Análisis del equipo de PIA Global Asia Occidental Palestina

El espejismo del fin del asedio

Por Lourdes Hernández*– Hamás acepta parte del plan estadounidense mientras Israel y las potencias moldean una tregua que no garantiza soberanía ni justicia real.

El presidente Donald Trump, en plena campaña por proyectarse como el mediador definitivo en Medio Oriente, el 29 de septiembre lanzó una propuesta de 20 puntos que, según él, pondría fin inmediato a la guerra contra Gaza y abriría las puertas a la construcción de un “Estado palestino”. El gobierno de Netanyahu aceptó de inmediato pero ante la indefinición de Hamás, Estados Unidos dio al grupo un ultimátum con fecha límite el domingo, y amenazó con una represalia masiva “si no se alcanza este acuerdo de última oportunidad”.

El sábado, Hamás señaló que acepta “lo sustancial” del plan estadounidense, incluyendo el fin de la guerra, la retirada gradual de Israel, la liberación de rehenes y el inicio de un proceso de reconstrucción de la Franja. Sin embargo, advirtió que ciertos puntos requieren negociación, principalmente la exigencia de desarme. El grupo respondió que las armas son “para resistir la ocupación” y que, si esta cesa, las entregarán al futuro Estado palestino.

El plan propone la liberación de todos los rehenes israelíes a cambio de prisioneros palestinos, el cese de los bombardeos y la retirada israelí hacia un perímetro de seguridad. Gaza sería administrada por un comité tecnocrático palestino, supervisado por un organismo internacional de transición denominado “Junta de la Paz”, presidido por el propio Trump y con participación de líderes globales como el ex primer ministro británico Tony Blair.

La propuesta incluye además la creación de una fuerza internacional de estabilización, la reconstrucción de infraestructuras mediante inversiones extranjeras, y el diseño de una “Nueva Gaza” desmilitarizada, con zona económica especial y mecanismos de control fronterizo coordinados entre Israel, Egipto y fuerzas palestinas entrenadas.

Pero el eventual Estado palestino no tendría plena soberanía ni control inmediato de sus territorios. La Autoridad Palestina recién asumiría responsabilidades cuando completara un paquete de reformas exigido por Estados Unidos y potencias aliadas.

Políticamente, el movimiento de Trump cumple sus objetivos, esto es, recuperar centralidad diplomática, obtener resultados “visibles” —alto el fuego, rehenes liberados— que permitan presentar un logro inmediato, y sentar a Estados Unidos como garante central de un esquema que, de facto, pondría a Washington al frente de la reconstrucción y la supervisión regional.

Para Trump, alcanzar una “paz histórica” en la región significaría capital político interno y externo. Consolidaría su influencia en el mundo árabe, permitiría a Estados Unidos reordenar alianzas estratégicas y desviar la atención de otros conflictos.

Para Netanyahu, aceptar la propuesta le ofrece la posibilidad de presentarse como “líder victorioso” tras el genocidio que dejó más de 67.000 palestinos muertos y a Israel cada vez más aislado en la arena internacional. El acuerdo le permitiría exhibir una victoria militar y, al mismo tiempo, justificar concesiones bajo el paraguas estadounidense.

Pero Hamás busca garantizar que el costo humano del genocidio no se profundice aún más y, al mismo tiempo, mantener un mínimo de capacidad de negociación política. El respaldo público de países como Qatar, Turquía, Egipto y las monarquías del Golfo refleja que, pese a las limitaciones, el plan tiene apoyo regional. Incluso la Jihad Islámica, históricamente más rígida, expresó su acompañamiento a la postura de Hamás.

Al respecto, el miembro de la oficina política de Hamás, Mohammad Nazzal, sostuvo que no negociarán “con la lógica de que el tiempo sea una espada apuntada a nuestro cuello”. Mientras tanto Qatar, Pakistán, varias monarquías del Golfo y Egipto mostraron predisposición a respaldar o mediar en la negociación; la convergencia regional reduce el aislamiento político de Hamás y otorga mayor peso a una solución negociada, pero también multiplica interesados con agendas propias.

Oficialmente la dirección de Israel aceptó el paquete en sus líneas esenciales —o al menos participó en la puesta en escena diplomática— y anunció el envío de negociadores a Egipto para afinar detalles concretos del intercambio y retirada. Pero la aceptación gubernamental convive con una coalición política fragmentada y con ministros y sectores ultraderechistas que perciben el desarme y las concesiones como riesgos inaceptables. Como el Ministro de Finanzas israelí, Bezalel Smotrich, que criticó detener los ataques, tildándolo de “grave error”. 

El núcleo más problemático del plan propuesto por Estados Unidos se encuentra en la fórmula de gobernanza tecnocrática supervisada por poderes externos. El diseño incluye la creación de una llamada “Junta de la Paz”, la participación de figuras internacionales y el involucramiento de la Fuerza Internacional de Supervisión (FIS). En los hechos, este esquema equivale a consolidar un modelo de control externo sobre Palestina.

Por un lado, la reconstrucción quedaría en manos de inversiones extranjeras, norteamericanas, quienes decidirían la administración de los recursos y las prioridades de inversión. Además, el desarme de las facciones estaría supeditado a que existan garantías de fin de la ocupación y a la conformación de una autoridad real, lo que introduce un mecanismo de condicionalidad que vuelve difusa la promesa de soberanía.

En términos más amplios, la soberanía del pueblo palestino se vería subordinada a mecanismos extraterritoriales y a la discrecionalidad de actores externos con poder de veto. Este esquema reproduce un patrón histórico de tutela internacional, que ha privilegiado la lógica de orden y seguridad antes que la justicia y el reconocimiento de derechos colectivos.

Si se implementara según lo redactado, implicaría un cese de hostilidades, la liberación de rehenes, la entrada masiva de ayuda humanitaria y el inicio de obras de reconstrucción que podrían aliviar la situación crítica en la Franja: hambre, hospitales colapsados, desplazamientos forzados. Sin embargo, esos avances estarían condicionados por la verificación internacional, el control externo de la distribución de la ayuda y la posibilidad de que el acceso a los recursos quede politizado: ¿quién decidirá qué se reparte primero, dónde y bajo qué criterios?

A mediano y largo plazo, el plan corre el riesgo de consolidar una reconstrucción tutelada que no garantice ni reparación histórica ni restitución de derechos. Los puntos centrales —el derecho al retorno, la devolución de tierras, la ciudadanía plena, la autodeterminación y responsabilidades por crímenes cometidos— quedarían postergados en nombre de la “estabilidad”. Para millones de desplazados y comunidades profundamente traumatizadas, la ausencia de garantías de justicia estructural podría transformar un alivio temporal en una nueva forma de dependencia.

El plan de 20 puntos y la respuesta inicial de Hamás abren una ventana posible para detener una guerra que ha causado decenas de miles de muertos y destrucción masiva. Pero la arquitectura propuesta reproduce asimetrías de poder: la ayuda y la paz vienen condicionadas a la desmilitarización y a la gobernanza tutelada por actores externos —es decir, una paz con fuertes límites a la soberanía palestina.

La parcial aceptación del plan por parte de Hamás —y su disposición a negociar el desarme si hay garantías reales de fin de la ocupación y autoridad palestina— ya implica un gesto relevante. Pero esa aceptación no disuelve la necesidad de garantías verificables que no dependan sólo de la palabra de las potencias, ni suple la obligación de procesos de justicia transicional y reparación que den sentido a cualquier reconstrucción.

La jugada de Washington –cuyo plan busca combinar una pausa en los ataques con el ingreso de ayuda humanitaria bajo control internacional– pretendía, en parte, contener las críticas globales por la catástrofe humanitaria y al mismo tiempo sostener a Israel como socio estratégico en la región. Sin embargo, la aceptación parcial de Hamás desnudó la fragilidad de la iniciativa: no logra satisfacer ni a Tel Aviv ni a los palestinos, y amenaza con convertirse en una mera herramienta de desgaste diplomático.

*Lourdes Hernández, miembro del equipo editorial de PIA Global.

Foto de portada: Agencia de Noticias WAFA

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