Ponencia del Prof. Dr. Fernando Esteche.
Derecha y progresismo, el caso argentino
Con estas reflexiones intentaremos aportar nuestra percepción de la situación abierta en Argentina pretendiendo con el estudio del caso abonar a una reflexión regional nuestroamericana sobre la situación política e ideológica de nuestros pueblos y sus pretendidas, y eventualmente pretenciosas, vanguardias.
Hay una situación a establecer como principio qué es; cuál es la verdadera naturaleza de los regímenes que gestionaron los gobiernos nuestroamericanos ante el primer espasmo de declinación del neoliberalismo. En esto podemos aventurar definiciones variadas inspiradas en los objetivos y las conceptualizaciones de los procesos históricos que haga quién las formule. Es decir, la categoría es contingente y subordinada a la estrategia, lo meramente académico en cuanto a cómo categorizar no tiene para nosotros mayor importancia a los efectos de este trabajo.
Por ello estarán los que definirán los procesos como “pos-neoliberales”, sin contemplar la persistencia intocada de fuertes elementos neoliberales en el modo de acumulación y la estructura económica de cada país.
Otros los definirán como “populistas” para provocar con la polisémica categoría a propios y extraños, y refugiarse en la indefinición conceptual sobre la naturaleza de los procesos planteados.
Algunos plantearán que son “capítulos” o “momentos” de un largo proceso revolucionario que significan nuevos umbrales y eslabonamientos en la lucha revolucionaria (eso es la historia misma.)
Y los más críticos señalarán que tanto la estructura económica, como el modelo de acumulación, así como la propia institucionalidad, reformada a veces en algunos lugares, son simplemente regímenes reformistas, dispositivos de dominación de la democracia liberal restringida o tutelada.
Los propios protagonistas de estos procesos probablemente pretendan definirlos como momentos de acumulación de procesos revolucionarios.
Aquí es donde aparece necesario como primer gesto intelectual el cuestionar esto. “Para ser revolucionario lo primero es tener una revolución”, decía el Che; gestionar la crisis, mejorar la participación de los trabajadores en la renta sin que haya modificación de las estructuras de propiedad de los medios de producción, de la matriz económica, de las relaciones sociales…entonces no es revolución.
Se trató en general de procesos reformistas que ampliaron la base de la democracia liberal e intentaron con desigual suerte recuperación de resortes de soberanía y mejor distribución de la renta nacional. Su impronta, muy lejos de los pretendidos progresismos actuales, aún y a pesar de que muchas de estas experiencias tengan -entonces y ahora- los mismos protagonistas, era decididamente más autónoma y determinada antes.
La urgencia de financiar la gestión de gobierno empujó al progresismo en los gobiernos a reproducir y profundizar modelos de acumulación. Incluso en muchos casos se afianzaron los términos de intercambio establecidos previamente consolidando un modelo de primarización y ahogamiento de la posibilidad de desarrollo propio.
Sobre la naturaleza progresista de los mismos nos limitaremos a puntualizar que la ambigua categoría, que ha tenido buena prensa en la última década, se ha vuelto por esa propia condición de imprecisión, un cómodo lugar desde dónde posicionarse obturando con su difusa definición su carácter reaccionario al no llevar adelante transformaciones de tipo revolucionaria como el cuestionamiento de las estructuras de propiedad.
Como señala en una justa y áspera crítica el colega Aram Aharonian “Cuando los progresistas privilegiaron el fortalecimiento del Estado y la conservación coyuntural del gobierno a toda costa, dilapidaron la oportunidad de fortalecer -aunque fuera modestamente- las alternativas radicales, aplicando medidas parecidas a las reclamadas por la derecha, olvidando que la clave de cualquier transformación profunda está en la sociedad, no en el Estado.[1]
Experiencia argentina
Durante casi toda la última década el pueblo argentino fue sometido por quienes se apropiaron de la gestión de la política, con gobiernos de distinto signo (neoliberal conservador del macrismo o neoliberal progresista del Albertismo – Kirchnerismo) a un arrebato de la producción social de su vida; estigmatizándolo, persiguiéndolo, impugnando sus propios registros de existencia, y sus repertorios políticos y organizacionales, pero sobre todo sometiéndolo a una creciente pauperización de su vida. De un 30% de pobreza calculada en diciembre 2015 cuando terminó el gobierno de Cristina Kirchner, hoy está proyectado un 46% al final de 2023. De ese penoso universo por primera vez en Argentina casi la mitad de los trabajadores asalariados (45% informales y 17% formales) aparecen bajo la línea de pobreza en un país cuyos índices macroeconómicos son todos favorables.
Esta responsabilidad del sector político dominante en la producción social y política, con la consecuente cristalización de lo popular en la subalternización, profundizó la tendencia, propia de la democracia liberal, de enajenación del sistema político formal institucional con la producción política e histórica de todo lo popular. Se distancia la política formal relacionada con la gestión estatal de la vida cotidiana de los sectores populares.
La promesa democrática, recurrentemente defraudada, llega al paroxismo del desengaño cuando a la refundación neoliberal de Macri se le opone, con la ilusión de que se estaba entronando su desbaratamiento, una consolidación y profundización neoliberal. Se profana el contrato electoral; nada de lo mínimo que se esperaba fue cumpliéndose, y comienza un acelerado proceso que pivotea entre la justificación oficial de los condicionantes que afianza el posibilismo, y la construcción de un relato dominante sobre una realidad que no tiene que ver con lo experiencial del pueblo, señalando los índices positivos de la macroeconomía que se vuelven obscenos, casi burlescos; este es el gesto del sector más liberal de la alianza de gobierno (Albertismo). La economía afianza su extranjerización, su concentración y el señorío del capital financiero.
Fundamentalmente en el último lustro con la fondomonetarización de la economía, la pobreza creció exponencialmente, lo mismo que la desocupación, fagocitando los horizontes de expectativas que venía ofreciendo el kirchnerismo a nuestro pueblo, como expresión hegemónica del campo nacional y popular.
La fondomonetarización se consolida a expensas del acuerdo en el Congreso Nacional de las reservas presupuestarias que propone el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner para respetar el cronograma de pagos impuesto por el organismo multilateral y acordado por el gobierno de Macri, que violando la Constitución no lo consultó con el Congreso (tal situación volvía el acuerdo ilegal), esto fue enmendado con ese gesto por todos los representantes parlamentarios en el nuevo gobierno convalidando la estafa, lo cual también horadó la credibilidad de un gobierno y una referencia política que hicieron campaña electoral denunciando el ilícito y asegurando que no lo convalidarían.
La hiperfinanciarización de la economía redunda en destrucción de fuerza de trabajo, en destrucción del trabajo genuino, es decir en demolición de las formas de vida del pueblo. La reprimarización económica, producto de un esquema respaldado en el modelo exportador va destruyendo posibilidades de recuperación del trabajo nacional y acotando las posibilidades de maniobra de construcción de soberanía.
En un proceso acelerado de transformismo, la dirigencia política del campo nacional se funcionalizó a la lógica de la gobernabilidad (no es tema de estas reflexiones los por qué ni los cómo de dicho proceso) deplorando y despreciando las heridas sociales, culturales y doctrinarias que semejante orientación política provoca.
El injerencismo
Desde las usinas del poder imperial echaron mano de viejas recetas y enviaron un “armador” político de fuste para construir una plataforma de producción política acorde a sus intereses y necesidades, capaz de ahogar o contener las eventuales explosiones sociales producto del saqueo escandaloso que vienen practicando.
El embajador norteamericano Marc Stanley se ha convertido en una figura política central en el universo del mediocre plantel político de la Argentina. La única referencia similar que uno puede encontrar en la historia es el caso Spruille Braden cuando llegaron los imperialistas a combatir a Perón en 1945, nunca en otro momento fueron tan desenfadados en su operatoria injerencista.
El embajador Braden para combatir a Perón a mediados del siglo XX debió reunirse con toda la oposición desde el Partido Comunista hasta el partido Conservador, con el Partido Radical como principal ariete. El actual embajador Stanley, en cambio, se reúne directamente con los exponentes del oficialismo que en un gesto de genuflexión inexplicable acuden a sus convocatorias desde alcaldes, dirigentes sindicales y funcionarios del gobierno de todas las tendencias.
Los responsables del Departamento de Estado para el hemisferio occidental, los responsables de la Agencia Nuclear de USA, la Jefa del Comando Sur, son asiduos visitantes de la Argentina recibidos por los principales funcionarios del gobierno y se permiten en distintas oportunidades opinar abiertamente sobre el devenir político interno.
La embajada ensaya la posibilidad de construir una democracia liberal restringida (ya no de amplia base), contando para ello con un dispositivo policial de sobredeterminación política a partir de la colonización del poder judicial y su rol de gendarme democrático, y la ilusión de lograr constituir una suerte de puntofijismo[2] implícito, a la argentina, que ofreciera un polo neoliberal conservador y otro polo neoliberal liberal (o progresista). Los actores sobre los que venía operando esta posibilidad son Horacio Rodríguez Larreta (alcalde de Buenos Aires por el macrismo) y Sergio Massa (ministro de Economía del gobierno nacional) como exponentes de semejante pretensión. Los anhelos presidencialistas y de convertirse en actor principal del poder de parte de Rodríguez Larreta se esfumaron con las elecciones primarias donde el propio ejercicio de gobierno le costó una dura derrota electoral, puesto que la crisis de representación atraviesa todo el arco político. Con el puntofijismo a la argentina que pergeña la embajada el sistema se asegura el recambio de oxigenación asegurado ante la recurrencia inevitable de crisis de dominación con revoluciones pasivas controladas. Un plan perfecto.
Probablemente la irrupción de Milei (algunos señalarán a este como outsider pero no debe dejar de considerarse el fuerte apoyo que Black Rock le ofrece en logística y propaganda, y Black Rock no es outsider sino que es parte de la estructura de propiedad de los principales resortes de la economía nacional), producto del desgaste de las estructuras partidarias formales como consecuencia de la crisis continuada y precipitada de representación, provoque la reformulación de este dispositivo, o por lo menos cuestione la previsibilidad del mismo, o aún los tiempos de operacionalización.
Lo que no pareciera ser posible es que el programa de nihilismo antiestatal doctrinal y vacuo que propone en sus intervenciones Javier Milei, en tiempos donde el neoliberalismo replantea el rol del estado como agente garante de su propia producción (Nuevo Consenso de Washington), donde el imperialismo está profusamente digitando y regulando la propia producción política vernácula, vaya a consolidarse por fuera de su decisión y de su capacidad de regulación e intervención. No existe posibilidad de una gestión por fuera de la regulación minuciosa de la embajada norteamericana en las actuales condiciones, salvo que surgiera un candidato dispuesto a jugar en el esquema del Multipolarismo.
Lo que podría suceder de persistir la táctica de la embajada respecto del disciplinamiento y ordenamiento del sistema político argentino, es la producción de una readecuación de las estructuras políticas nacionales que permeen las viejas identidades partidarias; una centroderecha en base a los elementos de la política tradicional, peronismo y radicalismo partidarios; y una derecha “depilada”[3] que atempere a Javier Milei y Patricia Bullrich digitada por el propio Mauricio Macri, pero eso es una proyección para adelante.
Lo que hay que establecer, y es una verdad que salta a la vista, es que lo nacional-popular en una u otra variante de la gestión pro-imperial del poder que se ofrece como propuesta electoral, está y quedará en vacancia y orfandad.
El transformismo del progresismo argentino
El Transformismo aceleradamente operado en el último lustro por el progresismo que encarnó el segundo kirchnerismo[4], es decir el sector radicalizado del oficialismo, ni siquiera contempló la utilización de los dispositivos de producción cultural o ideológicos para operar una narrativa que justifique semejante viraje transformista. Vale decir; no se trata de que construyeron una narrativa posibilista, conformista y derrotista, sino que se vuelven disruptivos y radicalizados en lo narrativo y conservadores en la propia acción política. Resulta verdaderamente esquizofrénico. Y en este divague van perdiendo sensiblemente capacidad de despliegue político, inserción de masas, credibilidad, el capital político acumulado. Esto se constata en la falta de reacción seria frente al intento de magnicidio y ante cada uno de los avances de las narrativas y prácticas políticas antipopulares.
Lo que sucedió fue la operacionalización de una esquizofrenia intolerable donde los intelectuales orgánicos de lo popular mientras hacen una cosa proponen discursivamente hacer exactamente lo contrario. Negocian la deuda externa con los privados para poder acordar con el FMI y luego en los discursos deploran el acuerdo que ellos mismos tejieron; proponen una transición ordenada con el macrismo y luego en los discursos se quejan por lo ordenado de la transición (la afirmación del dólar a 60)[5]; deploran la legitimación del acuerdo con el FMI pero lo convalidan con su voto en el Congreso Nacional. No es la derecha del gobierno la que acomete estas cuestiones, sino justamente exponentes de la izquierda del gobierno, y esto se ve, se sabe.
Hay un error analítico de los que pergeñan esta ecuación narrativa y política y es la torpe creencia de que las preocupaciones y banderas formales del progresismo están por encima de las necesidades materiales básicas del pueblo. Lo peor es la pretensión de que esas banderas son propias banderas de lo popular cuando son solamente apropiadas por una minoría cultural mesocrática, absolutamente sobredimensionada respecto de lo que realmente expresa, representa o es. Lo cultural simbólico es una parte que no debería nunca nublar lo material. Hay incomprensión o desconocimiento de las necesidades y anhelos de nuestro pueblo.
Las principales banderas que se sostienen en campaña desde el gobierno, pero fundamentalmente desde el progresismo kirchnerista son las reivindicaciones de derechos de minorías muy justas pero que operan obturando el estrago social que provoca la gestión de gobierno del que son parte fundamental. Cuestiones como la ley de servicios de comunicación audiovisuales que fue suspendida por Macri y nunca levantada esa suspensión por el gobierno, son banderas que ya no entusiasman a grandes sectores populares.
Las políticas públicas sobre sectores de trabajadores, jubilados y capas vulnerables, se desarrollan en clave de pobreza por lo cual le reclaman al pueblo reconocimiento cuando le otorgan un bono excepcional frente a la pobreza galopante equivalente a menos de 50 dólares frente a una inflación y devaluación constante y creciente.
Cuando el liderazgo deja de expresar mejores condiciones generales de vida entonces se produce un acelerado divorcio con el mismo, habría que buscar en estas cuestiones el creciente desinterés del conjunto del pueblo sobre el intento de magnicidio sobre la vicepresidenta o el desinterés general sobre el devenir de sus causas judiciales productos del lawfare.
Cuando el pueblo va por Perón el 17 de octubre de 1945 está yendo a rescatar al hombre que encarna la defensa de sus derechos. Ahora no hay nadie que en términos reales le haga sentir al pueblo esa condición, más allá de lo que uno pueda creer o pretender, es algo objetivo y que produce subjetividad popular.
Lo expuesto disipa cualquier pretensión de impugnación al comportamiento electoral de nuestro pueblo. Los que tengan la actitud de rezongar contra la “derechización” del pueblo están invisibilizando deliberadamente, o por estrechez intelectual, que el divorcio de la política con el mundo de lo popular tiene responsables concretos y que en base a la defraudación recurrente no se pueden construir adhesiones.
Nadie sea tan presuntuoso de pretender entender qué se votó votando a Milei, pero a todas luces se puede sostener que no se votó venta de órganos, o destrucción de los derechos sociales, o aniquilamiento de principios estructurantes de lo social como la Justicia Social o la idea de que “donde hay una necesidad hay un derecho” que tan explícitamente deploró Milei. No es eso lo que ve en Milei la gente que lo votó, aunque puede resultar un voto seguramente de múltiple interpretación y justificación; los sectores populares no votan contra sí mismos, votan contra los que los defraudan y por lo que tienen a mano que expresen eventualmente proyectos de poder. Porque además es importante señalar que la izquierda, de corte parlamentarista (mayoritariamente trotskista), con una estrategia evolutivista de crecimiento vegetativo en lo electoral, nunca logra expresar estas situaciones, no obstante, su muy importante presencia en la lucha social; el pueblo no vota esas propuestas.
El pueblo jujeño, de la provincia más al norte del país muy rica en litio, resistiendo en la calle con repertorios preinsurgentes la reforma constitucional del gobernador Gerardo Morales dos semanas después de haberlo entronado por segunda vez mediante elecciones, es elocuente muestra de esto. Debemos prestar atención a la contradicción, que se volverá recurrente, entre la conducta electoral y el disenso activo contra medidas estructurales eventuales.
Para considerar cuáles son las razones de enajenación creciente de amplias mayorías populares respecto de las propuestas políticas electorales formales que se le ofrecen, consideremos por ejemplo que un día después que la candidatura del gobierno saliera tercera en la elección primaria, se decidió una devaluación acordada previamente con el FMI de un 22% que raquitiza los salarios de los trabajadores y las trabajadoras.
La naturalización de la inestabilidad económica producto de la inflación galopante normaliza semejante decisión. Un día después de tan terrible golpe devaluatorio los precios del consumo popular se dispararon otro 25 % sobre lo ya devaluado. Así es muy difícil construir voluntad electoral.
El mejor candidato del establishment es un hombre que como ministro de economía acordó con el Fondo un programa de pagos impagable, unas metas fiscales de ahogo presupuestario y una devaluación criminal. Ese escenario de tanta hostilidad para el mundo popular es el que se presenta en las elecciones generales actual donde el pueblo deberá resolver compulsivamente entre un candidato que quiere destruir todo el edificio de estatalidad y con él a la llamada “casta política”[6], y un candidato que gestiona un estado al servicio de un FMI cuya principal meta es achicar la capacidad de consumo del pueblo argentino para que crezcan los bienes exportables.
En las elecciones presidenciales 2019, la gran electora resultó ser la ex presidenta Cristina Kirchner que propuso ser segunda en la fórmula encabezada por Alberto Fernández, un exponente del liberalismo enquistado en el peronismo y que hasta poco tiempo antes estuvo trabajando abiertamente contra el kirchnerismo apañado por el tándem de poder real mediático judicial. Convenció a todos de que la mejor opción era ese movimiento hacia el centro, que como se ha señalado “si la izquierda se mueve al centro es que se derechiza”. Se dilapidó un momento de acumulación popular y subjetividad transformadora atemperado por un hombre orgánico de los grandes poderes.
El fracaso de dicha experiencia fue estrepitoso, en la que se profundizaron persistencias neoliberales, permaneció intocado el edificio de lawfare y la extranjerización de las estructuras, y se legitimó la fondomonetarización plantada por el gobierno de Mauricio Macri.
Este fracaso sustenta ahora una nueva maniobra de persistencia en el corrimiento hacia un centro más lejano, de mayor derechización, proponiendo la candidatura de Sergio Massa, un hombre que además de autor y vector del lawfare en Argentina, de fluidas relaciones con el Departamento de Estado, quién cogobernó de hecho con el macrismo mediante su plantel legislativo y que fue tardíamente incorporado a la alianza electoral para derrotar al macrismo.
Hoy Massa es quien pilotea la armónica relación del gobierno nacional con el FMI, virtualmente es el hombre de gobierno ante la pusilanimidad del presidente que ha desaparecido de la escena y la inacción deliberada y consciente de la vicepresidenta.
Ya hemos establecido que las expresiones que hasta aquí venían vectorizando los intereses populares han acometido transformismo, es decir defección, abandono.
Orfandad y falta de liderazgo son las características de la situación subjetiva. Del liderazgo y las referencias organizacionales que condujeron el segundo momento kirchnerista simplemente quedan manifestaciones residuales palideciendo conforme se constatan sus recurrentes defraudaciones, su falta de intervención histórica, y su sectarismo que impide ampliar su posibilidad de capilaridad con lo popular. Las formas en que las actuales versiones de estas expresiones progresistas construyen sus plataformas políticas son crecientemente restrictivas, exigiendo alineamientos obtusos, obstaculizando una construcción política más genuina que aproveche el potencial popular, simplemente buscan reeditar candidaturas y lugares de gestión para los mismos planteles o planteles acólitos de los liderazgos, esto a todas luces es restrictivo y expulsivo.
¿Crece la derecha?
Importante es que definamos nuevamente de qué hablamos cuando hablamos de derecha.
Ya la academia se retroalimenta con el pretencioso intento de encorsetar en una categoría una conducta política. Derecha como tal es una categoría difusa, pero está claro que cuando se habla de derecha se habla de intereses de sectores de clases opuestos a los intereses populares. Lo que claramente no es la derecha es anticapitalista. Puede ser derecha liberal, derecha conservadora, derecha posfascista, derecha neofascista, o derecha fascista social, o como se quiera definirla con mayor o menor rigurosidad, pero siempre se trata de gestión capitalista del poder y la economía. No eran actores anticapitalistas ni Franco ni Mussolini, no eran menos capitalistas que el liberalismo anglonorteamericano.
El perfil fundamental de los sectores antipopulares está por estos tiempos atravesado por el neoliberalismo clásico ortodoxo o por el neoliberalismo remozado con el Nuevo Consenso de Washington.
Existe en estos sectores racialismo y clasismo definidos, cierto supremacismo anclado en su posición social y punitivismo.
Sabiendo que será polémico propongo estos interrogantes abiertos ¿Trump sería más de derecha que Biden? ¿por qué? ¿La derecha es definida por gestualidades formales o por los intereses de clase que defiende? ¿El PP es distinto en cuanto a gestión de gobierno cotidiano que el PSOE? Habría que preguntarle a catalanes y vascos que sufrieron represión por ambos sectores y habría q mensurar la gestión a favor del gran capital de unos y otros, cuál difiere más, eventualmente la forma no hace al contenido, son expresiones del capitalismo imperialista que es mejor y suficiente para definirlas.
También es claro y no puede obviarse que se han introducido en los sistemas políticos dispositivos crecientemente violentos que atentan directamente contra la producción normal de la política, los atentados y la irrupción de repertorios amenazantes son una manifestación más de la crisis de la democracia que pretende resolverse de manera autoritaria y frente a las cuales no se articulan aún respuestas contundentes. Estos repertorios son privativos de los sectores que pretenden una gestión de poder más autoritaria, por lo cual van legitimando esto con sus acciones.
Podríamos explorar los clásicos y encontraríamos sobrados elementos constitutivos o prefigurativos del fascismo (Poulantzas con la crisis de representación y tendencia al estado de excepción, Trotski con el abordaje crítico sobre bonapartismo, Gramsci con subversivismo reaccionario) en algunas novedosas expresiones políticas, pero esto sería des-historizar el análisis a los efectos de forzar el encaje de la categoría; puesto que hay elementos actuales como el señorío del imperialismo, la globalización y el poder de las transnacionales y los organismos multilaterales comandados por los anglonorteamericanos, lo mismo que un proletariado debilitado políticamente, no amenazante, que exponen un panorama similar pero distinto.
En el caso argentino existe y tiene encarnadura política en Argentina una corriente que reivindica los tiempos de la convertibilidad y las reformas menemistas, los noventa. Y siempre tuvo expresión electoral. No se trata de cuantificarla, es la expresión de la defensa de intereses de clases dominantes, y de sectores que están cautivos de la producción hegemónica y re producen como propios la defensa de intereses que le son ajenos. Pero de eso también se trata la lucha de clases.
La ilusión progresista y sus performances electorales obturaron frente a la mirada superficial, importantes cuestiones que deben atenderse; la hegemonía, los valores dominantes, los discursos circulantes, lo experiencial vital. La izquierda (cómo categoría asociada a los intereses populares) es la que tiene que conquistar y disputar sentidos y conciencia. Pretender que crece o nace la derecha (como formulación de los intereses antipopulares genéricamente expresados) es pretender que estuvo reducida, y la dominación viene inalterablemente enseñoreada ejecutada por esto que podríamos llamar “la derecha”.
El segundo kirchnerismo recurrentemente enfrentó discursiva y electoralmente a esta corriente, la cual se presentaba con distintas expresiones más o menos nítidas, y que conforme pasó el tiempo fue definiéndose mejor en lo discursivo, en lo programático y en lo cultural; y sobre todo en la construcción de consenso electoral. De la discreta retirada agazapada del 2001 a hoy, evidenciaron su capacidad de recuperación, su permanencia y su existencia.
Hubo distintas expresiones de esta misma corriente con matices discursivos y con estéticas acomodadas a los tiempos.
No debe pasar desapercibido el hecho de que actores otrora progresistas hoy son exponentes de la derecha. El progresismo permite esta permeabilidad por lo lábil que resulta la propia categoría, no se trata de gatopardismo de los actores que han mantenido una coherencia más o menos nítida, sino de la funcionalidad del progresismo como dispositivo de dominación demoliberal. El progresismo es una categoría de clase, es poderosamente mesocrático.
La señora, numeraria de la agencia de inteligencia norteamericana e íntima amiga del club de espías argentinos, Elisa Carrió, otrora progresista y exponente del gobierno de la Alianza que enfrentó desde el progresismo al menemismo, encarnó tempranamente la oposición no sólo a la expresión política del actual progresismo (el kirchnerismo) sino fundamentalmente al corpus cultural y político que éste personifica como el redistribucionismo, el estado social, la política de subsidios sobre el consumo popular, lo que llaman el populismo.
La experiencia de la Alianza evidencia y expone cómo el progresismo es un dispositivo de dominación y con cuyas banderas pueden acometerse los crímenes de gestión demoliberal más atroces. El partido radical, ahora encolumnado como segundo del partido de Macri, fue quien encabezó aquella Alianza progresista con un candidato conservador, Fernando De La Rúa. Entonces los progresistas de izquierda entendían, como en 2019 con Alberto Fernández y en 2023 con Sergio Massa, que era razonable llevar la expresión de derecha como cabeza del progresismo.
El empresario supermercadista que hoy desarrolla una feroz guerra de estampida de precios, Francisco de Narváez, tuvo su tiempo de enseñoreo electoral y ganó las elecciones intermedias en 2009 con una plataforma que desde un sector del peronismo en alianza con liberales enfrentó al kirchnerismo. Este espacio con los discursos de la seguridad ciudadana, la transparencia y la efectividad de gestión, siempre existió.
El actual candidato de este progresismo transformista, Sergio Massa, hizo lo propio en 2013 pero como expresión de ese sector antiprogresista.
A expensas de la operación del martirio inducido del fiscal Nisman[7], Mauricio Macri será la expresión más acabada de este espacio, definido ahora como nueva derecha y penetrado directamente por exponentes del empresariado como actores políticos, ya más desembozada y transparente y en 2015 ganará las elecciones presidenciales en sintonía, además, con lo que podríamos definir como un agotamiento de las experiencias progresistas regionales, que sufrieron sincrónicamente reveses electorales, crisis de liderazgos y pérdida de consensos, de rupturas y abandonos de sectores que constituían su bloque social.
Ahora Patricia Bullrich, quien fuera también funcionaria del gobierno de la Alianza por el macrismo orgánico, y Javier Milei por el macrismo inorgánico, expresan la misma corriente (en distintos partidos) contando además con un plus de apoyo frente a la defraudación y defección de las corrientes populares como ya hemos señalado.
Debemos puntualizar algo que ya hemos adelantado y que es que el discurso antiestatal, de arrebato de derechos, de impugnación de todo lo que tiene que ver con gestión de parte del estado, está sustentado en una gestión precaria y deficitaria, que ha ido crecientemente abandonando sus roles, que las más de las veces por propia práctica termina tutelando argentinos en una ciudadanización de segunda categoría para la cual deben sacar certificaciones que constaten su pobreza.
La Justicia Social hoy, al no ser una realidad, es simplemente una consigna tan vacía como cualquier otra, no es ni siquiera una agenda de futuro en las plataformas del progresismo que solamente propone subsidios a la pobreza y cada vez más acotados, y que lejos de pensarlos en términos de justicia social los piensa en clave liberal de “asistencia” y de amortiguación del conflicto, no de reparación de injurias y desigualdad social, y desde ahí se disparan calificaciones y caracterizaciones oprobiosas sobre quienes reciben esos subsidios.
No hay derechización en lo popular, hay hartazgo. Pero no podemos dejar de señalar que más allá del eventual “analfabetismo político” (Bertolt Brecht) el voto a Milei es un voto de derecha, por negación, por hartazgo, por desconocimiento, por lo que sea.
Esta enajenación de la política formal y sus dispositivos de producción, esta persistencia en el achicamiento de la base social democrática, produce expulsión y un rechazo sensible de una porción importante de la población lo que se manifiesta en su abstencionismo electoral y también en la adhesión a propuestas disruptivas y anti sistémicas (en lo narrativo).
Es una reacción previsible, lógica, que se vuelve excesivamente reaccionaria, permítasenos la redundancia, y responde además a la vacancia de una alternativa proactiva de otro tipo.
Desde el punto de vista del sistema y sus dispositivos de dominación que debe readecuar permanentemente, es imposible construir consenso en una población que permanentemente es atacada. Para el poder son tiempos de dominación, no de hegemonía.
La impotencia de la izquierda.
No se puede ser alternativa nacional en un Sistema Colonial sin ser antisistema. En tiempos de crisis hace falta radicalidad, todo lo demás es devorado por la propia crisis.
Mucha izquierda nuestroamericana se arropó en el progresismo y tanto políticamente como ideológicamente tuvo un quiebre. Izquierda y progresismo no son lo mismo. El progresismo como reformismo es un dispositivo de gobernabilidad, la izquierda es revolucionaria, subversiva, no promueve gobernabilidad sino revolución. Si se limita a administrar y consolidar el rol del estado garantizando un modo de acumulación y de relaciones sociales injustas, entonces no es izquierda.
Nosotros sosteníamos en un ensayo publicado por el Partido del Trabajo en el seminario “Los Partidos y una Nueva Sociedad” (La Nueva oleada progresista que nos une, 2022) que las izquierdas veníamos padeciendo ciertas taras derrotistas producto de la derrota político militar de los 70 y 80, sumada a una derrota ideológica. Entonces sosteníamos, y nos parece hoy mucho más claro, que las porosidades y posibilidades de tensiones y disputas en el seno de las democracias restringidas para ampliar su base social ilusionaron a muchos con la idea de poder acceder al gobierno y revolucionar la sociedad dentro de los términos de la democracia liberal, semejante cosa resulta una formidable paradoja.
Hasta que la izquierda no retome su concepción revolucionaria, entonces ese campo lo ocupará el reformismo, llamado progresismo o como sea que se lo nombre. Si la estrategia se reduce a maniobras para ganar elecciones y luego, ante eventuales triunfos, en administrar un estado garante del statu quo, entonces no es izquierda ni es revolucionaria.
La única posibilidad de volver a “insurgir” en un ciclo de luchas tendrá que ver con la radicalización de los movimientos sociales hoy atemperados en su relación con un Estado que los atiende como expresiones de alguna “falta”, los despolitiza y los reduce a reivindicaciones sectoriales o de minorías.
Los partidos que tengan suficiente acervo y cultura en la izquierda y puedan desembarazarse de los cepos de la re producción vegetativa de la democracia liberal, podrán resolver su involucramiento y provocación de un ciclo de nuevas luchas. Acompañarlas y dirigirlas, no explicarlas ni comentarlas.
Sin acción política revolucionaria no hay revolución posible.
Son tiempos donde la crisis del modo de acumulación se combina con crisis simultaneas recurrentes y crecientes que prefiguran un mundo de oportunidades para las luchas emancipatorias más o menos radicalizadas. Hay que repensarlo todo y echar mano de las viejas recetas que seguramente nos dejarán un paso delante de la situación actual. Crear dos, tres, cien vietnams.
Fernando Esteche* Dirigente político, Doctor en Comunicación Social y director de PIA Global
Foto de portada: cronicon.net/
Referencias:
[1] https://noticiaspia.com/el-progresismo-la-ultraderecha-los-bates-quebrados/
[2] El Pacto de Punto Fijo de 1958, con la caída de la dictadura de Pérez Jiménez, fue el acuerdo que los partidos tradicionales demoliberales venezolanos hicieron para garantizar no sólo gobernabilidad sino co-gobernabilidad (excluyendo a la izquierda) participando del gabinete de gobierno del partido ganador.
[3] Con “depilada” utilizamos un argentinismo que hace referencia a la morigeración de lo que se llama gorilismo, entendido como antiperonismo y antipopulismo. Son tiempos de concordancia no de enfrentamientos.
[4] Llamamos así al proceso en el cual a partir de la muerte del Presidente Néstor Kirchner, comienza la afirmación del liderazgo de Cristina Kirchner y se desarrolla a nivel orgánico la organización La Cámpora que conducirá dicho proceso, se construye una retórica confrontativa de apariencia radicalizada a nivel público, pero que fue acometiendo, desde la propia gestión de gobierno, situaciones funcionales al desarrollo del capitalismo imperialista como la dolarización del precio del gas y petróleo en boca de pozo que llevará los precios internos a valores internacionales, la devaluación, etc.
[5] El propio Emiliano Álvarez Agís, colaborador directo del gobernador kirchnerista y alfil de Cristina Kirchner, Axel Kicilof (fue su viceministro de economía), confiesa en nota periodística que él mismo operó como enlace en la transición entre el cambio de gobierno y que acordaron con el macrismo el precio del dólar que importaba una devaluación brutal del peso y que en declaraciones públicas de entonces el entrante presidente reconocía como razonable. Pero ese gesto fue luego criticado por CFK como gesto torpe de complicidad con el macrismo. Álvarez Agís no es Albertista, es alfil del gobernador bonaerense kirchnerista.
[6] Casta política es la forma en que el candidato Javier Milei define a los actores de los distintos partidos que conforman los planteles de gestión, con esa identificación ataca por elevación a la política en general y a la estatalidad, pero es una consigna que prende en distintos y amplios sectores justamente por el descrédito de la gestión de la política sobre las condiciones materiales cotidianas del pueblo.
[7] El fiscal Nisman, de la Unidad Especial que investigaba los atentados terroristas contra la sede de DAIA-AMIA, denunció a la presidenta, al autor de este artículo, y a varios funcionarios del gobierno como encubridores de República Islámica de Irán. Un memorándum de entendimiento votado por el Congreso Nacional intentó construir sinergia para esclarecer los atentados, pero fue interpretado fabulosamente como una maniobra de encubrimiento. Debía ir a dar explicaciones al Congreso de tan fabulosas imputaciones, pero apareció suicidado una noche anterior, convirtiéndose en bandera de los sectores de la derecha.