La potencia más militarizada del Medio Oriente nunca ha firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear y nunca ha permitido una inspección internacional. Israel mantiene un arsenal atómico operativo desde finales de los años sesenta, protegido sistemáticamente por Estados Unidos y Europa. La norma ha sido ocultar, negar y, cuando es necesario, presionar. Ese es el andamiaje real del poder nuclear israelí.
El programa comenzó con asistencia francesa y cobertura diplomática norteamericana. Para 1969, Washington ya sabía que Israel producía plutonio apto para armamento en el reactor de Dimona. El pacto no escrito entre Richard Nixon y Golda Meir estableció los términos que perduran hasta hoy: Estados Unidos no exige inspecciones y Tel Aviv mantiene una “ambigüedad” que nadie cree. Desde entonces, todo se ha manejado bajo un código: Israel tiene armas, pero nadie debe decirlo.
A lo largo de las décadas, funcionarios estadounidenses filtraron la verdad que sus gobiernos escondían. El exjefe de Ciencia y Tecnología de la CIA, Carl Duckett, declaró al Congreso en 1976 que Israel ya había producido suficiente plutonio para fabricar bombas. Para evitar un conflicto diplomático, el secretario de Estado Henry Kissinger ordenó cerrar el tema. John Hadden, jefe de estación de la CIA en Tel Aviv en los sesenta, lo describió después con una frase que resume el mecanismo de presión: “Israel no dice lo que tiene, pero quiere que lo sepas”. El investigador Grant F. Smith publicó documentos del FBI y del Departamento de Energía confirmando que Israel desvió tecnología nuclear desde Estados Unidos a través de empresas como NUMEC.
Las revelaciones de Mordejái Vanunu en 1986 terminaron de exponer el programa. Vanunu mostró fotos, planos y detalles de producción plutonio, estimando más de un centenar de armas listas. Su secuestro por el Mossad en Roma y su condena buscaron impedir que se rompiera definitivamente la política de silencio que sostenían Israel, EE.UU. y Europa. Pero los datos estaban fuera: Dimona producía aproximadamente 40 kg de plutonio por año y albergaba una infraestructura de diseño y ensamblaje de cabezas nucleares que ningún Estado del Medio Oriente podía igualar.
Las estimaciones modernas confirman el patrón. Hans Kristensen y Matt Korda sitúan el arsenal israelí entre 90 y 120 ojivas listas, desplegadas en tres vectores operativos: misiles balísticos Jericho, submarinos clase Dolphin con capacidad de lanzamiento y aeronaves como los F-15 y F-35 modificados para transportar misiles de crucero. No existe inspección de la OIEA, no existe obligación legal y no existe rendición de cuentas.
La consecuencia geopolítica es directa. Estados Unidos y Europa exigen que Irán mantenga un programa nuclear estrictamente civil, mientras blindan un arsenal clandestino que existe desde hace más de medio siglo. Irán sí firmó el Tratado de No Proliferación. Israel no. Irán sí está bajo inspecciones intrusivas. Israel no. A Irán se le sanciona por lo que podría hacer; a Israel se le tolera lo que ya hizo. Esta es la definición misma del doble estándar estratégico.
El punto es más grave aún: Israel ha utilizado esta capacidad como herramienta de presión política. Analistas estadounidenses han documentado episodios en que altos funcionarios israelíes advirtieron que, si Estados Unidos no atacaba instalaciones iraníes, Tel Aviv consideraría “otras opciones”, una fórmula diplomática que siempre ha aludido a la doctrina Samson, descrita por Seymour Hersh: la posibilidad de uso nuclear si el Estado considera amenazada su existencia.
La humanidad enfrenta aquí un riesgo estructural. Un Estado con armas nucleares, fuera de cualquier tratado, involucrado en conflictos permanentes y con supremacía militar regional, actúa en completa impunidad. La existencia de este arsenal clandestino es una amenaza a la estabilidad, no solo en Medio Oriente, sino en el sistema internacional entero. No se puede exigir transparencia a Irán mientras se protege la opacidad israelí. No se puede pedir desarme sin enfrentar al único actor que ya tiene las armas y se niega a reconocerlas.
La seguridad global exige terminar con la ficción. Mientras Israel continúe operando en la sombra nuclear y Occidente siga garantizando esa sombra, la región seguirá al borde de una escalada catastrófica. La única vía responsable es levantar el velo, reconocer la existencia del arsenal y someterlo al mismo estándar que se exige a todos los demás. Todo lo demás es complicidad.
*Nicolás Romero chileno, abogado de la Universidad de Chile, Magíster en Sociología de la misma casa de estudio y Director de Revista De Frente.
Artículo publicado originalmente en Revista de Frente.
Foto de portada: Bomba nuclear de Nagasaki / REUTERS

