Marruecos es uno de los países más cercanos a España. Pocos Estados están tan densamente entrelazados con el español como Marruecos: los flujos migratorios, la competencia agrícola y pesquera, la cuestión de Ceuta y Melilla o el conflicto saharaui son claros ejemplos. Y, sin embargo, se suele desconocer su historia contemporánea. El objetivo es explicar los principales acontecimientos en el despliegue del movimiento nacional marroquí, desde la colonización hasta las primeras décadas tras la independencia. Este primer artículo trata de situar al lector en el contexto del pacto colonial que estableció el protectorado francés de Marruecos y de los cambios sociales que supuso para el país.
En los siguientes, nos encargaremos del nacimiento y auge del movimiento por la independencia y de la construcción estatal en los años 1950 y 1960. Cerraremos la serie abordando la ocupación del Sáhara desde el punto de vista de lo que supuso para la reforma del Estado en la década de los 1970.
La colonización de Marruecos
Si tuviéramos que marcar un punto de inflexión en la historia del país vecino sería sin duda la colonización. Sin embargo, para entender sus efectos conviene observar qué caracterizaba a la formación social marroquí antes de la entrada de los europeos. En la sociedad precolonial el principal factor productivo era la tierra, o lo que es lo mismo, la agricultura de subsistencia aportaba la gran mayoría del producto social. No había mucho espacio para la producción de mercancías ni para la circulación de dinero más allá de las ciudades. Por tanto, la estructura de la propiedad de la tierra nos puede indicar de manera general la estructura de clases.
Al ser una sociedad precapitalista, ser propietario no suponía tener la capacidad de disponer del patrimonio libremente. Se podría hablar de una propiedad preeminente, lo que implica que la tierra y otros bienes inmuebles no se podían comprar ni vender en muchos casos. Dicho esto, sí existían parcelas poseídas por individuos; asimismo, aquellas directamente controladas por el sultanato –makhzen– solían cederse en términos de usufructo tanto a colectivos como a individuos cercanos a los intereses del gobierno. Por otro lado, las comunidades campesinas y tribales solían repartir la tierra en lotes familiares de manera igualitaria cada tantos años. Finalmente, la tierra habou era propiedad de diferentes órdenes religiosas.
Así pues tenemos comunidades campesinas, órdenes, notables beneficiarios del favor real y propietarios individuales. Se trataba de una sociedad compuesta de muchos grupos, cada cual con sus costumbres y normas jurídicas, de modo que el poder político del makhzen, del sultanato, dependía de la capacidad de intermediar entre todos estos estratos. Por supuesto, este esquema sufriría un rápido desgaste durante el siglo XIX. Marruecos abre sus puertas al comercio europeo en 1830. A lo largo del siglo el sultanato es derrotado en varias guerras frente a Francia –batalla de Isly, bombardeo de Mogador en 1844– y España –1859-60–, gracias a lo cual Occidente impone importantes privilegios comerciales y un estatus jurídico especial para los europeos.
De este modo, la economía mercantil va ganando terreno a partir de la penetración del capital extranjero, desde los puertos al interior: la propiedad usufructuaria se va interpretando cada vez más en el sentido de tenencia –del uso y disfrute a la propiedad privada en sentido estricto–, la importación de productos europeos arruina al artesanado marroquí, que lidera varias rebeliones como las ocurridas en Fez, y la población se va concentrando en las ciudades costeras –Casablanca pasará de 4.000 habitantes a casi 100.000 en unas pocas décadas–.
Todas estas mutaciones sufridas por la sociedad precolonial socavaron la autoridad del Estado, incapaz de enfrentar los cambios. Los poderes europeos forzaron, también, su colapso financiero, de manera que para 1910, el gobierno dependía casi enteramente de préstamos de bancos europeos para financiarse. Y en el terreno militar, Francia y España llevaron a cabo una expansión agresiva en los años previos al protectorado.
Dada la debilidad del sultanato, llama la atención que la colonización oficial de Marruecos fuera mucho más tardía que la de otros países cercanos; casi un siglo después que en el caso de Argelia. La razón principal es que Marruecos ocupa una posición estratégica, entre el Mediterráneo y el Atlántico, y era codiciado por varios poderes imperialistas a la vez. Existían importantes activos británicos desplegados allí, junto a la proyección del colonialismo francés, la agresividad alemana –crisis de Agadir– y los intereses españoles en el norte, entre otros. La densidad de las contradicciones interimperialistas dificultaba la hegemonía de unos u otros.
Al final se optó por repartir el país entre Francia y España, junto con el reconocimiento francés del dominio británico sobre Egipto y la cesión de Camerún a Alemania. Así, en 1912 se firma el Tratado de Fez, por el cual Marruecos se convierte en un protectorado administrado por Francia, con una zona de influencia española en el norte del país.
El sistema del protectorado
Desde 1912 hasta 1956, Marruecos pierde su independencia y pasa a funcionar bajo un protectorado en el que el sultán y su makhzen –gobierno– serán títeres del colonialismo francés, que utiliza la autoridad religiosa del sultán para respaldar la propia. El Tratado impone la aprobación francesa para concluir tratados internacionales, obtener préstamos para la financiación del sultanato y emitir decretos, que en la práctica estaban redactados por el representante francés, el Résident-Générale, aunque se publicaran con la firma del sultán.
A cambio, el poder colonial se comprometió a mantener y proteger la posición privilegiada del sultán así como de la gran aristocracia terrateniente que había dominado tradicionalmente el país. La intervención hispanofrancesa ya había evitado el derrocamiento del monarca en la rebelión de 1911. A partir de aquí, los latifundistas vieron engordar sus arcas gracias a su colaboración con los intereses europeos, a los que aportaron extensas redes clientelares dirigidas por caciques cuya autoridad dependía a su vez del mantenimiento del colonialismo. En el sistema del protectorado, la metrópolis y las clases dominantes tradicionales estaban unidas por un objetivo común: el saqueo y la explotación del pueblo marroquí.
Este pacto colonial no se materializa ya acabado en 1912. La aristocracia y la burguesía nativas ya dependían de Europa desde hacía décadas. Tras el Tratado de Fez, esta dependencia se va concretando y consolidando a través de los diez o quince años siguientes, etapa en que Francia cierra la conquista del territorio. Con el tratado de Fez, la República francesa se había comprometido a proteger el trono fortaleciendo al makhzen frente a las rebeliones del interior. En realidad, acabó siendo un pretexto para presentar la colonización como una pacificación del territorio. La pacification se justificó en base al antagonismo entre las zonas árabes bajo control del sultanato y el interior berber –amazigh–, donde no llegaba el poder real.
Utilizando las ciudades como bases, el ejército expandió la frontera interior con una combinación de métodos duros y blandos –proveyendo asistencia médica, por ejemplo–. A su avance le seguía la reorganización de la producción agrícola y la construcción de carreteras y vías férreas, especialmente en las zonas de minería de fosfato. El poder colonial aseguró en primer lugar un corredor al sur del Rif que conectara la costa atlántica con Argelia y fortificó la ruta que unía Fez y Marrakech. Esto le permitió controlar los grandes planos. Más allá de estos habrá una resistencia feroz, sobre todo en las partes más inaccesibles –guerra del Rif–, que aguantaron en pie de guerra hasta bien entrada la década siguiente. Pero para entonces, las zonas de interés económico ya estaban siendo explotadas, convirtiendo a Marruecos en el mayor exportador de fosfato del planeta.
La colonización afectó profundamente al campo. Los franceses cuadruplicaron la superficie cultivable con técnicas modernas y favorecieron la concentración de la propiedad terrateniente, arrasando con la agricultura de subsistencia anterior. Esto supuso la agudización de las contradicciones de clase: cada vez se diferenciaban con mayor claridad un núcleo de propietarios frente a una masa de desposeídos. El campesino se vio arrancado de su aislamiento tradicional, obligado a migrar a las ciudades o trabajar como jornalero asalariado. Por otro lado, las campañas militares también desbrozaron el terreno para la colonización agraria: los colonos europeos poseían más de 200.000 hectáreas de tierra en 1932, más otras 475.000 estimadas en manos de colonos no registrados. La mayor parte de la tierra, pues, se la apropiaron los extranjeros, así como los grandes terratenientes nativos.
Sin embargo, en los márgenes de este proceso de acumulación también crece una clase nativa de campesinos propietarios, una pequeña y mediana burguesía rural marroquí que llega a contar con 100.000 miembros en los años treinta. Se nutrirá de la descomposición del campesinado semifeudal: algunos notables, comerciantes y campesinos se enriquecen a costa de la desposesión de la mayoría. Esta clase tipo kulak se articulará políticamente por su cercanía a la tradición y la desconfianza hacia la ideología occidental. Ello se traduce en la indiferencia hacia los nacionalistas urbanos y el apego al sultanato, hechos que, junto a la dependencia de los franceses, explican su inmovilismo inicial. En cualquier caso, los terratenientes no eran un grupo homogéneo, por lo que el dominio francés sobre el agro se estructuró mediante la conciliación entre varias clases y la colaboración de los caciques locales.
En las ciudades, que crecieron exponencialmente, la administración colonial también se apoyaba en el caciquismo. Los habitantes de los bidonvilles, los míseros suburbios donde se hacinaban los trabajadores, dependían en gran parte de la protección de las redes clientelares para sobrevivir. Un ejemplo paradigmático es el de Marrakech: se dice que incluso las prostitutas tenían que pagar una contribución al gobernador de la ciudad, El Glaoui, quien estuvo en el cargo de 1912 a 1956.
Asimismo, en las urbes surgieron unas capas medias que se beneficiaban en menor medida de la explotación de las masas: funcionarios, abogados, periodistas, pequeños y medianos empresarios, caciques y mafiosos, comerciantes y especuladores. Los comerciantes de Fez, en el norte, mostraron una gran capacidad de adaptación, consiguiendo amasar enormes fortunas gracias a su colaboración con los colonizadores. No es casualidad que a los hombres de negocios se les conociera como fassis –literalmente “de Fez”–.
Así pues, aunque se pueda definir la relación entre Marruecos y Francia como una de sumisión o de dependencia política y económica, no es suficiente con señalar el vínculo entre ambos Estados. Quedarse en ese aspecto internacional nos impide ver con claridad que el colonialismo no es un poder externo y separado. En Marruecos, como en tantos otros países, la colonización refunde y apuntala el dominio de las élites tradicionales. En el propio país sometido se desarrolla una oposición entre aquellos que se benefician del statu quo y aquellos perjudicados por él. La gran burguesía terrateniente vivía de forma ostentosa gracias a sus rentas, sacando tajada del proceso de proletarización vivido traumáticamente por el pueblo. Tanto en el campo como en la ciudad, el sistema del protectorado se concretaba en la alianza entre la metrópolis y las clases dominantes marroquíes. Tal pacto es lo que configura el protectorado.
*Erik Navarro, periodista
Artículo publicado originalmente en Descifrando la Guerra