El odio en su forma más visceral y rastrera, transformado en arma política de clases dominantes inescrupulosas y amorales, ha ido ganando terreno en una sociedad que, como ya lo venían advirtiendo numerosos estudios sociales latinoamericanos y caribeños, señalan la inclinación gradual pero constante de amplios sectores sociales hacia la aceptación de formas autoritarias de gobierno.
A cambio de que esas sociedades concedan y resignen porciones importantes de libertades y derechos, esos aspirantes a gobernar prometen seguridad y estabilidad (sea esta laboral, social, económica, o alguna suerte de escudo contra la violencia criminal que ha proliferado en el continente en las últimas décadas).
Promesas que suenan a dulces melodías para sociedades exhaustas y angustiadas por la inseguridad, el miedo, el hambre y la miseria que sufren grandes mayorías populares. Estos oscuros personajes no reparan en prometer todo tipo de “manos duras”, “escarmientos ejemplares”, elevando de manera permanente los discursos violentos y de odio, que llegan a abogar por el exterminio de grupos sociales.
Se mire como se mire, eso se llama fascismo. Puede ser de nuevo tipo, del siglo XXI, neofascismo, o como quiera que se categorice una doctrina profundamente inhumana, deshumanizada, y corrosiva para cualquier sociedad civilizada.
Ese fascismo, hoy se manifiesta como bolsonarismo, trumpismo, fujimorismo, republicanismo chileno, anarquismo-libertario argentino, o bukelismo salvadoreño, con sus diferencias entre uno y otro, propias de las realidades particulares en que se desenvuelven sus doctrinas y planes operativos.
Ese tumor infecta nuestras sociedades, las deshumaniza e impregna de un lenguaje belicista y binario, que las divide entre nosotros-ellos, amigos-enemigos, buenos-malos.
Ese germen que corroe nuestras sociedades de norte a sur, comenzó posiblemente con el trumpismo estrafalario, continuó con el bolsonarismo pentecostal y se consolidó en el bukelismo mitómano, fundamentalista e intolerante en todas sus expresiones.
Modelo peligroso
De los tres, no por casualidad es el último el que permanece activo y vigente en el gobierno y con claras muestras de continuidad, más allá de cualquier consideración de tipo legal (que, por otra parte, estos modelos desprecian e ignoran); no sólo como modo de dominación prevalente y dominante en El Salvador, sino como modelo tomado como exitoso y replicable por más de un fanático mesiánico en Nuestra América.
Los Milei y compañía ven en el modelo signos potenciales de aplicación en sociedades a las que ellos también van modelando en la intolerancia, con sus categorías de pensamiento binario a partir de discursos de odio folclórico, adecuados a realidades locales.
Fue ese bombardeo permanente del bukelismo sobre la sociedad salvadoreña, desde aún antes de su acceso al gobierno -porque, en realidad, fue ese discurso de odio el que le franqueó las puertas del poder del Estado, explotando las debilidades del sistema de partidos en crisis-, lo que ganó terreno en el pensamiento social colectivo.
Esa sociedad fue aprendiendo a odiar a los criminales que la asediaban en sus comunidades, extendiéndose luego a otro nivel, hasta odiar a todos sus gobernantes anteriores, renegar de su pasado de lucha, odiar incluso a quienes se atreven a levantar su voz en defensa de derechos conquistados y arrebatados por el nuevo régimen.
Fenómeno en expansión
Hace unas pocas décadas era impensable en las sociedades de Nuestra América que un grupo extremista de derecha se pavoneara en público exhibiendo sus ideas trasnochadas. Se juntaban como alimañas en rincones oscuros, a planificar conspiraciones, porque eran despreciados por las sociedades en que se desenvolvían. Sus expresiones políticas eran marginales.
Hoy esas mismas sectas se han transformado en fuerzas políticas cuya expresión en el conjunto del continente es capaz de atraer en torno al 40% de un electorado ambivalente y escaso de lealtades ideológicas, cambiante y falto de paciencia, como viene demostrándose a lo largo de la última década.
En El Salvador, con mucho menos que ese porcentaje, las expresiones del fascismo local se han hecho con el gobierno. Desde allí, ya enquistado en el Ejecutivo y controlando el resto de poderes del Estado, el bombardeo mediático permanente hizo el resto, para aumentar exponencialmente el apoyo de sectores sociales al régimen.
Ese es el peligro a que se enfrentan los pueblos de Nuestra América. El Salvador es un buen ejemplo de lo que se debe evitar a toda costa.
La última dramática manifestación de ese irracional sentido del odio como política, de exterminio como recurso, presentado cada vez más como “aceptable”, al incorporarlo crecientemente a su narrativa, lo tenemos en estos días en diversas expresiones de personajes que, más que funcionarios públicos (estos jamás han siquiera considerado la idea de ser servidores públicos porque llegaron a sus puestos para servir exclusivamente a una clase, y actuar en función de ese único objetivo), se transformaron en carroñeros del odio y la mentira, del simplismo burdo y de la muerte como bandera.
Entre estos ejemplos encontramos esta semana al ministro de justicia y seguridad salvadoreño y al jefe del parlamento, quienes para justificar la enésima declaración del régimen de excepción y los ya incontables cercos militares a comunidades pobres, operados como maniobras mediáticas de gran alcance, declararon que no se detendrían hasta acabar con el último pandillero en el país.
No es la primera vez que recurren a esas bravatas y prometen, además, que jamás saldrán de las cárceles donde los encierren. Saben que esa narrativa irracional tiene, sin embargo, un público receptor de cierto alcance. Al impedir, y obstaculizar otras visiones de la realidad, se aseguran también que su narrativa no tenga casi competencia, y que la opinión pública coincida en buena parte con la opinión publicada.
Aunque lo anterior debería alarmar y escandalizar a cualquier sociedad que se considere civilizada, lo cierto es que estas u otras expresiones aún más escandalosas (especialmente en campañas electorales en el sur del continente), parecen cada vez alarmar menos a sociedades expuestas al bombardeo constante de estas narrativas.
Hoy esa lógica de la muerte da un paso adelante en El Salvador en la voz de su mandatario, quien por enésima vez demuestra una cultura clasista, sectaria y medieval, una ideología del ojo por ojo y de la violencia como respuesta a todo lo que no pueda controlar. Fiel a sus lealtades, se alinea con las fuerzas más reaccionarias de planeta y lanza un exabrupto en apoyo implícito al sionismo que está exterminando al pueblo palestino (pueblo de sus ancestros, del que el mandatario parece renegar a cada paso).
A este presidente no se le ocurre llamar a la búsqueda de la paz, al reconocimiento de dos estados, a negociar y parar las masacres; con su verborragia extremista, llama en redes sociales a exterminar a Hamas; como forma de explicar su lógica comparó esa propuesta con su política de seguridad nacional contra las pandillas. Así piensa esta gente y así, genuinamente actúa.
Esta forma de pensamiento (y acción) es el mismo desafío que enfrentan los pueblos de América Latina y el Caribe. La amenaza de fuerzas contrarrevolucionarias que golpean a las puertas de nuestras sociedades. Su triunfo significaría la reversión de conquistas sociales ganadas con torrentes de sangre del pueblo a lo largo y ancho del continente.
Es imperativo detener su avance, y solo es posible sumando la fuerza de los más, de las mayorías (aunque la narrativa extremista de la derecha nos quiera hacer creer que somos los minoritarios, los intrascendentes). Esas mayorías la formamos los que rechazamos estos avances fascistas, estos intentos contrarrevolucionarios. Si esas mayorías la asumen las fuerzas antiimperialistas, anticolonialistas, los que aspiran a una democracia verdadera y no la tibia democracia restrictiva que nos ofrecen, esas mayorías, sin duda, triunfarán.
Nos va la vida en ello y la de todas y todos quienes las ofrendaron generosamente para hacernos avanzar hacia sociedades menos injustas (que debemos mejorar), hacia derechos conquistados (que debemos defender), hacia formas de participación ciudadana (que debemos ampliar) y hacia un cambio de sistema (por el que debemos seguir luchando).
Raúl Larull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN.
Imagen de portada: cope.es/