Con una legitimidad discutida, el régimen al-Sisi va a intentar reforzar su posición gracias a las elecciones presidenciales que se celebrarán durante tres días, entre el próximo domingo y el martes. Esta duración prolongada no se debe precisamente a la previsión de largas colas ante las urnas, sino que más bien a la voluntad de otorgar al Estado más tiempo para poder movilizar a una parte de un electorado apático y disconforme con este gobierno.
Se sospecha que la extensión a tres días de elecciones responde a poner en funcionamiento los mecanismos que garanticen un holgado triunfo del oficialismo, ya sea a través de la compra de votos, de las presiones a los funcionarios, o activando las redes clientelares de los empresarios afines al sistema. Quizás por eso estas elecciones sirvan, más allá de otorgarle a al-Sisi otro sexenio en el poder, para observar fehacientemente la menguante popularidad de al-Sisi, teniendo en cuenta que en 2014, un 47% de los egipcios acudieron a la cita con las urnas, pero solo el 41% lo hicieron en las elecciones de 2019 y eso a pesar de las amenazas de que se multaría a los abstencionistas. En las legislativas del año siguiente, la cifra fue aún menor: un magro 28%. Así las cosas al-Sisi se enfrenta a un obstáculo mayor que la posición política, se enfrenta además a la oposición popular.
Tres candidatos se enfrentarán a al-Sisi en estos comicios: Farid Zahran, jefe del Partido Socialdemócrata Egipcio (PSE); Abdel Sanad Yamama, jefe del Partido Wafd, y Hazem Omar, del Partido Popular Republicano (RPP). Los tres candidatos suman una muy endeble oposición política al actual líder egipcio, que de lograr alzarse con el triunfo gobernará el país norteafricano hasta 2030.
Recordemos aquí que al-Sisi llega al poder hace una década tras el golpe de Estado perpetrado en 2013 contra el gobierno islamista de los Hermanos Musulmanes. Si bien al-Sisi ganó las elecciones de 2014 con un 97 % de los votos, victoria que revalidó cuatro años después en unos comicios duramente criticados por la oposición y organizaciones de derechos humanos, su llegada al poder seguirá marcada por aquel golpe de Estado que puso el punto final a una breve pero convulsa transición democrática en Egipto.
Aquel 3 de julio del 2013, millones de ciudadanos salieron a la calle para celebrar la caída del presidente islamista Mohamed Morsi, surgido de las urnas en las únicas elecciones presidenciales libres en la historia del país sin saber quizás que el nuevo líder al frete el país buscaría perpetuarse en el poder. Es por ello que actualmente, nada queda de aquel entusiasmo popular en un país que se ha hundido en la más profunda represión y en una crisis económica que ha empobrecido todavía más a millones de egipcios.
Reforma de la Constitución
En 2017, al-Sisi aseguró que solo presidiría Egipto durante dos mandatos de cuatro años en cumplimiento con la Constitución, por lo que su estancia en el poder debía acabar en 2022. Sin embargo, en 2019 impulsó una polémica reforma exprés de la Carta Magna egipcia para extender los mandatos de cuatro a seis años y poder optar a una tercera reelección para seguir en el poder hasta 2030.
Además, la extensión de los años de incumbencia de al-Sisi se aplicó con efecto retroactivo a su mandato actual. Aprobada por el Parlamento egipcio, esta reforma fue ratificada en un controvertido referéndum en el que el ‘sí’ se impuso con un 88,8 % de los votos, aunque con una participación del 44,3 % del censo.
Las reformas también permitirán a al-Sisi, como jefe de Estado, adquirir nuevas prerrogativas, por ejemplo sobre el poder judicial, puesto que personalmente podrá elegir al presidente del Tribunal Constitucional y al fiscal general egipcio. Además, restablecen el Senado, que había sido abolido en 2014, por lo que el Congreso egipcio volverá a ser bicameral. Por otra parte, las mujeres tendrán una cuota del 25 por ciento de los escaños de la Cámara baja, además de una representación especial de los jóvenes, los cristianos y los discapacitados en el Parlamento.
Sin embargo esta reforma del ’19 es vista, aún, por figuras y grupos opositores como la derrota definitiva del espíritu de la revolución egipcia de 2011, tras la cual se limitó la permanencia en el poder del jefe de Estado.
Al-Sisi y el “Dialogo Nacional”
De cara a un nuevo mandato el presidente egipcio propició, a medidos de 2022, el llamado ‘Diálogo Nacional’, una plataforma para reunir a todos los movimientos políticos de Egipto -a excepción de los Hermanos Musulmanes, considerados terroristas- y establecer una hoja de ruta para solventar los problemas del país, especialmente la severa crisis económica marcada por una acuciante inflación.
También reactivó el Comité de Indultos Presidenciales para excarcelar a personas que permanecían en prisión preventiva por motivos de opinión, aunque organizaciones de derechos humanos denuncian que muchas más personas han sido encarceladas por estos mismos motivos durante el mismo periodo.
El actual presidente celebró la presencia de «tantos candidatos» en los comicios, mientras que la Autoridad Nacional Electoral egipcia prometió equidistancia entre los diferentes aspirantes y ha asegurado que no ha recibido ninguna queja durante la campaña electoral, que ha quedado eclipsada por la guerra en la Franja de Gaza. Esta “apertura” que presenta como una novedad en este proceso electoral, es parte de los cambios que ha impulsado el presidente en esta década en el poder.
Los diez años de al-Sisi en el poder
Para muchos estos diez años de Abdel Fatah al Sisi en el gobierno están marcadas por tres puntos sobresalientes. Por un lado la creciente represión y restricción de las libertades de los egipcios, también por la debacle económica del país y en tercer lugar podemos nombrar el desierto político opositor que ha logrado al-Sisi en esta década tras el golpe militar del 2013. Una década que ha sumido a Egipto en una profunda crisis multidimensional: económica, política y de libertades sin dudas.
Como podemos observar Egipto ha navegado desde entonces, desde el golpe de 2013, en una crisis permanente. La persecución de los islamistas, representados políticamente por el partido de los Hermanos Musulmanes, se ha extendido además a toda la oposición democrática y los vestigios de la llamada Primavera Árabe, la revuelta popular que derrocó al dictador Hosni Mubarak. Cualquier forma de disenso fue represaliada, desde periodistas a abogados, convirtiendo al país en una de las mayores cárceles del mundo para los activistas de las libertades civiles y los derechos humanos.
La magnitud de las detenciones ha sido de tal escala que no hay cifras oficiales actualizadas y es difícil saber el número real de detenidos, muchos de ellos a la espera de juicio. Bajo el mandato del presidente al-Sisi, la población encarcelada ha aumentado drásticamente, ya que las autoridades han detenido a decenas de miles de disidentes reales o presuntos desde finales de 2013. La represión ha provocado un peligroso hacinamiento en los centros de detención y ha empeorado aún más sus condiciones, ya de por sí inhumanas de los cetros de detención en suelo egipcio.
La debacle económica, como otra de las crisis en la que se encuentra sumergido el país del norte de África, ha llevado a la sociedad egipcia a una caída libre en los niveles de vida. La inflación supera hoy el 30%, con la moneda local, la libra egipcia, habiendo perdido la mitad de su valor frente al dólar en este último año. El precio de alimentos como la carne ha escalado un 90%. El país se encuentra dramáticamente endeudado, una situación que la pandemia empeoró y que la guerra de Ucrania ha agravado más, debido a la fuerte dependencia del trigo del país europeo.
Como otros líderes que buscan perpetuarse en el poder, el presidente egipcio no ha reconocido nunca las críticas a su gobierno, de hecho en oportunidad e las celebraciones por los diez años en el poder, al-Sisi ha dicho: «Tengo fe en que esta generación, que transformó Egipto con su esfuerzo y paciencia, del caos y la ansiedad a la estabilidad y la seguridad, es capaz de completar su experiencia, que disfruta de un rápido progreso, extendiéndose a cada centímetro del país con la infraestructura, carreteras, transporte y comercio».
Pero más allá de los dichos y creencias de al-Sisi, la realidad muestra otra cosa. El pueblo egipcio, de a cientos, se embarcan cada día en una incierta travesía hacia la emigración a Europa a través de las rutas ilegales del Mediterráneo, empujados por la pobreza y la falta de libertades. Prefiriendo afrontar los peligros en el mar que seguir sumergidos en la pobreza en su país. En 2022, uno de cada cinco migrantes llegados a Italia procedía de Egipto, según la Agencia de la Unión Europea para el Asilo. Datos oficiales de Italia muestran que un tercio de los menores que arriban a sus costas son egipcios. Rostros tras unas cifras que confirman el catastrófico mandato de al-Sisi más allá de las palabras rimbombantes que puedan afirmar la bonanza detrás del gobierno egipcio.
Repetición de viejos errores: “faraonizar” el poder
Al Sisi se ve a sí mismo como el faraón que salvó a Egipto de los islamistas que apoyaban a Morsi, como hemos mencionado, el primer mandatario democráticamente electo de la historia del país y la figura que había logrado canalizar la furia y las demandas colectivas de la Primavera Árabe. Las protestas que comenzaron el 25 de enero de 2011 se convirtieron pronto en una revolución capaz de terminar con la dictadura de treinta años de Hosni Mubarak. Luego de un gobierno de emergencia vino Morsi, pero apenas estuvo un año y un mes en la presidencia, traicionado por su ministro de Defensa, al-Sisi. Ahora Egipto parece volver al punto de partida, no solo por las similitudes entre al Sisi y Mubarak, sino por la situación económica y social.
El proceso que está en curso desde que al-Sisi le arrebató, tras el golpe de Estado a Mohamed Morsi, está marcado por un claro objetivo de permanecer en el poder. Para ello al-Sisi quiso marcar su impronta y proyectar una especie de refundación que se traduce en, por ejemplo, la construcción de una nueva capital administrativa cerca de la actual, El Cairo, que costará más de 50 mil millones de dólares. Es apenas una de las iniciativas de al-Sisi, que ya amplió el canal de Suez e inauguró el puente colgante más ancho del mundo sobre el río Nilo. Medidas que más allá de parecerse más a la construcción de los antiguos monumentos con el que los faraones pasaron a la posteridad, sumergen a la sociedad egipcia en la pobreza presente y futura por la deuda tomada para llevar adelante estas obras “faraónicas”.
La megalomanía del “nuevo faraón” es financiada por capitales provenientes de China y las monarquías del Golfo Pérsico y parece que no piensa parar hasta ver acabada su obra, así sea a costa del hambre de su pueblo.
En medio de este proceso cuasi faraónico, se encuentra una sociedad que ve como un renacimiento identitario, en disputa claramente, ya que por un lado hay una identidad antigubernamental muy fuerte en la calle, una identidad religiosa y además la que intenta imponer el Estado. Todo lo que tiene que ver con la ampliación de carreteras e infraestructura y la construcción de la nueva capital se ve como una oportunidad para la clase obrera de encontrar trabajo cuando no lo hay. Para al Sisi hace sentido en una historia faraónica que pone sobre la mesa un Estado fuerte, autoritario, guiado por un líder religioso militar, que sería el mismo al-Sisi.
Es en este escenario, tumultuoso, que los egipcios (algunos) acudirán al llamado de las urnas, para refrendar u oponerse al faraónico gobierno. Si las elecciones que a partir de mañana y por otros dos días, se llevarán a cabo en Egipto, sigue la tendencia de la escasa participación, veremos a un nuevo gobierno de al-Sisi, hasta 2030, pero con muy poca legitimidad popular. Más de la mitad de los egipcios habilitados para votar no han acudido a los actos eleccionarios anteriores.
*Beto Cremonte es periodista, Comunicador Social y docente en la Facultad de Comunicación Social de La Plata (U.N.L.P), estudiante avanzado de la Tecnicatura Universitaria en Comunicación Pública y Política de la Universidad Nacional de La Plata (U.N.L.P)