La paradoja de la realpolitik rusa frente al nuevo orden sirio
El 15 de octubre de 2025, el mundo fue testigo de una escena que habría sido impensable apenas un año atrás: Vladimir Putin recibiendo con honores en el Kremlin al ahora llamado Ahmed al-Sharaa, el exlíder terrorista conocido como Abu Mohamed al-Golani, ahora presidente interino de Siria. Este encuentro representa no solo un giro diplomático sorprendente, sino una contradicción flagrante con la retórica antiterrorista que Rusia ha enarbolado durante décadas, particularmente en Siria, donde Moscú intervino militarmente desde 2015 precisamente para combatir al terrorismo islamista.
La trayectoria de Al-Sharaa es un compendio de las transformaciones del terrorismo contemporáneo. Nacido en 1982 en Riad, se unió a Al Qaeda en Irak tras la invasión estadounidense de 2003, donde combatió bajo las órdenes de Abu Musab al-Zarqawi y fue detenido en el infame Camp Bucca, conocido como una “universidad terrorista”. En 2012 fundó el Frente al-Nusra, la filial siria de Al Qaeda, responsable de numerosos atentados terroristas. Estados Unidos puso una recompensa de 10 millones de dólares sobre su cabeza.
Sin embargo, en 2016, Al-Sharaa ejecutó una maniobra política sofisticada: anunció la ruptura con Al Qaeda y rebautizó su organización como Hayat Tahrir al-Sham (HTS). Este “rebranding” del terrorismo, aunque cosmético en muchos aspectos, le permitió posicionarse como una alternativa pragmática frente al radicalismo del Estado Islámico y presentarse ante Occidente como un interlocutor viable. Su ofensiva relámpago en diciembre de 2024 derrocó al régimen de Bashar al-Assad, aliado histórico de Rusia, consolidando su control sobre Siria.
La contradicción es evidente: Rusia ha justificado su intervención en Siria desde 2015 bajo el argumento de combatir el terrorismo islamista. Putin ha utilizado sistemáticamente el discurso antiterrorista para legitimar sus acciones, desde Chechenia hasta Siria, pasando por la propia guerra en Ucrania. Sin embargo, ahora Moscú abraza al líder de una organización que sigue designada como terrorista por Naciones Unidas.
Durante el encuentro, ni Putin ni Al-Sharaa mencionaron el pasado yihadista del líder sirio ni las bases militares rusas en Tartus y Hmeimim, los dos temas más espinosos de la relación. Putin habló de “relaciones especiales” que se remontan a “más de ocho décadas”, eludiendo cuidadosamente el hecho de que está negociando con quien derrocó a su principal aliado regional. Al-Sharaa, por su parte, expresó su deseo de “redefinir” las relaciones “para que Siria tenga independencia” y “soberanía”, un mensaje apenas velado sobre la presencia militar rusa.
El Corredor de Zangezur y el jaque turco a los intereses rusos
La situación se complica aún más cuando se analiza el contexto regional. El acercamiento estratégico entre Siria y Turquía representa un golpe significativo a los intereses geopolíticos rusos en múltiples frentes. En agosto de 2025, Turquía y Siria firmaron un acuerdo de cooperación en defensa que incluye el suministro de armamento turco, entrenamiento militar y el posible establecimiento de bases aéreas turcas en territorio sirio.
Esta alianza sirio-turca tiene implicaciones directas sobre el Corredor de Zangezur, un proyecto vital para las ambiciones de Turquía y Azerbaiyán que busca conectar el territorio continental azerbaiyano con su enclave de Najicheván atravesando la provincia armenia de Syunik, limítrofe con República islámica de Irán. Reportes recientes indican que Armenia, Turquía y Azerbaiyán han alcanzado un acuerdo preliminar sobre este corredor, con la mediación estadounidense, que excluiría a Rusia de cualquier control de esta ruta estratégica.
Mientras Rusia ha invertido enormes esfuerzos en desarrollar el Corredor Internacional de Transporte Norte-Sur (INSTC), que conecta Rusia con Irán e India a través del mar Caspio, el Corredor de Zangezur podría convertirse en una alternativa que marginaría a Moscú. El INSTC es fundamental para que Rusia evite las sanciones occidentales y mantenga su conexión comercial con el sur de Asia.
La creación de una conexión terrestre directa entre Turquía y Azerbaiyán a través de Armenia fortalecería la llamada “Ruta Turánica”, conectando el mundo túrquico desde Anatolia hasta Asia Central. Esto consolidaría una esfera de influencia turca que compite directamente con los intereses rusos en el espacio postsoviético.
Armenia, tradicionalmente aliada de Rusia, quedaría aún más expuesta y podría verse forzada a orbitar más cerca de Occidente. Irán, socio estratégico de Moscú, perdería su conexión terrestre con Armenia, debilitando su posición en el Cáucaso.
El expansionismo consentido de Israel: otro factor de desestabilización
Paralelamente, Israel ha aprovechado el vacío de poder en Siria para expandir su ocupación en los Altos del Golán. En diciembre de 2024, inmediatamente tras la caída de Assad, las autodenominadas Fuerzas de Defensa de Israel ocuparon la zona desmilitarizada establecida por el acuerdo de 1974 y avanzaron hacia el Monte Hermón. Netanyahu anunció un plan para duplicar la población de colonos en el Golán, presupuestado en más de 10 millones de euros.
Israel ha construido al menos nueve puestos militares en territorio sirio y ha realizado más de 60 ataques aéreos en 2025 contra objetivos en Siria. Esta expansión territorial, aunque condenada retóricamente por la comunidad internacional, ha procedido sin consecuencias reales. Rusia, que mantuvo una presencia militar significativa en Siria durante casi una década, parece incapaz o poco dispuesta a frenar esta ocupación.
La pasividad rusa frente al expansionismo israelí revela la debilidad de su posición. Moscú debe necesitar desesperadamente mantener sus bases en Siria para conservar su proyección militar en el Mediterráneo, a pesar de su creciente presencia en Libia; lo que la obliga a aceptar tanto al gobierno de un ex-terrorista islamista como las incursiones israelíes en territorio sirio.
Estados Unidos y el blanqueo del terrorismo
La recepción de Al-Sharaa por Putin debe entenderse también en el contexto del blanqueo que Occidente ha realizado del líder sirio. En diciembre de 2024, Estados Unidos eliminó la recompensa de 10 millones de dólares sobre su cabeza cuando la funcionaria Barbara Leaf lo visitó en Damasco, argumentando que sería “incoherente” tener una recompensa sobre alguien con quien se estaba reuniendo. En mayo de 2025, el presidente Trump se reunió con Al-Sharaa en Riad y levantó las sanciones contra Siria.
Este giro occidental le ha facilitado a Putin la justificación para su propio pragmatismo: si Washington puede negociar con un exlíder de Al Qaeda, ¿por qué Moscú no podría hacerlo? Sin embargo, esto no elimina la hipocresía fundamental de la posición rusa, que ha construido su legitimidad internacional precisamente sobre el discurso antiterrorista.
El encuentro Putin-Sharaa giró, en última instancia, alrededor de dos cuestiones fundamentales: las bases militares rusas en Tartus y Hmeimim, y los recursos energéticos sirios. El viceprimer ministro ruso Alexander Novak confirmó el interés de Moscú en mantener sus operaciones en los yacimientos petroleros sirios y participar en el desarrollo de infraestructuras.
La base naval de Tartus es la única instalación rusa en el Mediterráneo, crucial para proyectar poder naval en la región. La base aérea de Hmeimim ha sido fundamental para las operaciones militares rusas en Oriente Medio y África. Perder estas bases sería un golpe devastador para las ambiciones geopolíticas de Moscú.
Sin embargo, Al-Sharaa está en una posición negociadora cada vez más fuerte. Cuenta con el respaldo de Turquía, el levantamiento de sanciones occidentales y el reconocimiento diplomático de Estados Unidos. Su gobierno busca diversificar sus relaciones internacionales y escapar de la dependencia exclusiva de Rusia que caracterizó al régimen de Assad. Las bases rusas se han convertido en una moneda de cambio, no en un hecho consumado.
El pragmatismo funcional en geopolítica
Este encuentro entre Putin y Al-Sharaa cristaliza varias verdades incómodas sobre el orden internacional contemporáneo:
Lo que ayer era terrorismo hoy es pragmatismo político cuando conviene a los intereses de las grandes potencias. El “rebranding” de Al-Sharaa demuestra que en geopolítica no existen principios inmutables, solo intereses permanentes.
Tanto Rusia como Occidente han utilizado la lucha contra el terrorismo como justificación para intervenciones militares y violaciones de soberanía. Sin embargo, ambos están dispuestos a negociar con terroristas cuando les resulta conveniente.
La necesidad de Putin de recibir a Al-Sharaa con honores, evitando mencionar su pasado terrorista o el derrocamiento de Assad, parecería exponer cierta debilidad en la posición rusa. Moscú ha pasado de ser el garante de la estabilidad siria a ser un suplicante que busca mantener sus bases militares.
El acuerdo turco-sirio debe leerse en el contexto más amplio de la reconfiguración del Cáucaso. Turquía está aprovechando su influencia en Siria para presionar por el Corredor de Zangezur, lo que debilitaría simultáneamente a Rusia (bloqueando el Corredor Norte-Sur), a Irán (cortando su conexión con Armenia) y fortalecería la proyección turca hacia Asia Central.
Mientras Rusia negocia desesperadamente por mantener su presencia en Siria y Turquía consolida su influencia, Israel ha expandido tranquilamente su ocupación territorial sin consecuencias. Ni Moscú, ni Ankara, ni Washington han tomado medidas efectivas para revertir la anexión de facto de territorio sirio.
La reunión entre Putin y Al-Sharaa marca un punto de inflexión en la geopolítica de Oriente Medio. Representa el triunfo del realismo descarnado sobre cualquier pretensión de principios o consistencia ideológica. Putin, el autoproclamado azote del terrorismo islamista, recibe con honores a un exlíder de Al Qaeda. Washington, que puso una recompensa millonaria sobre su cabeza, ahora lo legitima como interlocutor y levanta sanciones.
Esta transacción geopolítica tiene costos evidentes: erosiona la credibilidad del discurso antiterrorista, legitima el uso del terrorismo como herramienta política si luego se “modera”, y envía un mensaje devastador sobre la irrelevancia del derecho internacional cuando chocan con intereses de poder.
Para Rusia, específicamente, este encuentro evidencia una pérdida significativa de influencia. El país que intervino militarmente en Siria para salvar a Assad ahora debe cortejar al líder que lo derrocó, aceptando que Turquía juegue un papel cada vez más dominante en la región y viendo cómo sus ambiciones en el Cáucaso (el Corredor Norte-Sur) son desafiadas por proyectos competidores (el Corredor de Zangezur) que margina a Moscú.
La pregunta fundamental que plantea este encuentro no es solo sobre el gesto de Putin o la metamorfosis de Al-Sharaa, sino sobre la naturaleza misma del orden internacional: ¿existe algún principio que las grandes potencias no estén dispuestas a sacrificar en el altar del pragmatismo geopolítico? La respuesta, cada vez más clara, parece ser negativa. En este nuevo orden, el terrorismo de ayer puede convertirse en el interlocutor de hoy, siempre que sirva a los intereses del momento. El tratamiento honorable que recibió el “presidente terrorista” de Siria en el Kremlin no es una anomalía, sino un síntoma de tiempos en los que la realpolitik ha devorado cualquier pretensión de coherencia moral en las relaciones internacionales.
Denis Warrior* Analista geopolítico, es miembro del Observatorio sobre Terrorismo en Asia Occidental
Foto de portada: Sana


