Los últimos datos de la FAO aseguran que la subalimentación se reactivó en 2020, y la previsión es que haya el mismo número de personas padeciendo hambre que cuando se lanzó la Agenda 2030. En África, una de cada cinco personas es víctima de la epidemia del hambre que azota a muchas regiones africanas.
Sí, el hambre otra vez. Una hambruna de facto (porque lo indican los datos, aunque no haya sido declarada oficialmente por la ONU ni reconocida por los Gobiernos de los países afectados) en el Cuerno de África, con la obligatoria mirada sobre Somalia, Etiopía, Sudán del Sur y Kenia. Hoy, 28 millones de personas en la zona sufren una inseguridad alimentaria que pone en peligro sus vidas.
Los esfuerzos para mitigar esta “epidemia” ya no alcanzan. La crisis climática en la que está sumergido el mundo no permite recuperar los escasos suelos cultivables en la región del Cuerno de África. La gente intenta cultivar, pero sin agua no hay cosechas.
Antes, en las zonas áridas o semiáridas del continente africano, cuando había una temporada sin agua, las familias tenían a los animales, que son mucho más resistentes que los cultivos. Los vendían y aguantaban hasta la siguiente temporada agrícola. Pero, ante tantas temporadas de sequía continua, los animales mueren porque no tienen qué comer. La gente abandona su tierra y entra en un campo de desplazados o cruza una frontera.
Sin dudas falta financiación para el Cuerno de África. La guerra en Ucrania agravó aún más la situación, que de por sí ya no era buena. El abastecimiento de granos interrumpido por la guerra, no es nada comparado con la sequía extrema que afecta a la región. Además hay que sumar el escenario de inseguridad que se vive en la zona que dificulta la llegada de ayuda humanitaria. Así dadas las cosas solo queda esperar, aguantar que estos datos no empeoren y se pase de la fase 4 (emergencia) a la 5 (hambruna) en el IPC (Clasificación Integrada de la Seguridad Alimentaria en Fases, por sus siglas en inglés)
El epicentro de esta catástrofe humanitaria está en Somalia. La sequía más dura de los últimos 40 años (acumulan cinco estaciones consecutivas de lluvia fallidas) junto a precios elevados, por la escasez de algunos alimentos que provoca la guerra en Ucrania, la inestabilidad política y las consecuencias económicas pospandemia han conducido a la situación actual.
En 2017, seis años después de la última hambruna declarada en la región, la temprana movilización humanitaria internacional logró evitar una tragedia. Las organizaciones en el terreno y los expertos consideran que esta reacción no se ha alcanzado en 2023: solo se ha recaudado el 55,8 % de los 5,9 millones de dólares solicitados por la ONU para la crisis actual.
No solo el Cuerno está en crisis
16 países africanos están en crisis alimentaria por los elevados precios de los productos de primera necesidad y el costo de los insumos, según la FAO. En lo más caótico, el IPC5, que es hambruna, hay un trozo de Somalia, Sudán del Sur y Burkina Faso. El continente africano está en una situación muy grave por cómo han ido creciendo los indicadores. África, y en concreto el este, es donde más aumenta la inseguridad alimentaria; aquí no se ha experimentado una recuperación poscovid. Y no es por Ucrania, porque el trigo o el maíz se consumen en el norte del continente, pero África subsahariana importa cantidades pequeñas. Lo relevante para África es el maíz blanco, no el amarillo, la yuca y el arroz, según se desprende de algunos datos de la FAO.
Hay partes de África que están viviendo una hambruna. En el lenguaje corriente, hambruna es hambre extrema, mientras que para la comunidad internacional, las agencias humanitarias y la ONU, hambruna es un término técnico. En la IPC hay algunos criterios esenciales relacionados: el número de personas muertas de hambre sobre 10.000 habitantes, que el 30 % de una comunidad, población o región viva una realidad de malnutrición, y que más del 20 % de las familias no tengan acceso a alimentos. Pero ¿quién controla y establece estos porcentajes?
Es probable que en Somalia, de acuerdo con la IPC, haya hambruna, pero no se va a declarar porque es difícil de aseverar, los datos son insuficientes y hay zonas a las que el Gobierno no llega. La hambruna debería ser un término técnico, pero está penetrado por lo político. El caso de Somalia es icónico por la historia que arrastra, pero la situación también es dramática en Burkina Faso o Malí. Si el hambre de los pobladores de África sigue siendo representada por un índice, un dato duro de una planilla Excel será muy difícil de combatir. La deshumanización de los datos contribuye a que el problema no tenga solución. Los datos no son personas que sufren y hasta muere a diario por hambre.
La historia se repite, igual que la incapacidad política para salvar vidas. A pesar de tener un diagnóstico preciso en tiempo real, no se ha logrado frenar el número de personas que pasan hambre en
Errores cíclicos
Al menos 260.000 personas, la mitad menores de seis años (según la ONU), murieron en Somalia como consecuencia de dos estaciones consecutivas de lluvia fallidas. La frecuencia de acontecimientos [climatológicos] adversos está creciendo y afecta a países con un elevado porcentaje de pobres que sufren desigualdad. Viven en zonas vulnerables, expuestos al cambio climático, y son menos resilientes. Hay zonas que están en crisis permanentemente donde cada decisión o la falta de ella influyen y se transforma en la pérdida de vidas evitables.
Se ha deteriorado la situación medioambiental y las oenegés han tenido que adaptar su forma de actuar. Hace 20 años, ante una sequía se sabía que con un programa de nutrición para ese momento el problema estaría controlado hasta la siguiente cosecha. Ante un escenario de “multicrisis” es difícil responder desde la emergencia.
Desde la ONG Oxfam señalan que se espera demasiado para apoyar y financiar. “La atención global llega cuando se alcanza el peor momento. En 2011 se respondió tarde; seis años después hubo una buena reacción internacional, pero con altibajos, sin apoyar a las comunidades que sufren las crisis, ni reforzar su resiliencia. Ahora están solo sobreviviendo. Por ejemplo, un pastor necesita 300 cabezas de ganado para mantener a la familia, pero en sequía el número baja a 30. Cuando empezó la crisis actual tenía 170, la mitad de lo que necesitaba, y ahora vuelven a tener 30”, explica desde Nairobi Margret Mueller, jefa humanitaria de Oxfam África.
A pesar de la ayuda económica y los esfuerzos internacionales, las oenegés consideran que no se ha roto el ciclo que impide sacar a estas poblaciones de la condena del hambre. Tampoco se vislumbra una salida opcional al “oengeísmo” que además en muchos casos proviene de países que son parte del problema y solo ven en ese sistema de ONG’s una manera de lavar activos y culpas. Claramente hoy la solución es lograr un sistema perdurable en el tratamiento del problema y que no solo se trate de invertir para que en cinco años no exista una situación de hambruna agravada por las consecuencias del crisis climática, de cuyos efectos son responsables mayoritariamente países no africanos.
Somalia y Sudán
La hambruna para Somalia no es fácil porque depende de unos indicadores, de la inflación, del acceso a productos, de si se puede traer comida de países vecinos, y de la producción de países fuera del continente. Es un tema gubernamental, no quieren mostrar que no se está haciendo lo suficiente. Declarar la hambruna es una gran responsabilidad por lo que implica en las fronteras. No es solo declararla, sino saber si ese país está listo para entrar en ese estado. En Somalia, los números indican que están en un estado extremo, pero no hace falta ver números para ver el hambre e los cuerpos de personas y animales que deambulan por las áridas tierras somalíes.
En 2022 murieron en Somalia 43.000 personas por la hambruna, y docenas de miles abandonaron el país. Pero al cruzar una frontera no se los reconoce como refugiados porque no hay un criterio jurídico que entienda que huyen por la crisis climática que afecta a la región y no les permite autoabastecerse para vivir. Es una negación global de la realidad: la crisis climática en 2023 obliga al desplazamiento forzoso de las personas, igual que lo hacen la guerra o la persecución política e ideológica. Se debería exigir una respuesta internacional. El clima obliga a la gente a dejar sus tierras porque no pueden cultivarlas y su ganado muere por falta de pasto. Los refugiados medioambientales existen.
¿Hay soluciones a corto plazo?
Hay dos dimensiones relacionadas con la resiliencia: la capacidad preventiva y la capacidad de absorción de los impactos que generan las crisis. Esa es la estrategia de la FAO. Ahora hay que acelerar las inversiones. Se esperaba que la inversión agrícola aumentara en el tiempo, y ha sido lo contrario. Es un sector que opera bajo riesgos e incertidumbres, y no es el más atractivo para inversores y jóvenes, pero si se invierte y tiene en cuenta la prevención y la absorción, el sector podría tener retornos muy altos. Todo sector con riesgos altos tiene retornos altos si lo gestionas bien, pero la FAO no soluciona conflictos, se dedica a los alimentos y la agricultura, que son elementos que mejoran el bienestar y pueden reducir la probabilidad de riesgo de un conflicto, o reducir la migración en caso de que haya uno. Pero hay conflictos y guerras que no tienen nada que ver con el papel de la FAO. Esta situación, puesta en manos de un organismo que a todas luces llega a mitigar un problema, pero no a atacarlo de raíz, será muy difícil de sobrellevar de cara a un futuro cada vez más problemático.
Teniendo en cuenta el aumento de la inseguridad en la zona del Sahel y en regiones que sufren escasez alimentaria, las iniciativas de protección a familias ante graves impactos económicos, desastres naturales y otras crisis, que hoy parecen brindar gobiernos autócratas o la misma FAO no paren dar en la tecla de hecho solo tienen más que ver con paliativos o soluciones temporales. Por ejemplo promover otras variedades de cereales más resistentes o pasar de cereales con poco valor nutritivo y que necesitan mucha agua, como el arroz o el maíz, al mijo o el sorgo. De todos modos siguen siendo paliativos que se adoptan ante la crisis en medio de la crisis, cuando pensar en soluciones de fondo implica tiempo y justamente tiempo es lo que no hay. El tiempo perdido significa vidas en el camino.
En África hay que repensar el sistema de asistencia. No solo brindar ayuda directa en situaciones de emergencia, que es lo correcto, para evitar que se convierta en algo crónico, pero es importante pesar en la resiliencia. Con un PMA (Programa Mundial de Alimentos) que da asistencia directa, con capacidades de mayor absorción y cooperación, hay que pensar en cómo pueden adquirir esas capacidades para reducir la asistencia porque si no el presupuesto no dejará de subir.
Hay una crisis de hambre en Somalia, Etiopía y Kenia. Hace un año se declaró al máximo nivel porque eran 21 millones de personas en cuatro países, pero los números no han dejado de crecer y ahora son 28. No se puede normalizar esta situación. Aquí la gente es resiliente, está acostumbrada a moverse con su ganado, no les importa hacerlo, se adaptan a perder una estación de lluvias en una década. Eso era lo normal, pero ahora ya son muchas estaciones, lo que significa no ganar dinero tres años seguidos. ¿Quién puede aguantar eso?
Es interesante no olvidar las palabras del expresidente sudafricano Nelson Mandela ante altos funcionarios del PMA en 2004 cuando les recordó que “el hambre es una cuestión de justicia social y no económica (…) porque hay países relativamente pobres en donde casi todas las personas reciben una alimentación razonable, y países ricos con una desnutrición generalizada; sistemas económicos que varían, siendo los que han tenido éxito los que decidieron que acabar con el hambre era una prioridad. El hambre es una cuestión moral”.
*Beto Cremonte, Docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación Social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP