Se ha materializado la debacle de un proceso de transformación revolucionaria que por veinte años fue capaz de incorporar a millones de hombres y mujeres campesinas e indígenas como sujetos sociales protagónicos.
Para pocos resultó una sorpresa el desenlace electoral boliviano en virtud de la sucesión de acontecimientos que llevaron a la ruptura del bloque histórico popular campesino-indígena, protagonista de los más trascendentales cambios en la historia del país y hoy, a su vez, testigo de la entrega de ese poder a fuerzas dispuestas a aplastarlas a la primera oportunidad que tengan.
No se trata de buscar ni señalar culpables, pues será sin duda el pueblo boliviano el que, más temprano que tarde, juzgará las actitudes de liderazgos históricos que privilegiaron intereses particulares sobre los colectivos y que, en algunos casos, adoptaron actitudes difícilmente justificables en quienes alguna vez abanderaron procesos revolucionarios. No dejan de sorprender, sin embargo, algunas expresiones que parecen subestimar los hechos como si se tratara de un traspié táctico, y especulan sobre el supuesto valor de un voto nulo que solo contribuyó al desastre.
Pero los pueblos en revolución no viven del pasado sino de conjurarse diariamente para hacer avanzar sus procesos, y para vencer el enemigo a las puertas, como bien ilustran los casos de Cuba, Nicaragua y Venezuela.
La Patria de Bolívar, justamente en estos días, enfrenta amenazas y desafíos que la llevan a tomar la única opción posible, la movilización popular para la defensa, la disposición combativa de una sociedad agredida desde el exterior y, sobre todo, la construcción permanente de caminos de unidad popular, amplia, generalizada, patriótica, antiimperialista y decidida a defender la nación de quienes, desde dentro y desde fuera, pretenden asaltarla para consumar el despojo de sus recursos naturales.
Al comparar ambos procesos, es esa falta de visión amplia y estratégica, de luces largas ante los desafíos enfrentados, lo que queda en evidencia en el caso boliviano.
Pocas son las dudas que puedan quedar acerca de la incidencia externa en la implosión del proceso popular. Demasiadas fueron las señales del imperio como para minimizar esas acciones, desde la generala Richardson, entonces a cargo del Comando Sur, hasta las actuales autoridades en Washington indicando su voluntad intervencionista, injerencista y de despojo sobre sus recursos naturales. Son factores, sin duda, pero jamás podrían triunfar sin la determinante fragmentación del campo popular, que fue gradualmente ganado, de una u otra forma, por corrientes conservadoras, actitudes individualistas y personalismos de liderazgos caudillistas.
Podemos también registrar la influencia de fuertes sectores religiosos conservadores, que no solo coadyuvaron a aquella implosión, sino que en materia electoral aparecen como caudal de apoyo a la corriente de derecha que finalmente emergió vencedora de la primera vuelta.
En estas circunstancias, el regreso de la derecha al gobierno de Bolivia no puede minimizarse en modo alguno. Esos retornos suelen ser vengativos y regresivos en todos los aspectos.
Si alguna experiencia deja el caso salvadoreño para los pueblos hermanos es que, en esta época, cuando las fuerzas conservadoras y neofascistas arrebatan el gobierno a la izquierda, su objetivo central es el aplastamiento de las conquistas populares.
Al igual que en Bolivia, tampoco llegaron esas fuerzas reaccionarias al gobierno solo por sus propios méritos, sino por el desgaste de la izquierda, por el alejamiento de importantes sectores sociales que ya no se veían reflejados en gobiernos cuyo principal error fue no escuchar lo suficiente, no generar consciencia de los cambios como conquistas populares y, en definitiva, al no superar el asistencialismo, no haber empoderado a las masas para la defensa de sus conquistas.
La derrota política precede en estos casos a la derrota electoral y la anuncia. La falta de visión política se expresa en no comprender que, tarde o temprano, esa lucha de defensa de las conquistas se tornaría imperativa. Llega el día en que la consciencia del pueblo, construida desde la educación política y la práctica de formas concretas de poder popular, se ponen a prueba, y con ello, la fortaleza del bloque histórico, expresada en los grados y niveles de resistencia que se presenten frente la ofensiva de las fuerzas conservadoras para arrebatar derechos conquistados.
Así, los procesos reversibles adquieren protagonismo. No se trata ya de la tradicional actitud privatizadora de los gobiernos neoliberales que camparon a sus anchas en América Latina al abrigo de la represión dictatorial primero, y de la construcción de consensos culturales posteriormente, que provocaron la aceptación de la situación por parte de porciones nada despreciables de la sociedad.
En estos tiempos, en que el modelo de dominación se muestra agotado, el sistema recurre cada vez con más frecuencia a métodos fascistas del ejercicio de poder. El objetivo es siempre el mismo, estabilizar un sistema en crisis, “devolver las aguas del capitalismo a sus cauces”, pero ello ya no es posible sin represión, abierta o encubierta. Veremos cual opción es la que elige la burguesía y el imperialismo en el caso boliviano. La mayor o menor agudización del conflicto revelará, sin duda, el nivel de desarrollo de aquella consciencia popular.
Dice Gramsci que “el Estado es la personificación de la hegemonía acorazada de coerción”[1]. En El Salvador se han visto forzados a profundizar los niveles de esa coraza. La evidencia es el sistemático aplastamiento de cada uno de los instrumentos heredados de los acuerdos de paz.
El consenso, mezcla de populismo y bonapartismo, funcionó a partir de la fabricación de un producto de marketing, profesionalmente vendido a una parte importante de la población (aproximadamente un tercio de ella); con ese recurso lograron conducir la nave del Estado a base de autoritarismo autocrático y paternalismo, combinado con exigencias de subordinación de las clases subalternas.
El límite de ese avance parece haber sido el salto a la usurpación en junio 2024, que llevó al régimen a profundizar la dictadura y los métodos ya no incruentos y ocultos sino violentos y abiertos, aceptando así los límites de su capacidad de obtención de consenso, y optando entonces por la coerción.
Anular en los hechos -al quitarle cualquier autonomía o independencia del Ejecutivo- a organismos como la Procuraduría de Derechos Humanos, el Tribunal Supremo Electoral, la organización territorial del país, el carácter de los gobiernos municipales, sus funciones y financiamiento, y hasta la Policía Nacional Civil, degradada hasta niveles irreconocibles, conforma, junto con las modificaciones y reformas ilegales a la Constitución, el desmontaje efectivo de la estructura jurídica que había permitido al pueblo salvadoreño vivir en paz, regido por normas claras, universalmente aceptadas por una sociedad que supo salir ejemplarmente de una cruenta guerra civil.

Hoy el régimen avanza velozmente, tratando de aplastar los resabios más sensibles de aquellos acuerdos, y pone al centro del debate la militarización de cargos públicos, que corresponden exclusivamente al ámbito civil por expreso mandato constitucional.
Como su referente político del Norte, al cual se relaciona en condición de subordinación colonial, el dictador salvadoreño parece verse obligado a acelerar sus movimientos, acortando tiempos que -al igual que sucede con la administración Trump- no le sobran. Corre contra reloj, incapaz de resolver los problemas económicos del país, pero asegurando la concentración de capitales a costa del Estado, en favor de una élite minúscula, pero por ahora poderosa.
No solo se militarizan rangos de exclusividad civil, sino que se avanza en la privatización de los sectores más rentables de la salud, esto es el sistema hospitalario y las especialidades, mientras afila su instrumento coercitivo a través de la fiscalía, para lanzar ofensivas judiciales contra dirigentes y ex dirigentes del FMLN, no aceptando menos que su encarcelamiento. Aquí resulta esencial el control efectivo de los jueces y de todo el sistema judicial, previamente cooptado por el Ejecutivo.
El régimen no cuenta con el tiempo a su favor debido a la profunda debilidad de su economía. Un frente interno que no se resuelve con propaganda, sino con recursos materiales. Las previsibles protestas deberán ser controladas preventivamente desde el poder, y para ello se necesitará recurrir a la violencia del Estado. En ese hecho reside la debilidad de lo que aparenta fortaleza.
En El Salvador, el hambre no se resuelve con propaganda, la exclusión no se revierte con propaganda, la falta de oportunidades no se soluciona con anuncios vacíos ni con inauguración de puentes. El Estado cada vez necesita más blindaje coercitivo que hegemonia, porque el consenso resulta cada vez más lejano.
Esto solo puede conducir a la agudización del conflicto social, en la medida que los recursos para resolverlo resultan inexistentes. Confían en su socio estadounidense, pero saben que esa sociedad no es entre iguales, y que El Salvador dejará eventualmente de ser necesario o útil para los intereses de Washington. Allí el dictador se encontrará solo. Lo sabe, y comprende la imperiosa necesidad de asegurar su dominio cuanto antes.
En el caso de Bolivia, también las lecciones de El Salvador podrán ser útiles, en la medida que anticipan la intención de las clases propietarias hacia un pueblo al que hoy encuentran en situación de repliegue, pero al que deberán medir frente a la avanzada reaccionaria en ciernes.
Cuidarán posiblemente las formas, como hicieron en cierto modo en otros lugares, por un tiempo (El Salvador, Ecuador), y así quizás mantengan el carácter formal del Estado Plurinacional, pero vaciándolo de contenidos reales, como han hecho en otras partes con las limitaciones constitucionales que cada realidad particular les imponía. Respeto de palabra, irrespeto de hecho.
Los pueblos de Nuestra América no podemos dejar de mirar hacia el sur. Las perspectivas oscuras en Bolivia requerirán sin duda de la solidaridad entre los pueblos. Pero, al mismo tiempo, la solidaridad, la denuncia y las alertas deberán desplegarse por todo lo alto, como banderas de lucha en defensa de la integridad, soberanía y autodeterminación del pueblo Bolivariano de Venezuela y su gobierno, amenazado de la misma forma que fue amenazado Panamá en 1989.
Por supuesto, es importante subrayar las diferencias. Venezuela no es Panamá (en recursos, capacidad militar, población y desarrollo de consciencia) y será bueno que quienes amenazan lo recuerden. La Patria de Bolívar, tendrá, en todo caso, iguales o mayores expresiones de solidaridad y de repudio a toda forma de intervención e injerencismo, que la que recibió la república canalera en su momento.
Raúl Llarull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN. Colaborador de PIA Global
Foto de portada: idea.int/
Referencias:
[1] Gramsci, Antonio. 2001. Cuadernos de la cárcel. Edición crítica completa a cargo de Valentino Gerratana. Ediciones ERA-Universidad Autónoma de Puebla, México.