Estados Unidos puso en circulación un proyecto de resolución ante el Consejo de Seguridad de la ONU para crear una Fuerza Internacional de Seguridad (ISF) en Gaza, con un mandato inicial de dos años prorrogables. La propuesta, designada “Sensible pero no clasificada” según Axios, busca que una coalición liderada por Washington administre la Franja hasta al menos 2027.
La resolución propone el despliegue de tropas internacionales con la misión de asegurar las fronteras de Gaza con Egipto e Israel, proteger corredores humanitarios, y entrenar una nueva fuerza policial palestina. Al frente de este esquema se situaría la llamada “Junta de Paz”, un organismo de transición que supervisaría un comité tecnocrático palestino encargado de la administración civil del enclave. El detalle que despierta mayor controversia es que Donald Trump presidiría esta Junta de Paz.
Este diseño significa la instauración de una autoridad internacional de ocupación, capaz de imponer “todas las medidas necesarias” para cumplir su mandato, incluyendo operaciones militares. El texto autoriza explícitamente la desmilitarización total de Gaza y el desmantelamiento de las estructuras armadas no estatales, es decir, la eliminación de Hamás y cualquier otra milicia palestina.
En el marco del plan de 20 puntos para la paz, la ISF no sería una fuerza de mantenimiento de esta, sino una “fuerza de aplicación de la ley”, significa que no se trata de mantener el orden existente, sino de imponer un nuevo orden político y de seguridad.
La ISF es un cuerpo multinacional con mandato amplio por dos años. Irak, Egipto, Turquía, Indonesia, Azerbaiyán son potenciales contribuyentes; sin embargo, cada uno llega condicionado: Turquía y Qatar son factores de mediación (y se les permite influencia política); Egipto requiere control estricto de Rafah; Arabia Saudita y otras monarquías del Golfo miran con interés económico y político.
Israel, por su parte, rechazó la presencia militar turca y condiciona cualquier retirada ulterior a garantías de seguridad que preserven sus intereses fronterizos. El papel de Estados Unidos es central: dirige la arquitectura política, financia y coordina, y además envió expertos para montar el Centro de Coordinación Civil-Militar (CMCC) que supervisaría la entrada de ayuda.
Este proyecto es un intento de institucionalizar la ocupación bajo legitimidad multilateral, evitando el costo político directo para Tel Aviv. En lugar de un retiro completo, Israel obtendría garantías de seguridad supervisadas por terceros, mientras el proceso de reconstrucción quedaría condicionado a las reformas y vetos de la Junta de Paz.
Para EE.UU., garantizar la seguridad de Gaza bajo su control sería una victoria geoestratégica frente a Irán y sus aliados, así como una herramienta para contener el avance chino y ruso en la región.
El discurso del presidente estadounidense ante la Knesset, donde celebró “el amanecer de la paz en la Tierra Santa”, contrasta con la realidad sobre el terreno. Lejos de un proceso de pacificación, Israel consolidó un nuevo modelo de ocupación estructural bajo la llamada Línea Amarilla, que divide la Franja en dos: un oeste densamente poblado, asfixiado y bajo control parcial de Hamás; y un este despoblado, devastado y militarizado.
La Línea Amarilla no sólo separa territorios, sino que también institucionaliza una geografía de la desesperación, donde los gazatíes son confinados en un espacio controlado, vigilado y empobrecido, mientras el ejército israelí consolida su dominio económico y territorial. En este contexto, la llamada Fuerza Internacional de Estabilización se perfila más como un dispositivo de legitimación colonial que como un actor neutral, administrando la transición hacia una Gaza fragmentada, administrada desde fuera y desprovista de soberanía.
La propuesta de reconstruir Gaza bajo control israelí es, en realidad, una ingeniería social planificada para la desintegración demográfica de Gaza. Para los que fantasean con que Trump tiene una aureola sobre su cabeza, hay que entender que el objetivo no es reconstruir la Franja, sino redefinir quiénes tendrán derecho a habitarla. En esa lógica, la reconstrucción se convierte en una herramienta política: Israel y la Junta de Paz asignarían recursos sólo a quienes se sometan a su tutela, mientras la mayoría de los desplazados permanecerán excluidos, atrapados en campamentos precarios.
La posibilidad de un comité administrando Gaza parte de una condición previa, y es que para ser legítimo debe nacer de consentimiento palestino mayoritario. Hoy ese consenso no existe. La Autoridad Palestina (AP) aparece interesada en recuperar un rol administrativo —y en capital político—, pero internamente está debilitada y su imagen está ligada a la colaboración con actores externos.
Entre los nombres que circulan para integrar el comité figura Majed Abu Ramadan (Ministro de Salud de la AP). Su candidatura habría sido propuesta por sectores en Ramallah y apoyada por mediadores regionales; sin embargo, fuentes israelíes habrían rechazado su incorporación, lo que revela de entrada la condición ambigua del acuerdo: un arreglo que necesita, pero que también está condicionado por actores externos y por Israel en particular.
Hamás, por su parte, acepta fórmulas técnicas que permitan alivio humanitario y cierta normalización —en líneas con el plan de alto el fuego—, pero rechaza que el control real sea impuesto desde fuera o sin fuertes garantías de amnistía y seguridad para sus combatientes y su base social. Moussa Abu Marzouk lo sintetizó: “Hamás controla el terreno y advierte que el desarme forzado abriría vacíos de seguridad que podrían generar más violencia”.
Mientras tanto, las milicias patrocinadas por Israel (Abu Shabab, al-Astal, al-Mansi) están integradas de facto en el nuevo ecosistema de seguridad: controlan corredores, escoltan (si es que no asaltan o desvían) convoys y supervisan distintas zonas. Su existencia hace que cualquier desarme sea incompleto; si Hamás entregara armas, esas serán sustituidas por otros actores armados, consolidando una arquitectura de fragmentación, no de paz.
Luego de financiar y apoyar diplomáticamente el genocidio contra la Franja, el presidente estadounidense promete el fin de la guerra, el desarme de Hamás y la transformación económica del enclave. Sin embargo, la arquitectura del plan revela una combinación de promesas vagas y mecanismos de tutela.
La primera parte del plan ya se implementó —un alto el fuego y cese del asedio—que Tel Aviv ya violó con nuevos ataques—, el intercambio de prisioneros y el ingreso limitado de ayuda humanitaria—, pero las etapas siguientes, que incluyen reconstrucción, gobernanza y desarme, se encuentran atrapadas en un limbo legal.
Según la abogada palestina de derechos humanos Zaha Hassan, el plan “prevé una entidad palestina apolítica y tecnocrática que funcione solo como proveedor de servicios”, mientras la denominada Junta de Paz liderada por Trump “gestionará las inversiones y las preocupaciones económicas en la franja”.
Mientras que expertos legales de la ONU consultados por Middle East Eye advirtieron que un “gobierno temporal de transición” no representaría a los palestinos ni establece puntos de referencia claros para una eventual transferencia de poder. En otras palabras, Gaza pasaría de una ocupación militar a una administración tecnocrática sin soberanía, legitimada por contratos, no por mandatos populares.
La dimensión económica del plan se articula en torno al GREAT Trust (Gaza Reconstitution, Economic Acceleration and Transformation), un fondo fiduciario internacional diseñado para controlar durante una década la reconstrucción de Gaza (recordemos que CIsjordania no entra en este plan).
El objetivo es que todas las tierras de Gaza pasen “temporalmente” a esta entidad fiduciaria que gestionaría inversiones privadas, megaproyectos de infraestructura y programas de reubicación poblacional. El plan promete entre 30 y 50 mil millones de dólares en inversión extranjera —también con la participación de los países del Golfo—, pero no mediante donaciones, sino a través de capitales de retorno asegurado.
Una de las cláusulas más controvertidas prevé “incentivos económicos” para la reubicación voluntaria, esto es, 5 mil dólares por persona y subsidios de vivienda a quienes acepten trasladarse temporal o definitivamente. Los residentes desplazados recibirían tokens digitales en lugar de títulos de propiedad, que podrían canjearse por viviendas en nuevos desarrollos urbanos o negociarse en plataformas de criptomonedas (¡¡de qué estamos hablando, si son personas que apenas han sobrevivido al hambre y la destrucción!!).
Bajo el esquema propuesto, Gaza quedaría bajo control de una entidad híbrida —ni plenamente internacional ni local— basada en contratos fiduciarios y no en obligaciones estatales. El Comité Internacional de la Cruz Roja advirtió que esta “ocupación sin nombre” podría devenir en una administración económica sin responsabilidad internacional.
A esto se suman los incentivos a la “reubicación voluntaria”, que según relatores de la ONU pueden equivaler a desplazamientos coercitivos. El DIH prohíbe las transferencias forzadas o indirectas de población civil, y cualquier intento de alterar la composición demográfica de un territorio ocupado constituye una violación grave.
Mientras tanto, miles de familias palestinas regresan a los escombros de sus hogares sin servicios básicos ni refugio ante el invierno, y la ayuda humanitaria sigue restringida casi en su totalidad.
Benjamin Netanyahu ya adelantó que las tropas israelíes permanecerán en gran parte de Gaza y que no permitirá la creación de un Estado palestino independiente. El plan, entonces, no busca cerrar el conflicto, sino reconfigurarlo bajo una nueva arquitectura de poder.
Como resume el analista español Antón Gómez-Reino, “sin respeto por el derecho internacional, sin rendición de cuentas ni reparación, cualquier plan de paz nace muerto”.
Lejos de significar el fin del conflicto, el plan conjunto de Washington y Tel Aviv institucionaliza una forma moderna de apartheid bajo cobertura humanitaria. La “fuerza internacional”, la “línea amarilla”, la “nueva Franja de Gaza” y el “desarme” conforman un mismo engranaje: un sistema de gestión colonial del pueblo palestino que pretende sustituir el genocidio abierto por una administración de la desesperación. Gaza, una vez más, se convierte en un laboratorio del control global —donde la ocupación se gestiona con discursos de paz, y la soberanía se posterga en nombre de la estabilidad—.
Washington vende el plan como salida técnica y segura; Tel Aviv lo presenta como “garantía de seguridad”; milicias locales se autodefinen como “protección civil”; Hamás denuncia tutela y exige soberanía palestina. En esta contienda, la hegemonía narrativa que imponga legitimidad real será clave: si el mundo acepta que la reconstrucción y seguridad se ejercen por fuerzas externas sin justicia, la alternativa soberana palestina habrá sufrido un golpe mortal.
*Lourdes Hernández, miembro del equipo editorial de PIA Global.
Foto de portada: Niños palestinos se encuentran sobre los escombros de edificios destruidos, en medio de un alto el fuego entre Israel y Hamás, en Jabalia, al norte de la Franja de Gaza, el 6 de noviembre de 2025. REUTERS/Mahmoud Issa.

