesas de negociación, imponiendo condiciones arancelarias, trasladando el costo de la guerra a las sociedades europeas y presionando para que aumenten el gasto militar bajo parámetros definidos por Washington. Además, Trump se dedicó a apoyar directa e indirectamente, fuerzas críticas de Bruselas erosionando deliberadamente la arquitectura institucional del globalismo europeo.
El resultado de las negociaciones entre la UE y EEUU respecto a los aranceles en agosto, uno de los momentos más incómodos para von der Leyen, incluyó el arancel del 15% impuesto por EEUU sobre las mayoría de las exportaciones europeas; exenciones al 0% para ciertos bienes estratégicos como aeronaves, equipos para semiconductores, algunos químicos, medicamentos genéricos y materias primas esenciales; el 50% sobre acero y aluminio se mantienen vigentes. Además, la UE se comprometió a reducir ciertos aranceles en sectores como el automotriz y el agrícola, incrementando la entrada de exportaciones tanto de vehículos como de productos agrícolas estadounidenses a territorio europeo.
No obstante, el golpe más duro fue cuando la UE se comprometió a adquirir 750.000 millones de dólares en energía, esto es gas natural licuado, petróleo y combustible nuclear, durante 3 años e invertir 600.000 millones de dólares en inversión hacia EEUU, en especial para equipamiento militar, antes de 2029. La ambiciosa y disparatada promesa de las élites europeas en materia energética y militar no hizo más que profundizar la dependencia a Washington, reduciendo la capacidad de la UE para tejer vínculos estratégicos y competitivos con otras potencias o regiones del mundo.
A ello se suma la aceptación, en la Cumbre de la OTAN, de elevar el gasto en defensa al 5% del PIB; el silencio cómplice frente a las acciones israelíes en Palestina y al ataque contra Irán; todo lo relacionado a Ucrania; y el recordatorio de que el paraguas nuclear de la OTAN lo garantiza Estados Unidos, con armamento nuclear desplegado en Reino Unido y Alemania. Todo esto se inscribe en una red de dispositivos y acuerdos que refuerzan el incremento del gasto militar europeo bajo directrices atlantistas.
Esta subordinación estratégica en manos de la élite globalista europea, no sólo refleja el fracaso del proyecto sino que profundiza las tensiones internas en Europa, entre los distintos países y líderes miembros de la UE, pero también eleva las tensiones con los sectores productivos y empresariales.
Esta dependencia también se expresa en el complejo militar-industrial. La OTAN opera como intermediario privilegiado que asegura la compra de armamento estadounidense por parte de Europa, mientras condiciona doctrinas militares, prioridades estratégicas, financiamiento y políticas de seguridad comunitarias. Subordinar la compra de armamento estadounidense a partir de la OTAN también implica que EEUU logra neutralizar la competencia europea desplazando a las industrias de defensa de Alemania, Francia e Italia. El objetivo no es sólo alimentar financieramente al complejo industrial militar norteamericano, sino también limitar y cortar cualquier intento de autonomía estratégica europea estrangulando las propias capacidades industriales que aún se mantienen en pie.
La Estrategia de Seguridad Nacional de EEUU publicada en noviembre dejó en claro que la disputa interimperial entre el continentalismo y el globalismo también se libra en Europa. En el documento se califica a la UE como un ente que «socava la libertad política y la soberanía», quitándole legitimidad estratégica al proyecto integrador de Bruselas, bastión del globalismo europeo que ha servido para imponer la política exterior del continente.
Trump marca la crisis de Europa en la participación mundial, pero hace principal hincapié en lo que denominó “el borrado civilizatorio”, al punto que cuestiona la identidad europea.
“Pero este declive económico se ve eclipsado por la perspectiva real y más cruda del borramiento civilizatorio. Los problemas más importantes que enfrenta Europa incluyen las actividades de la Unión Europea y otros organismos transnacionales que socavan la libertad política y la soberanía; políticas migratorias que están transformando el continente y creando conflictos; la censura de la libertad de expresión y la supresión de la oposición política; tasas de natalidad que se desploman; y la pérdida de las identidades nacionales y de la confianza en sí mismos”.
Tan así han perdido el rumbo los europeos de la mano del globalismo que “si las tendencias actuales continúan, el continente será irreconocible en 20 años o menos”, por lo que “como tal, no es nada obvio si ciertos países europeos tendrán economías y ejércitos lo suficientemente fuertes como para seguir siendo aliados fiables”.
En este nueva estrategia, Washington ha enterrado definitivamente el mantra de la «defensa del orden basado en normas y valores», retórica globalista de unidad occidental, para sustituirlo por un realismo crudo donde Europa ya no es el socio con el que se lucha codo a codo, sino un recurso logístico y un mercado cautivo, casi como un “patio trasero” sobre el que hay que evitar que sea invadido. Aún más, el capítulo europeo en la Estrategia se titula “promoviendo la Grandeza Europea”, ubicando a EEUU como el garante de devolver a los europeos el rumbo estratégico.
Trump critica a las políticas centralizadas y autoritarias que tiene la UE y la CE que se han impuesto sobre los intereses nacionales: “queremos que Europa siga siendo europea, que recupere su confianza civilizatoria y que abandone su enfoque fallido en la asfixia regulatoria”. Señala contundentemente que “la Administración Trump se encuentra en desacuerdo con los funcionarios europeos que mantienen expectativas poco realistas sobre la guerra, apostados en gobiernos minoritarios inestables, muchos de los cuales pisotean los principios básicos de la democracia para suprimir a la oposición”; mientras que anuncia explícitamente que “Estados Unidos alienta a sus aliados políticos en Europa a promover este renacimiento del espíritu, y la creciente influencia de los partidos patrióticos europeos da, de hecho, motivos para un gran optimismo”.
Así, Trump establece la preferencia de una Europa de naciones proteccionistas con las que pueda negociar bilateralmente fijando las condiciones sin la mediación de la burocracia comunitaria. “Fortalecer las naciones sanas de Europa Central, Oriental y del Sur a través de vínculos comerciales, venta de armas, colaboración política e intercambios culturales y educativos” señala sin tapujos la Estrategia de Washington alimentando a las “fuerzas patrióticas” operando sobre el resquebrajamiento de la estructura de poder globalista controlado por Alemania, Francia y la CE.
Crisis de gobernabilidad institucional de la UE y economía política europea del declive
Las élites globalistas europeas tras el proyecto globalista han arrastrado a la Unión Europea a una crisis estructural de gobernabilidad y legitimidad política. El Parlamento Europeo resulta cada vez más fragmentado, con un avance sostenido de fuerzas eurocríticas, soberanistas y nacionalistas que erosionan la capacidad de Bruselas para construir consensos mínimos, al tiempo que cuestionan el liderazgo de la Comisión Europea. Los escándalos de corrupción, que involucran a la funcionaria de más alto nivel, Úrsula von der Leyen, la opacidad en la toma de decisiones y la concentración de poder en organismos no electos de forma directa por la ciudadanía europea, como la propia CE y el complejo burocrático comunitario, profundizan la percepción de centralismo autoritario y ruptura con los intereses de las sociedades europeas.
Esta crisis institucional se agrava por el debilitamiento de las potencias que históricamente sostuvieron el proyecto: Alemania y Francia. Como se marcó anteriormente, ambos países atraviesan recesión, desindustrialización, crisis políticas internas y pérdida de influencia global y regional.
Al mismo tiempo, el bloque experimenta un deterioro acelerado de aquello que durante décadas fue su marca identitaria: el discurso de los “valores europeos”. La política migratoria se volvió abiertamente represiva y neocolonial; se negocia legalmente cómo vulnerar derechos humanos y tercerizar la violencia a países periféricos; y mientras Europa sanciona a quienes considera “violadores del derecho internacional”, avala y guarda silencio frente a crímenes de guerra y el genocidio perpetrado por Israel en Palestina, con el agravante de continuar con acuerdos armamentístico con el Estado sionista a la vez que reprime las movilizaciones de apoyo a Palestina en sus propias calles europeas. La censura política, desde prohibición de manifestaciones hasta persecución de intelectuales críticos, desmonta el mito de la libertad de expresión y evidencia que la democracia europea se vuelve selectiva cuando entra en tensión con su estrategia geopolítica.
Sobre esta crisis política se monta una crisis económica profunda. Europa enfrenta desindustrialización, fuga de empresas hacia Estados Unidos, pérdida de competitividad frente a China y subordinación a políticas industriales externas. El sabotaje del Nord Stream, la ruptura energética con Rusia, la dependencia del fracking estadounidense y la imposibilidad de sostener el Green Deal en un contexto de crisis productiva desarticulan su matriz económica. El resultado es un continente empobrecido, endeudado, con caída del empleo industrial, inflación persistente y Estados obligados a sustituir el modelo social europeo por ajuste y austeridad.
Mientras tanto, la economía de guerra se impone como la única política industrial posible: presupuesto militar creciente, endeudamiento para sostener el complejo industrial bélico y el recorte del gasto social. El discurso de “orden basado en reglas” convive con prácticas que lo contradicen: Europa flexibiliza sus normas cuando se trata de confiscar activos rusos, aceptar importaciones estadounidenses que violan sus propias regulaciones ambientales, financiar gobiernos afines, mirar para otro lado o incluso apoyar fraude electoral o legitimar violencia estatal cuando conviene estratégicamente. El continente que pretendía ser modelo civilizatorio hoy enfrenta su propia implosión: crisis de gobernabilidad, declive económico y vaciamiento estratégico moral.
Ucrania
La llegada de Trump marcó un quiebre sobre la crisis ucraniana: Estados Unidos dejó de presentarse como garante incondicional de la seguridad de Kiev y, al mismo tiempo, desarmó el relato de guerra proxy perpetua contra Rusia sobre el que el globalismo europeo había sostenido su cohesión política. Trump no solo recortó financiamiento, sino que expuso públicamente la fragilidad del liderazgo ucraniano y la dependencia absoluta de Kiev hacia Occidente. Zelensky fue colocado en reiteradas ocasiones “contra las cuerdas”, humillado frente a la opinión pública internacional y presionado para aceptar un proceso de negociación que degrada la retórica de victoria que el globalismo sostuvo durante años.
La escena que sintetiza el 2025 europeo, que se encuentra en la foto de portada de este artículo, fue aquella en la que, en el Despacho Oval, los líderes europeos escucharon tensos, incómodos y subordinados mientras Trump explicaba los avances de su conversación con Putin en Alaska, señalando sobre un mapa los territorios controlados por Rusia. Europa quedó reducida a un actor espectador, sin voz en la mesa real de negociación, atrapada entre su necesidad de prolongar la guerra para sostener su arquitectura de poder y la presión estadounidense para finalizar el conflicto bajo los términos trumpistas.
Trump, que prometió en campaña cerrar la guerra en 48 horas, no logró materializar ese objetivo, pero hizo del 2025 el año con mayor movimientos orientados a llegar a un acuerdo Washington–Moscú. Aunque su postura osciló entre la confrontación hacia Putin y la humillación a Zelensky y a los líderes europeos, el camino buscado fue una salida negociada. No obstante, el grupo belicista europeo se encargó de sabotear una y otra vez cualquier intento de negociación o acuerdo con movimientos que iban desde contrapropuestas irreales e inviables, hasta aumento de financiamiento, nuevo paquetes de sanciones, mayor retórica antirusa, ataques de falsa bandera y mayor ayuda militar a Ucrania.
En este escenario, el poder en Kiev comenzó a resquebrajarse. El desgaste militar, la fatiga social, las fracturas internas y la imposibilidad de sostener la narrativa del “avance inevitable” derivaron en un escenario crítico para Zelensky. No fue casual que, en paralelo a la propuesta del acuerdo de los 28 puntos y al reclamo de Washington de convocar elecciones, estallara un nuevo escándalo de corrupción que debilitó aún más la legitimidad del gobierno ucraniano.
De este modo, la crisis ucraniana evidencia la tragedia europea: una guerra que el globalismo apostó a conducir y está perdiendo, una OTAN que escala la narrativa antes de asumir la derrota en la guerra proxy contra Rusia, y una UE incapaz de influir en la resolución del conflicto más importante de su tiempo histórico. Ucrania ya no representa el “campo de batalla de los valores occidentales” ni rige los intereses sociales europeos, sino que se volvió el símbolo del fracaso estratégico del proyecto globalista europeo y la evidencia de que la arquitectura atlantista que pretendía ordenar el continente comenzó a colapsar desde su propio núcleo.
Recrudecimiento de la violencia y el neocolonialismo en la política migratoria
A diez años de la crisis migratoria del Mediterráneo, la Unión Europea ha pasado de la retórica de la acogida a la institucionalización de una tanatopolítica que convierte las fronteras en zonas de guerra y el mar en un cementerio. En 2025, la UE ha consolidado un modelo migratorio basado en la externalización de fronteras, el endurecimiento de las expulsiones, la militarización de las fronteras y la criminalización del derecho de asilo, operando bajo una lógica neocolonial que utiliza a terceros países como “cárceles de contención”.
Bruselas ya no disimula y ha trazado proyectos que permite a los países miembros el camino jurídico necesario para replicar el modelo de Giorgia Meloni. Esto implica la creación de centros de deportación en países no comunitarios, como Italia hizo en Albania, donde se subcontrata la contención, sin velar artículos en defensa de los derechos humanos. Esta “externalización de la crueldad” no solo busca agilizar las expulsiones, sino que refuerza las políticas neocoloniales comprando la complicidad de gobiernos terceros para que gestionen la violencia que Europa no quiere ver en su propio suelo. Otra muestra del doble rasero y vaciamiento moral de la Comunidad Europea.
La Comisión Europea ha institucionalizado la desprotección mediante la flexibilización de la directiva de “países terceros seguros”. El cambio normativo clave en 2025 permite que un Estado miembro deporte a un solicitante de asilo incluso si no tiene una relación directa con el país de destino; basta con que Bruselas determine que el país cumple con estándares mínimos de seguridad, aunque existan riesgos documentados de vulneración de derechos. Este nuevo proyecto de ley para acelerar las deportaciones introduce un procedimiento fronterizo obligatorio que reduce los tiempos de apelación a un máximo de 5 días, eliminando en la práctica el efecto suspensivo de los recursos y agilizando las devoluciones de aquellos solicitantes con una tasa de reconocimiento de asilo inferior al 20%.
Esta arquitectura técnica se complementa con la externalización del control migratorio a través de acuerdos de financiamiento con países de tránsito, donde la UE delega la vigilancia a cambio de fondos de cooperación. Al relajar los estándares de protección, la UE no solo elude el principio de no devolución, sino que ajusta su marco jurídico para que la gestión fronteriza responda a cuotas de expulsión y no a la evaluación individual de vulnerabilidades.
La Unión Europea ha priorizado detenciones, devoluciones en caliente y colaboraciones con guardias costeras externas para interceptar y devolver embarcaciones, reduciendo sensiblemente las llegadas pero no el sufrimiento ni la mortalidad. Grupos humanitarios señalan que estas prácticas violan las obligaciones de rescate marítimo bajo el derecho internacional y han convertido el Mediterráneo en un espacio de muerte normalizada. Esta violencia es un componente esencial del orden europeo actual, un muro de contención militarizado con armas y con un discurso xenofobo y criminalizante que justifica ante la opinión pública la protección del “jardín” frente a la invasión de la “jungla” proveniente del despojo imperial sobre el Sur Global.
La crisis energética
La crisis energética sigue siendo una de las principales problemáticas que atraviesa a toda Europa y condicionan tanto su agenda geopolítica como su estabilidad interna. La ruptura con Rusia no sólo significó el quiebre del pilar energético que sostenía el modelo industrial europeo, sino que abrió un escenario de permanente vulnerabilidad, disputas internas y búsqueda desesperada por diversificar. En nombre de la “seguridad energética” y de la supuesta necesidad de “independizarse de Moscú”, la Unión Europea terminó sustituyendo una dependencia por otra, profundizando su subordinación a Estados Unidos y reconfigurando nuevas relaciones de dominación hacia el Sur Global.
Los ataques sobre infraestructuras críticas, como el TurkStream, el rediseño forzado de rutas de suministro, los acuerdos energéticos con Washington para importar gas de fracking altamente contaminante y extremadamente caro, las negociaciones oportunistas en Asia Central y las alianzas con gobiernos africanos para asegurar nuevos corredores energéticos, no construyeron soberanía ni estabilidad. Por el contrario, consolidaron un esquema de dependencia estructural a EEUU y reinstalaron lógicas neocoloniales en terceros países, donde Europa extrae recursos estratégicos mientras externaliza los costos ambientales, sociales y territoriales sobre poblaciones ajenas.
El doble rasero también se aplica para la búsqueda de solución a la crisis energética. El “Green Deal”, la transición ecológica y el liderazgo climático europeo chocan de frente con la realidad de la recesión, la desindustrialización, la pérdida de competitividad y la urgencia energética. Por lo que para sostener la economía y alimentar la maquinaria militar y productiva, Bruselas flexibilizó regulaciones ambientales, retrocedió en metas climáticas y normalizó el carbón, la energía nuclear y permitió la importación masiva de energías de fracking desde Estados Unidos.
Por lo tanto, la crisis energética no es sólo un problema técnico ni de abastecimiento: es una crisis estratégica que expone la pérdida de autonomía europea, evidencia la dependencia estructural hacia Washington, reactualiza formas de colonialismo energético sobre el Sur Global y desnuda la hipocresía de un proyecto que habla de valores, transición verde y derechos humanos. Al mismo tiempo, profundiza las tensiones internas dentro del propio continente, al dejar desprotegidos a sectores productivos y energéticos europeos que no pueden competir frente a los costos crecientes, la importación de energía y productos estadounidenses y las arbitrariedades regulatorias de Bruselas. Lejos de fortalecer a Europa, el actual rumbo empuja al continente hacia un modelo de guerra, extractivismo, desigualdad social y deterioro estructural, donde los costos recaen sobre trabajadores, productores y ciudadanos europeos mientras las élites sostienen su proyecto en crisis.
Regiones clave de la disputa geopolítica europea
La disputa estratégica se expresó en diversas regiones clave, convertidas en escenarios de presión, injerencia, militarización y reconfiguración geopolítica.
Los Balcanes, se consolidó como una de las zonas más inestables del continente. Rumania, Bulgaria, Moldavia, Serbia, la República Srpska, Transnistria, Gagauzia atravesaron procesos de presión política, injerencia externa y operaciones de desestabilización, enmarcadas en el intento del globalismo europeo de garantizar control sobre una región de enorme valor geoestratégico: contención de Rusia y China, corredores comerciales, rutas energéticas y puente hacia Asia.
En el Mediterráneo, la disputa energética y geopolítica se profundizó. Se impulsaron proyectos para reemplazar el suministro ruso a través de infraestructura con África y Asia Occidental, reforzando alianzas como Grecia–Israel y buscando debilitar el rol estratégico de Turquía. Terminales de GNL, gasoductos como el Trans-Mediterráneo y acuerdos con gobiernos africanos forman parte de una arquitectura energética atravesada por intereses militares, tensiones diplomáticas y lógicas neocoloniales.
En el Báltico, la región siguió como “lago de la OTAN”, con un altísimo nivel de tensión militar en torno a Kaliningrado y el flanco oriental europeo. El incremento de despliegues militares, ejercicios de gran escala y retórica de guerra directa con Rusia volvieron a convertir este espacio en un punto crítico de tensiones.
En Asia Central, la UE intentó avanzar con Global Gateway y otros instrumentos económicos y diplomáticos para competir con China y Rusia por influencia, conectividad, infraestructura y acceso energético. Sin embargo, el peso de iniciativas como la Franja y la Ruta, sumado a la presencia rusa en la región, limitó la capacidad europea de consolidar presencia real más allá de la retórica.
El Ártico volvió a posicionarse como uno de los territorios emergentes de disputa, no sólo por recursos y rutas marítimas, sino como un espacio clave de contención militar contra Rusia, con creciente interés atlantista y reconfiguración estratégica del Norte europeo.
Finalmente, China se mantuvo como socio económico fundamental de la UE, pero también como adversario sistémico dentro de la narrativa estratégica occidental. Bruselas presionó a Pekín para “influir” sobre Moscú, mientras Washington presionó a Europa para imponer aranceles, restringir tecnología y alinearse con su política de contención.
En paralelo, 2025 también vio consolidarse, aunque aún de manera heterogénea y no plenamente articulada, un espacio político soberanista, eurocrítico y anti-globalista dentro de Europa. Actores distintos entre sí pero unidos por una crítica común a las élites de Bruselas, especialmente a la política belicista, comenzaron a disputar sentidos, posiciones de poder y horizontes estratégicos alternativos al orden globalista europeo, sumando una nueva capa de complejidad a la crisis continental.
Micaela Constantini, licenciada en comunicación social, periodista y parte del equipo de PIA Global.
Foto de portada: Casa Blanca / Daniel Torok

