Aquel día, a las 8:15 de la mañana, el bombardero estadounidense Enola Gay arrojó sobre la ciudad la bomba atómica conocida como Little Boy, inaugurando con fuego y muerte la era nuclear.
Lo que siguió fue un infierno en la Tierra: unas 140.000 personas murieron solo en Hiroshima para finales de 1945. Tres días después, Nagasaki sufriría el mismo destino, sumando otras 70.000 víctimas.
A ocho décadas de este acto de barbarie, lo que impresiona no solo es el alcance del horror vivido, sino la completa ausencia de arrepentimiento por parte del responsable: Estados Unidos.
Y más aún, el silencio cómplice de las autoridades japonesas actuales que, si bien recuerdan a las víctimas, evitan cuidadosamente mencionar al autor del crimen. Ni en los discursos conmemorativos, ni en los actos oficiales, se nombra a Washington. La memoria ha sido amputada de su contexto.
Una memoria sin justicia
El Secretario General de la ONU, António Guterres, envió un mensaje conmemorativo en esta fecha histórica. Reconoció los esfuerzos de reconstrucción de Hiroshima, honró a los hibakusha —los sobrevivientes— y expresó su preocupación por el renovado peligro nuclear en el mundo.
Pero como es habitual en este tipo de discursos, omitió cuidadosamente cualquier referencia al agresor. Ni una sola mención a Estados Unidos, a pesar de que fue quien ordenó y ejecutó el ataque más destructivo contra civiles en la historia moderna.
No es la primera vez que se esquiva la verdad en nombre de la diplomacia. La omisión sistemática del rol estadounidense en los bombardeos atómicos se ha convertido en una política de Estado tanto para Japón como para las instituciones internacionales. Esta postura, además de insultar la memoria de las víctimas, perpetúa una narrativa perversa: la del verdugo que se esconde tras la figura del libertador.

La sumisión de Tokio
Japón, víctima directa del horror nuclear, ha optado por un rol subordinado en el orden geopolítico encabezado por Washington. A pesar de ser la única nación que ha sufrido un ataque atómico, Tokio no ha reclamado justicia, reparación ni ha exigido un mínimo acto de reconocimiento por parte de Estados Unidos.
El gobierno japonés, atrapado en la lógica de la alianza militar con su antiguo agresor, ha preferido evitar toda incomodidad. La sumisión geopolítica ha vencido a la dignidad histórica.
Este silencio no es casual. El Japón de hoy, convertido en un eje estratégico de la política de contención de Estados Unidos en Asia, prefiere mirar hacia otro lado. Mientras el país recuerda cada año a las víctimas con solemnidad, se cuida bien de señalar con nombre y apellido al responsable. Esta actitud plantea una paradoja dolorosa: el recuerdo existe, pero la justicia ha sido cancelada.
La impunidad nuclear
El crimen de Hiroshima y Nagasaki no ha sido juzgado. Nunca se abrió un tribunal internacional, ni se pidió perdón, ni se estableció una verdad histórica que responsabilizara a los Estados Unidos.
Por el contrario, los hechos han sido relativizados bajo el argumento estratégico de que las bombas “acortaron la guerra” o “salvaron más vidas”. Estos argumentos —que son más propaganda que análisis— buscan justificar lo injustificable: el asesinato masivo de civiles para enviar un mensaje geopolítico.
Hoy, a 80 años, Estados Unidos sigue siendo la única nación que ha usado armas nucleares contra otro país. Y lo hizo sin remordimiento, sin juicio y sin consecuencias. Mientras tanto, las potencias occidentales siguen señalando a otros países por supuestas amenazas nucleares, cuando ellas mismas instauraron el terror atómico como doctrina.
*Foto de la portada: Agencia Kyodo

