Europa

Lo simbólico

Por Diego E. Barros* –
Trump tiene en el centro de su diana finiquitar el maltrecho estado de bienestar europeo: sanidad, educación y un cierto colchón social que en EEUU es ciencia ficción. La UE parece empeñada en hacer que ese objetivo esté más cerca.

El presidente de Estados Unidos, el republicano Donald J. Trump, recibía el 28 de julio al premier británico, Keir Starmer, y a su esposa desde lo alto de las escaleras en la entrada principal de su club de golf en Escocia. Horas antes, el mandatario estadounidense y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, habían aparecido ante los medios; satisfecho el gringo, sonriendo la alemana, que hacía de tripas corazón aunque llegó a levantar el pulgar junto a un Trump victorioso, para anunciar un acuerdo comercial entre la UE y la potencia atlántica. La primera aceptaba un arancel tipo del 15% en sus exportaciones hacia EEUU dando por bueno el sueño húmedo con el que hace meses fantasea Trump: revitalizar el imperio americano uniendo protección y política comercial, clásico leitmotiv de la ficción mafiosa. De momento, EEUU ha sometido, o eso trata de vender, al Reino Unido y a Japón. También a Europa, cerrando el círculo de humillación iniciado por el vicepresidente JD Vance el pasado febrero. A fin de evitar lo que los analistas insisten en llamar una “guerra comercial”, ha estallado la paz de los humillados.

No es mi cometido aquí hablar de balanzas comerciales ni arrojar datos macroeconómicos. Ni siquiera analizar cuestiones protocolarias ni usos y abusos de las visitas de placer (la del estadounidense) convertidas en viajes de Estado para sellar un acuerdo con la Unión Europea en un territorio que ni siquiera pertenece a esta. Lo mío son los marcos narrativos, las ficciones simbólicas y hasta los escenarios distópicos. La distancia que va de lo que solíamos denominar “hechos” a su relato. Algo que quizás hace veinte años, puede que incluso una década, no fuera tan importante (siempre lo es, mucho más de lo que creemos) pero que en una época como la actual, marcada otra vez por las grandes narrativas (nacionales, identitarias, civilizatorias y hasta existenciales), se ha ido colocando en primera línea de la acción política. Y lo simbólico es un primer ministro británico siendo “recibido” por un presidente estadounidense en su propio país, por mucho que desde un punto de vista de los usos protocolarios sea normal (como nos han enseñado ficciones como La diplomática). En un contexto como el actual, la imagen se presta a equívocos que van desde la disonancia cognitiva a la distopía en la que la antigua colonia acaba por conquistar a su metrópoli. Si a esto unimos un Starmer que, desde las paradójicas ruinas de un laborismo que goza de una mayoría parlamentaria envidiable, va a acabar por hacer bueno al Tony Blair que resultó ser el mejor legado de Margaret Thatcher, la marejada está servida.

Tras cuatro años de una primera legislatura, otros cuatro de oposición, y cinco meses desde una vuelta que es venganza y contrarrevolución ultraconservadora a partes iguales, Trump –y su Movimiento MAGA– ha hecho de lo simbólico principio y fin de su acción política. Y con este acuerdo el republicano marcó un gol por la escuadra que, al menos hasta que en las próximas semanas se desgranen las cifras, ha dejado a los suyos en un estado cercano al éxtasis, mientras que las principales cancillerías europeas a duras penas eran capaces de disimular su contrariedad. No pueden entenderse de otra forma unas gigantescas letras de neón que resumen el acuerdo: un arancel del 15% general a las exportaciones europeas hacia Estados Unidos sin contrapartidas equivalentes para los productos estadounidenses que compre Europa. Trump soplaba el humo que salía de la boquilla de su revólver mientras la alemana repetía, casi palabra por palabra, el argumentario trumpista. Antes de entrar a la sala, la presidenta de la Comisión Europea había asegurado que se trataba “de reequilibrar la situación”. “Tenemos un superávit. Estados Unidos tiene un déficit y tenemos que reequilibrarlo”, concedía. La UE y EEUU son el mercado mundial con mayor intercambio de bienes y servicios. Desde el comienzo de las negociaciones, el pasado abril, la Administración Trump decidió aplicar a Europa unos supuestos “aranceles recíprocos” que suponían un 10% adicional sobre el 4,8% general que ya gravaba los productos europeos que entraban en Estados Unidos antes de que Trump llegara a la Casa Blanca. Lo que la UE trataba de vender como un “mal menor” no es otra cosa que redondear y consolidar esa cifra conjunta.

Von der Leyen habló de un acuerdo que “crea certeza en tiempos inciertos, da estabilidad y predictibilidad para ciudadanos y empresas a ambos lados del Atlántico”. Si algo sabemos de Trump es que estabilidad y predictibilidad son cualidades que no se le aplican. De la misma forma que no por mucho repetir el mantra el poder no ha amilanado a la bestia, lo acordado puede convertirse en solo un recuerdo mañana. Nada han aprendido unos líderes europeos que quizás son los peores en el peor momento posible. Pero aquí estamos comprándole cada uno de los contrasentidos que se le ocurren al norteamericano desde su vuelta a ese escenario de reality en el que ha convertido un tablero global en el que los países occidentales danzan a su antojo.

Las reacciones en las cancillerías europeas bascularon entre la aquiescencia italo-germana y el habitual histrionismo inofensivo galo: “Es un día sombrío cuando una alianza de pueblos libres, reunidos para afirmar sus valores y defender sus intereses, decide someterse”, clamó el primer ministro francés, François Bayrou, al frente de un gobierno cuya debilidad es manifiesta hasta el punto de que ni siquiera el mediático presidente de la República, Emmanuel Macron, asomó la nariz. Y eso que fue precisamente Macron, pato cojo de manual, el que también el pasado febrero reunía a un puñado de líderes europeos tratando de mostrar un cierto músculo ante los desmanes que comenzaba a desplegar el aliado americano.

Desde la cuarta economía de la Unión, el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, dejó claro de manera tan sibilina como inocua que el resultado no le gusta: “Respaldo este acuerdo comercial, pero lo hago sin ningún entusiasmo”, lo que sonó a cuando yo le dejaba claro a mi madre que no me gustaban las lentejas pero me las comería igual.

A esto ha quedado reducido el sueño europeo. La Europa de valores, bienestar y civilización abierta y compartida enfila el que más que un momento crítico se asemeja ya a los minutos de la basura. Como nuestras democracias, el orden internacional basado en ciertas reglas y hasta los principios básicos del libre comercio tal y como lo conocíamos han dado paso a un escenario en el que hay tres actores fuertes y una sucursal del primero: nosotros, los europeos. Hace unos meses, los líderes de la UE nos vendieron un “no sin mi hija”; lo bautizaron “autonomía estratégica europea”. Ni un solo euro comunitario iría a engrosar las arcas del americano impasible. Algunos saludaron el nuevo escenario como si de una oportunidad se tratara. Incluso se fantaseó con reconstruir la maltrecha industria pesada comunitaria, comenzando, por supuesto, por las armas. La amenaza rusa (ese fantasma europeo que nos sobrevuela desde el siglo XVIII y que solo acabó de materializarse sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial para volatilizarse en los 90), decían. La incertidumbre china. Ni la una ni la otra son democracias en un momento en el que las democracias observan indolentes el genocidio que comente otra de las llamadas democracias, mientras que la primera democracia de occidente (sic) está dejando de serlo a marchas forzadas –si es que algún día lo fue realmente–. De todo aquello ya solo quedan las cenizas. Al anuncio del 15%, el comisario de Comercio y jefe negociador europeo, Maros Sefcovic, añadió luego algunas cifras tan mareantes como hirientes: el compromiso comunitario para comprar productos energéticos (gas natural licuado, petróleo y combustible nuclear) por valor de 750.000 millones de dólares (640.000 millones de euros) en tres años y que según el comisario eslovaco está alineado con el objetivo de la UE de dejar de adquirir materias primas a Rusia, la gran debilidad alemana. The Wall Street Journal duda de que el mercado estadounidense pudiera hacer frente a tal demanda; una vez más el relato se imponía a la realidad. También se comprometían inversiones por valor de 600.000 millones de dólares a cargo de empresas europeas.

Trump sacó pecho, había hecho hincar la rodilla a los europeos: que estos accedan a pagar parte de la prometida “reconstrucción” de la industria estadounidense amén de gastarse un buen puñado de su presupuesto militar en armamento Made in USA. En realidad, como señala un realista editorial del mismo periódico, todo esto estaba ya comprometido en buena parte de las cancillerías comunitarias, con Alemania al frente, desde que Moscú se lanzara contra Kiev.

Lo simbólico de la presentación y el vértigo de las cifras acabó por opacar aspectos centrales de la relación entre ambos bloques. Ni rastro de las principales quejas comerciales de Estados Unidos con Europa: los servicios digitales, la regulación punitiva contra las empresas tecnológicas estadounidenses y normas de seguridad alimentaria como las restricciones a los transgénicos y la prohibición de la carne tratada con hormonas –clásico estadounidense que tanto molestaba en febrero a Vance: “las malditas regulaciones”–. Tampoco parece obligar a los europeos a pagar más por los medicamentos, queja recurrente de Trump.

El presidente de Estados Unidos ha vendido su política de aranceles y medio mundo parece habérsela comprado. Se trata de hacer América-grande-otra-vez, de revitalizar un imperio en franca decadencia aunque sea a costa de un aumento de precios para los consumidores y empresas estadounidenses. Los apóstoles de la política arancelaria se preguntan, ufanos, dónde está la anunciada recesión. Hacer que los estadounidenses paguen más por productos importados es una forma extraña de castigar a Europa. Sí lo es lo que considero el fondo de la cuestión: si Europa tiene que hacer frente a una nueva realidad, cada vez son más las voces que asumen –nos intentan vender–  que hay cosas que ya no podremos permitirnos en el viejo continente. La Administración estadounidense tiene en el centro de su diana finiquitar el ya maltrecho estado de bienestar comunitario: sanidad, educación y un cierto colchón social que en EEUU solo alcanza la categoría de ciencia ficción. La UE parece empeñada hoy en hacer que ese objetivo esté un poco más cerca.

*Diego E. Barros, Periodismo y Filología Hispánica. 

Artículo publicado originalmente en Contexto y Acción.

Foto de portada: Ursula von der Leyen y Donald Trump, reunidos en Escocia. 27 de julio de 2025. / Comisión Europea.

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