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Cumbre en Sudáfrica: el tablero geopolítico que se mueve entre el G20 y el BRICS

Escrito Por Beto Cremonte

Por Beto Cremonte*-
La primera cumbre del G20 en suelo africano, el próximo 22 y 23 de noviembre, llega en el momento más tenso del continente: guerras abiertas, disputas geoeconómicas, la Unión Africana atrapada entre la obediencia al orden global y la presión de sus pueblos, y un BRICS ampliado que ofrece una grieta por donde imaginar otro futuro.

Hay instantes en que la historia parece detenerse, no porque lo quiera, sino porque un continente entero se queda mirando hacia adelante con una mezcla de cansancio, intuición y deseo de ruptura. La cumbre del G20 en Sudáfrica es uno de esos momentos donde el protocolo intenta fijar una escena —banderas alineadas, sonrisas diplomáticas, discursos que repiten la idea de “inclusión africana”— mientras debajo de la superficie hierve algo mucho más profundo, más antiguo y más decisivo y donde los pueblos, no todos pero si muchos, se levantan y toman las calles pidiendo cambios urgentes y necesarios. Cada día más necesarios. En este contexto de efervescencia social Johannesburgo será sede de primera cumbre del Grupo de los 20 en suelo africano,

África recibe, entonces, a quienes han regido la economía del mundo, pero lo hace en el preciso instante en que ese mundo empieza a resquebrajarse, cuando los viejos acuerdos financieros pesan más que las promesas, y cuando los pueblos africanos ya no parecen dispuestos a aceptar que su destino sea administrado desde fuera. Venimos sosteniendo que el viejo orden mundial, unipolarismo o incluso bipolarismo, ya no existe y asistimos a la emergencia de un mundo girado hacia la multipolaridad, cambiando así los acuerdos y el eje del análisis geopolítico mundial.

Esta foto impecable en la que nos detenemos a mirar este instante en la historia nos dirá que las cancillerías celebran como triunfo histórico, pero también que allí late un continente exhausto por las guerras que lo atraviesan, por las ocupaciones que persisten, por las crisis que nadie detiene y por una Unión Africana que, aun sentándose en la mesa global por primera vez, llega con la carga de haber aplicado una vara rígida para unos conflictos y una indulgencia selectiva para otros. Nada de esto se menciona en los discursos, pero todo está ahí, vibrando detrás de cada saludo oficial: África llega al G20 en pleno incendio, con un pie en el orden que se apaga y el otro tanteando el umbral de un mundo nuevo, donde el BRICS ampliado promete lo que el sistema viejo le negó durante décadas. La pregunta ya no es si el continente está preparado para ocupar un asiento en la mesa global, sino si está dispuesto a transformar esa silla en una herramienta de soberanía real.

El G20 como espejo de un orden que se apaga

Hay escenas que parecen diseñadas para las cámaras, rituales donde los poderosos representan una obra ya ensayada, como si el gesto de sentarse alrededor de una mesa fuera suficiente para sostener un mundo que lleva años crujiendo. La cumbre del G20 en Sudáfrica es una de esas escenas que deslumbran por fuera, pero inquietan por dentro; un acto diplomático cargado de simbolismo que llega justo cuando la arquitectura económica global muestra sus costuras más profundas y cuando el continente africano, anfitrión por primera vez, se encuentra en medio de su propia batalla histórica, una lucha simultánea por sobrevivir sus crisis internas y por romper las reglas externas que lo atan desde hace más de un siglo. Incluso el país anfitrión de dirime en una disyuntiva crucial interna en la que no está encontrando una clara salida a su propia crisis institucional y de representatividad donde el histórico ANC tuvo que sellar pactos con lo más rancio de la sociedad sudafricana para sostener así la gobernanza.

África recibe al G20 en un momento de máxima tensión, casi como si el continente hubiera sido convocado no para celebrar su ascenso, sino para confirmar, sin quererlo, la decadencia del foro que lo invita, porque ser anfitrión no significa ser arquitecto, y tener una silla no implica tener poder sobre las decisiones que ordenan la economía mundial. Es una foto potente, sin duda, pero también una advertencia: África ocupa un lugar en el escenario justo cuando el escenario empieza a perder relevancia, y eso revela una paradoja que la diplomacia apenas insinúa: qué significa llegar a la mesa cuando la mesa misma se está desmoronando.

La Unión Africana entra al G20 con la dignidad de quien atravesó décadas reclamando su derecho a participar, pero también con la fatiga de quien cargó sobre sus hombros guerras, crisis, desplazamientos, golpes, hambrunas y presiones externas sin contar con los recursos, la autonomía ni la capacidad real para contenerlas. La UA llega con la voz alta, pero con las manos atadas, no porque carezca de legitimidad moral o de visión estratégica, sino porque depende estructuralmente de los mismos actores que diseñaron el sistema financiero internacional que hoy se le presenta como “espacio de diálogo”, y esa dependencia no es un detalle técnico, es una marca profunda que se ve cada vez que el continente se enciende. Allí donde el conflicto golpea a gobiernos alineados con Occidente, la UA suele desplegar un lenguaje prudente, casi administrativo, llamando a la calma, a la mediación, al respeto de los marcos constitucionales; en cambio, cuando las crisis estallan en territorios que incomodan el orden poscolonial o que desobedecen el libreto de las potencias, como por ejemplo en el Sahel, la vara se vuelve mucho más dura, más rápida, más sancionadora.

Conflictos abiertos y la distinta vara de la UA

Basta mirar el mapa reciente de decisiones del organismo para entender la lógica: en Malí, Burkina Faso y Níger la UA y los bloques regionales asociados (CEDEAO) se apuraron a suspender, condenar, aislar, advertir sobre la “ruptura del orden constitucional” y multiplicar comunicados sobre la necesidad de retorno inmediato al diseño institucional previo, incluso la UA avaló la decisión prematura de la CEDEAO de formar un ejército regional para intervenir militarmente en Níger, pero ese celo normativo no se aplica con la misma fuerza cuando se trata de regímenes de larga duración, profundamente autoritarios y, sin embargo, útiles para los intereses occidentales, como el Camerún de Biya, o incluso algunos aliados incondicionales en el norte del continente, Marruecos, Argelia, Egipto. Con el Sahel insurgente la UA se pone el traje del guardián del statu quo; con los aliados del norte y del centro del continente, prefiere el de observador paciente, casi comprensivo, que reconoce “particularidades”, “contextos complejos” y “procesos internos” que supuestamente no pueden ser alterados a riesgo de desestabilizar la región. Esa doble vara también se ve en el tratamiento de la cuestión saharaui, donde el organismo continental eligió correrse hacia la diplomacia impotente de Naciones Unidas antes que sostener con firmeza el derecho a la autodeterminación de un pueblo africano ocupado por un Estado que, casualmente, es socio privilegiado de las potencias que ahora celebran a la UA en la mesa del G20.

Esa manera de actuar convierte a la Unión Africana en una especie de bisagra: hacia afuera se presenta como voz del continente en la gobernanza global, pero hacia adentro funciona muchas veces como garante regional de un orden heredado, corrigiendo sus desbordes cuando amenazan con salirse del carril, pero rara vez cuestionando su esencia. En Sudán, por ejemplo, la UA condena la violencia, convoca diálogos, propone hojas de ruta, pero nunca alcanza a tocar el corazón del problema, que es un Estado capturado por redes militares, económicas y extranjeras que se disputan el control del oro, del territorio y del futuro político sin que la población civil tenga un espacio real donde hacer valer su propio proyecto. En Camerún administra declaraciones sobre “situación preocupante” y “necesidad de diálogo inclusivo”, pero evita enfrentar el nudo colonial de la cuestión anglófona y el papel histórico de Francia en la consolidación de un régimen que está agotado para buena parte de su población. En Somalia pone cuerpos, recursos limitados, estructuras de misión, pero acepta sin demasiada resistencia un guion escrito por otros, donde las tropas africanas terminan siendo escudo barato de intereses de seguridad que no son exclusivamente africanos. Y cuando se trata de las revoluciones políticas del Sahel, la UA reacciona como si el enemigo principal no fueran las viejas tutelas coloniales, sino los intentos de romperlas por vías no autorizadas.

En Madagascar, donde la UA reacciona con cautela ante un golpe político en un país que se ha vuelto epicentro de la disputa global por las tierras raras, se mueve con una prudencia que contrasta con su velocidad para suspender a países del Sahel. La diferencia no está en el valor democrático de las transiciones, sino en el valor estratégico de los recursos. En Tanzania, la UA acompaña procesos electorales, recomienda reformas y actúa como observadora, pero evita intervenir en la disputa silenciosa entre las fuerzas heredadas del socialismo nyerereano y los actores externos que presionan para controlar puertos, corredores marítimos y minerales.

Y es en este punto donde la incoherencia de la Unión Africana se vuelve más evidente, porque la manera en que el organismo actúa sobre los conflictos del continente expone que no estamos ante un problema de falta de información ni de incapacidad técnica, sino de la inercia política de un sistema internacional que sigue operando con doble vara sobre África. En Sudán, por ejemplo, la UA se limita a llamados genéricos al diálogo mientras un país entero se derrumba en tiempo real; trata el conflicto como un desacuerdo entre élites armadas cuando en realidad es la expresión de un Estado roto, capturado por redes militares y económicas que dependen —cada una a su manera— de los intereses de potencias externas que financian, arman o protegen a los actores en disputa. La UA no puede —o no quiere— señalar a Emiratos Árabes Unidos como actor decisivo en el avance de las RSF, ni interpelar a Estados Unidos por su vacilación estratégica, ni denunciar la competencia geopolítica que volvió a Sudán un tablero de guerra global. En vez de eso, queda atrapada en un lenguaje diplomático que no nombra a los responsables y que, en la práctica, permite que el genocidio avance sin freno.

La misma lógica se observa en Camerún, donde el conflicto anglófono es tratado por la UA como un “problema interno” que debe resolverse dentro del marco constitucional del país, cuando ese marco es precisamente la causa estructural de la crisis. La UA nunca se atreve a nombrar el rol histórico de Francia, que moldeó el Estado camerunés para proteger sus intereses extractivos y su influencia estratégica en África Central; tampoco señala la responsabilidad del régimen de Paul Biya en la militarización del conflicto ni la sistematicidad de la represión que sufren las regiones anglófonas. Se limita a pedir diálogo, pero evita cuestionar el origen colonial del quiebre, el racismo estructural implícito en la marginalización anglófona y la impunidad de un régimen de casi medio siglo.

Algo similar ocurre en el Sáhara Occidental, donde la UA decidió replegarse detrás del proceso de Naciones Unidas, aun sabiendo que ese proceso fue diseñado para nunca avanzar. La ocupación marroquí, consolidada con apoyo europeo, estadounidense e israelí, coloca a la UA frente a una contradicción extrema: tiene como miembro pleno a la República Árabe Saharaui Democrática, pero en la práctica evita confrontar al ocupante. La UA actúa con firmeza cuando la legalidad constitucional es quebrada por militares africanos del Sahel, pero actúa con silencio cuando la legalidad internacional es quebrada por un aliado geoestratégico del Norte. Esa doble vara vuelve a exhibirse con crudeza en el caso saharaui: la UA condena golpes africanos que rompen pactos poscoloniales, pero no condena ocupaciones que rompen el derecho internacional.

En Somalia, donde la UA desplegó durante años una de sus mayores operaciones militares, la realidad es todavía más amarga: las tropas africanas sostuvieron el Estado somalí con su sangre y sus recursos, mientras los beneficios estratégicos y logísticos de la misión se alineaban más con los intereses de la Unión Europea, Estados Unidos y Turquía que con los de los propios somalíes. La UA terminó siendo el ejecutor operacional de un guion escrito afuera. Y al retirarse las tropas, lo que queda es la misma fragilidad estructural que estaba desde el inicio: disputas entre regiones autónomas, presiones de Etiopía por acceso al mar, avance de Al-Shabaab, y un Estado central que no logra expandirse más allá de ciertos barrios de Mogadiscio.

Y en el Sahel, la doble vara alcanza su punto máximo. La UA condena sin matices los golpes de Estado en Malí, Burkina Faso y Níger, pero nunca condenó con la misma fuerza las décadas de militarización francesa, la dependencia económica inducida, la ocupación cultural y la penetración del sistema CFA. No condenó el fracaso estructural de las misiones occidentales, ni la acumulación de bases extranjeras, ni el rol de empresas europeas en la extracción del uranio nigerino. Para la UA, la ruptura institucional del Sahel es intolerable; la continuidad del neocolonialismo nunca lo fue.

Es ahí donde la reunión del G20 cobra un sentido que va más allá del protocolo. Porque al sentarse por primera vez en esa mesa, la UA no sólo suma una responsabilidad; suma un desafío histórico: la obligación de romper con estas incoherencias si realmente quiere representar a los pueblos africanos y no sólo a los Estados alineados con potencias externas. La cumbre en Johannesburgo no es un premio: es un espejo. Y ese espejo devuelve una imagen incómoda: un organismo que puede convertirse en motor de soberanía o en administrador del viejo orden.

BRICS y la frontera donde África empieza a decidirse

Si el G20 es un escenario donde las potencias administran la continuidad del orden que heredaron, el BRICS es un espacio donde el mundo empieza a inventarse a sí mismo de nuevo, con todas sus tensiones y opacidades, pero también con una energía que no remite al pasado sino al porvenir. África entiende esa diferencia de manera profunda, casi instintiva, como la entiende quien durante siglos fue obligado a aceptar reglas ajenas y que, de pronto, descubre un lugar donde las reglas pueden negociarse a varias manos, sin un centro hegemónico único que imponga su voluntad. Lo que el continente percibe es que en esa mesa alternativa no se le exige entrar como alumno disciplinado, sino como socio de un experimento histórico que busca romper el monopolio occidental sobre el dinero, las rutas comerciales, la tecnología y el relato del progreso.

El ingreso simultáneo de Etiopía y Egipto al BRICS fue un punto de inflexión porque cambió el mapa simbólico y práctico de la presencia africana en el bloque: Sudáfrica dejó de cargar sola con el peso de representar a todo un continente; la imagen de África pasó de ser un asiento solitario a una constelación de voces con historias distintas, memorias coloniales diferentes, conflictos propios, pero con una intuición común: que el mundo que viene no puede parecerse ni al reparto colonial de Berlín ni al unilateralismo posterior al fin de la Guerra Fría. Lo que seduce a África del BRICS no es la idea abstracta de multipolaridad, sino la posibilidad concreta de escapar al círculo vicioso deuda–ajuste–dependencia; de conseguir financiamiento para infraestructura sin que cada préstamo se convierta en una carta blanca para desarmar los Estados sociales; de discutir monedas alternativas, bancos de desarrollo propios, interconexión energética y tecnológica que no pase, necesariamente, por Washington, Bruselas o Londres.

Mientras las potencias occidentales miran al BRICS con una mezcla de miedo y desprecio, África lo observa como quien ve una ventana abierta en una casa donde durante años sólo hubo puertas cerradas. China ofrece carreteras, puertos, ferrocarriles, cables submarinos; Rusia ofrece gas, petróleo, cereales, cooperación militar; India extiende sus cadenas de software, farmacéuticas y educación; Brasil propone alianzas agrarias, alimentarias, culturales; Sudáfrica, Etiopía y Egipto empujan para que el continente deje de ser espacio de extracción y se convierta en corredor productivo; Argelia y Nigeria tantean su posible entrada con la conciencia de que sus reservas energéticas los convierten en actores con una voz que vale; los países del Sahel buscan allí legitimidad y recursos para sostener sus procesos de ruptura con las antiguas metrópolis. Nada de esto garantiza salvación automática: el BRICS no es un paraíso, es una disputa. Pero para África, que conoce de sobra lo que implica ser periferia disciplinada del G7, esa disputa ya es un avance.

África está dejando de pedir permiso y, en ese movimiento, arrastra también a su institucionalidad. La UA, sentada en el G20 y asomada al BRICS, no puede seguir siendo sólo la voz correcta de un continente encerrado en decisiones ajenas: tiene la obligación, si quiere estar a la altura de la historia que se abre, de transformarse en instrumento de esa desobediencia africana que ya está en marcha. La cumbre en Sudáfrica es apenas una foto; lo que vendrá después —la forma en que la UA responda a las guerras, a los golpes, a las revoluciones, a los proyectos de integración y a las presiones externas— será el verdadero relato que el continente escriba sobre sí mismo. Porque quizá la verdadera noticia de esta época no sea que el G20 llegó a África, sino que África está empezando a decidir qué hacer con esa visita, si abrirle la puerta como a un viejo patrón que vuelve a dictar órdenes o recibirlo como a un huésped incómodo que tendrá que adaptarse a una casa que ya no piensa obedecer como antes. Entre la foto del G20 y la respiración profunda del BRICS, entre la vieja vara de la Unión Africana y la necesidad de una vara nueva, más coherente y más propia, se juega el camino que el continente recorrerá en las próximas décadas. Y esta vez, guste o no en las capitales del Norte, ese camino no está escrito de antemano.

*Beto Cremonte es docente, profesor de Comunicación Social y Periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación Social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.

Acerca del autor

Beto Cremonte

Docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la Unlp, Licenciado en Comunicación social, Unlp, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS Unlp

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