Como resultado de un sangriento golpe de Estado, el Gobierno de la Unidad Popular fue derrocado y la dictadura militar de la Junta dirigida por el General Pinochet fue establecida. Las fotos de cazas sobrevolando el Palacio presidencial de La Moneda en el centro de Santiago, y del Presidente elegido legítimamente, Salvador Allende, en sus últimos minutos de vida con un casco y un subfusil en la mano, defendiendo los valores democráticos del Estado, recorrieron el mundo entero.
El gran poeta chileno y premio Nobel Pablo Neruda calificó furiosamente a los usurpadores de «castigadores de la historia chilena, hienas que rompen la bandera de la victoria». Neruda, que murió poco después del golpe, es una de sus víctimas más prominentes.
El golpe de Estado en el lejano Chile conmovió también a nuestro país, donde conocíamos bien a Salvador Allende y que había visitado Moscú muchas veces, incluso como Presidente. La Unión Soviética participó activamente en la campaña internacional de solidaridad con el pueblo chileno y dio refugio a muchos emigrantes políticos. Exigimos y logramos la liberación de la prisión en un campo de concentración del hijo heroico de este país, Luis Corvalán, y nos negamos a jugar un importante partido de fútbol en el Estadio Nacional de Santiago, convertido en cárcel cubierto de sangre de patriotas chilenos. En nuestro país se cantaban las canciones del defensor público brutalmente ejecutado Víctor Jara: «¡Venceremos!» y «¡El pueblo unido jamás será vencido!».
No temo decir esto: la tragedia de Chile se ha convertido en nuestra tragedia, la historia de Chile se ha convertido en una página de nuestra historia.
Los acontecimientos de hace medio siglo provocaron la paralización de la tradición democrática de Chile durante 17 años, tuvieron un impacto político en la historia moderna del país y dieron al mundo una serie de lecciones importantes para las generaciones futuras.
Es bien sabido que el Gobierno de la Unidad Popular, encabezado por el socialista Salvador Allende, llegó al poder en 1970 como resultado de la libre expresión de la voluntad de los electores chilenos en el marco del procedimiento de la Constitución de la República. Al mismo tiempo, el proyecto de la Unidad Popular hacía papel internacional, estaba orientado a abandonar la dependencia exterior, a fortalecer los principios nacionales y latinoamericanos. La coalición de izquierda intentaba lograr la independencia política y económica de Chile y rechazaba métodos de influencia sobre los países como la discriminación, la presión, la intervención o el bloqueo. Manifestaba su intención de examinar todos los acuerdos y, si era necesario, denunciarlos, que imponían al país obligaciones que limitaban su soberanía. Planeaba mantener relaciones con todos los países, independientemente de su orientación política e ideológica. Consideraba a la OEA una herramienta del imperialismo norteamericano y llamaba a crear una organización verdaderamente representativa de los países latinoamericanos.
Tales planes estratégicos de los dirigentes chilenos representaban sin duda, si nos seguimos la famosa lógica neocolonial de la Casa Blanca, casi una amenaza existencial para Estados Unidos. Washington creía, y sigue creyendo, que la mera idea de que otros Estados tienen derecho a elegir su propio modelo político y socioeconómico de desarrollo, pueden guiarse por intereses nacionales, reforzar la soberanía estatal y respetar la identidad cultural y civilizatoria, es espantosa.
No me gustaría analizar las medidas políticas y la política económica de ese período. Este es un asunto puramente interno de Chile, y sólo el propio pueblo chileno puede juzgar al respecto. Pero es obvio que muchas de las dificultades a las que se enfrentó el Gobierno de Salvador Allende no sólo fueron provocadas en un grado decisivo, sino también creadas directamente por políticos y empresarios occidentales.
Los documentos desclasificados de los archivos de EE.UU. sólo confirmaron lo que no era ningún secreto inmediatamente después del golpe. Incluso antes de que Salvador Allende asumiera el cargo, Washington había puesto en marcha un plan para su destitución, empleando todos los medios de presión y chantaje político. Se hizo todo lo posible para desestabilizar la situación interna.
Se emplearon las herramientas más variadas: guerra económica multifacética (aislamiento externo y amenazas de sanciones a los socios extranjeros de Chile); financiación de la oposición, de las organizaciones de la sociedad civil críticas y de la famosa quinta columna; presión informativa y psicológica y desinformación de la población a través de medios de comunicación controlados; fomento de la «fuga de cerebros»; subversión del movimiento sindical; creación y patrocinio de organizaciones de extrema derecha y grupos militares radicales. En otras palabras, los estadounidenses recurrieron activamente a todo lo que más tarde recibió el nombre de «revoluciones de colores».
El propio Salvador Allende intentó con emoción expresar la situación a la comunidad mundial desde la tribuna de la Asamblea General de la ONU, en diciembre de 1972: «Que ha querido aislarnos del mundo, estrangular la economía, paralizar el comercio del principal producto de exportación que es el cobre, y privarnos del acceso a las fuentes de financiamiento internacional. Estamos conscientes de que cuando denunciamos el bloqueo financiero-económico con que se nos agrede, tal situación aparece difícil de ser comprendida con facilidad por la opinión pública internacional, y aun por algunos de nuestros compatriotas. Porque no se trata de una agresión abierta, que haya sido declarada sin embozo ante la faz del mundo. Por el contrario, es un ataque siempre oblicuo, subterráneo, sinuoso, pero no por eso menos lesivo para Chile».
Hoy en día existe un volumen de material en acceso público que expone el indecoroso papel del Departamento de Estado, la Agencia Central de Inteligencia y otras instituciones estadounidenses en los acontecimientos chilenos. Por ejemplo, es posible leer los documentos desclasificados en 1998 sobre el «Proyecto Fubelt», es decir, las operaciones de la CIA destinadas a derrocar a Salvador Allende. Seymour Hersh, conocido periodista estadounidense imparcial y ganador del Premio Pulitzer, fue uno de los primeros en revelar la subversión de Chile por parte de la Casa Blanca, ya en septiembre de 1974. Y en 1982 publicó una investigación al respecto: «El precio del poder: Kissinger, Nixon y Chile». Es una obra muy informativa.
El cinismo de los políticos estadounidenses es asombroso. Según documentos de la CIA, el Presidente Richard Nixon ordenó entonces que se tomaran medidas para hacer «gritar» a la economía chilena. El embajador de EE.UU. en Santiago, Edward Korry, explicó con detalles: «Haremos todo lo que esté en nuestra mano para hundir a Chile en la más absoluta pobreza y privación. Y ésta será una política a largo plazo». Los estadounidenses organizaron un boicot contra el cobre chileno, artículo estratégico de cuya venta obtenía el país sus principales ingresos en divisas. Congelaron las cuentas chilenas en sus bancos. Los empresarios locales empezaron a dirigir capitales al extranjero, a recortar puestos de trabajo y a crear una escasez artificial de alimentos.
Un informe presentado al Senado, «Operaciones secretas de EE.UU. en Chile, 1963-1973», muestra que ya en 1971 se detuvieron completamente las transacciones chilenas del Banco de Exportaciones e Importaciones de EE.UU., y los préstamos del Banco Mundial se paralizaron entre 1971 y 1973.
Las empresas estadounidenses, en realidad, participaron directamente en operaciones subversivas ilegales de la CIA. Entre ellas se encuentra la infame corporación de telecomunicaciones ITT, que colaboró con el Tercer Reich y que el gobierno de Salvador Allende intentó nacionalizar.
Este modus operandi verdaderamente maquiavélico permitió a los clientes del golpe de Estado en el país sudamericano lograr su objetivo. Y teniendo en cuenta el éxito de la «práctica», este conjunto de acciones destructivas se convirtió en un modelo que Washington y sus satélites siguen utilizando hoy en día contra gobiernos soberanos de todo el mundo.
Los occidentales violan constantemente un principio fundamental de la Carta de la ONU como es la no injerencia en los asuntos internos de otros países. Esto incluye el escenificado de la tercera ronda de elecciones en Ucrania a finales de 2004, las «revoluciones de colores» en Yugoslavia, Georgia y Kirguizia, y finalmente, el apoyo público al sangriento golpe de Estado en Kiev en febrero de 2014, así como los continuos intentos de repetir el escenario de una toma del poder por la fuerza en Bielorrusia en 2020. Y no podemos olvidar la famosa Doctrina Monroe, que los estadounidenses al parecer quieren aplicar en todo el mundo para convertir todo el planeta en su «patio interior».
Y otra cuestión es que esta política neocolonial y claramente cínica del Occidente colectivo es cada vez más rechazada por la mayoría mundial, que está realmente cansada de chantajes y presiones, incluso de la fuerza, de guerras sucias informativas y de juegos geopolíticos de beneficio cero. Los Estados del Sur y del Oriente Global quieren ser dueños de su propio destino, realizar una política interior y exterior de orientación nacional, y no sacar las castañas del fuego a las ex metrópolis.
Las relaciones diplomáticas ruso-chilenas se restablecieron inmediatamente después del colapso del régimen de Pinochet en marzo de 1990. Desde entonces, han tenido una tendencia estable a progresar. Estoy seguro de que en el futuro continuará siendo así, independientemente de las tendencias oportunistas que puedan imponerse a determinados políticos chilenos. Hay muchas cosas que nos unen: páginas comunes de la historia, el gran Océano Pacífico, la cooperación comercial y económica, los intercambios culturales, humanitarios y educativos. Los Presidentes chilenos Patricio Aylwin, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, que pertenecían a distintas corrientes políticas pero invariablemente muy atentos al desarrollo de los lazos amistosos entre ambos países, han visitado Rusia en distintos años. Sin duda, las tradiciones establecidas por Salvador Allende y continuadas por sus verdaderos seguidores se reforzarán en beneficio de los pueblos de nuestros países.
Serguéi Lavrov* Político y diplomático ruso de carrera, desde 2004 Ministro de Asuntos Exteriores de Rusia
Este artículo fue publicado originalmente por el diario Rossíiskaya Gazeta /Gentileza Cancilleria de la Federación de Rusia.
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