Para los que no se acuerdan, Malinche fue una mujer nahua amante del conquistador de México, Hernán Cortés. Se considera una traidora a su pueblo; más allá de sus ‘pecados’ carnales con el jefe español, es traidora porque asesoró al enemigo respecto de las costumbres sociales y militares de los indios, haciendo lo que hoy se llamaría trabajo de inteligencia. La Malinche (que en realidad nunca fue Malinche sino Malinalli por su nombre de nacimiento, luego Malintzin siendo esclava e intérprete de los españoles y Marina, como la rebautizó Cortés) se convirtió entonces en un símbolo de sumisión a la cultura extranjera y, por lo tanto, el malinchismo en México es el desprecio de lo propio y la adoración arribista por lo foráneo.
Sabemos muy bien que el malinchismo cultural fue la base de la educación en todos los países latinoamericanos, que nacieron negando la existencia de las almas en los indígenas, con el trabajo de esclavos africanos y donde solo lo europeo y luego lo estadounidense llegó a ser sinónimo natural de educación o civilización. Todavía existe más que un lugar donde la palabra indio es un insulto y en las ofertas de trabajo se solicitan postulantes «con buena presencia», lo que entre líneas supone el predominio de los rasgos europeos. No olvidaré la sorpresa de varios integrantes de la delegación presidencial chilena en Moscú, cuando después del fin de la dictadura se restablecieron las relaciones diplomáticas y algunos acompañantes del presidente Patricio Aylwin en Rusia vieron a mujeres rubias barriendo las calles y vendiendo diarios en el metro.
Es bastante obvio que el discurso racista y malinchista en América Latina siempre ha sido una constante del poder de la derecha, de vez en cuando reacomodándose a los nuevos amos extranjeros, a veces suavizando el tono cuando los cálculos electorales lo exigen, pero siempre, eso sí, es algo muy evidente y conocido.
¿Pero qué pasa con las izquierdas? Me acuerdo de la otra gran sorpresa, también relacionada con Chile. Cuando llegué por primera vez a Santiago en los años 90, en el país aún se sentía el aire de la reciente dictadura, la tele todavía no usaba este término, prefiriendo hablar del «régimen militar», la gente poco se miraba a los ojos y las conversaciones sobre política eran un lujo para los amigos de confianza. Pero en uno de estos encuentros amistosos, alguien de repente me confesó: «Sabes, con la dictadura estábamos mejor. Aquí estaban todas las ONG europeas y tuvimos muchos proyectos de trabajo. Con la democracia que ganó en las elecciones, se retiraron casi todas y nos quedamos en la calle». Entonces me pareció algo exagerada esta confesión.
Muchos años después, en una Colombia desangrada por el paramilitarismo y abandono social, estábamos preparándonos para hacer un proyecto, del que no mencionaré el nombre para no hacerme merecedor de una demanda, ya que precisamente de eso viven estos vampiros de la pobreza disfrazados de solidarios de causas sociales. Nos enteramos de la existencia de una organización de mujeres pobres, víctimas y refugiadas de la guerra en un pueblo que bien pudiera ser cualquier lugar latinoamericano, ya que las mujeres suelen ser las que más cargan el peso de las consecuencias de una guerra. Estas mujeres víctimas del conflicto armado se organizaron para defender su derecho a una vida digna. Este bello proyecto tenía una heroína. Las mujeres conocieron a esta señora, que muy caritativa las ayudó, las organizó, les dio protección y una figura legal para sacar adelante el plan, que para siempre cambiaría sus vidas, dándoles herramientas de esperanza.
Conocí a esta heroína y a sus mujeres. Una agencia estadounidense donó los dineros para el proyecto. Colombia está llena de estas solidarias fundaciones, asociaciones o instituciones que invierten dineros para ‘recuperar’ los estragos que ellos mismos han causado.
EE.UU. es el principal autor intelectual, diseñador político e inversionista del conflicto civil colombiano, que en menos de 60 años le costó casi un millón de vidas al país y es también el principal mecenas de las víctimas del conflicto
Las mujeres siguen siendo pobres, aunque ya no en la calle. La heroica abogada viaja a países ‘solidarios’ para conseguir las donaciones para este tipo de proyectos, y de ese dinero descuenta sus servicios de abogada, que, sobra decir, son altísimos, del nivel de sus relaciones. Vive en una casa de lujo donde no se puede filmar, intenta cobrar por las entrevistas y elige a sus empleadas del servicio entre las mujeres a las que ayuda. «El dinero no huele», me dice en privado como respuesta a mi pregunta de si no era contradictorio recibir dinero de los que también han causado la tragedia humanitaria allí.
Lastimosamente no es posible denunciar a este tipo de sanguijuelas que viven de la desgracia ajena en lugares donde es tan común la tragedia. En Colombia y en muchos otros países vecinos conocí a muchos ‘líderes sociales’ especializados en parasitar de la necesidad de las víctimas y representarlas para figurar en todos los foros internacionales de derechos humanos. Hasta sospecho que entendí desde aquel entonces cómo funciona la ONU.
Estoy hablando de un tema que casi es un tabú. Hablando de las víctimas y victimarios, elegimos normalmente los dos colores opuestos que corresponden. No quiero caer en simplismos.
Hay cientos de ONG extranjeras, europeas y norteamericanas, solidarias, que ayudaron mucho a la gente en todo el mundo y en Latinoamérica, y hay miles de luchadores sociales y defensores de los derechos humanos que trabajaron con estas ONG honestamente, con entrega y a veces arriesgando su vida, obviamente teniendo sus sueldos, ya que todos necesitamos vivir de algo
Y aquí está el punto más complejo de esta situación. Muchos organismos europeos, norteamericanos e internacionales, financiados desde los fondos estatales o privados, a lo largo de las décadas de su trabajo generaron una larga relación de dependencia económica y política con las organizaciones y movimientos sociales latinoamericanos.
No es obligatorio siempre hablar de la fundación Soros, solo para hacernos recordar que no es solo Soros sino miles de tentáculos del mismo sistema que a través de los discursos y las causas más nobles del mundo penetran al alma de nuestras organizaciones y resuelven los problemas inmediatos, que es lo económico personal y lo económico para la logística, con algo de tiempo nos hacen dependientes y luego derechamente adictos a ellos y luego, de la manera más elegante y amistosa del mundo, cambian nuestras agendas sociales por las seudocausas financiadas por sus dueños, haciéndonos luchar por lo que jamás afectará sus intereses y enseñándonos a repetir ideas ajenas como si fueran nuestras.
Este malinchismo revolucionario en estos tiempos de una casi total tiranía mundial informativa de los medios occidentales convierte a algunos gobiernos ‘progresistas’ o ‘de centroizquierda’ con sus funcionarios educados con las mismas ‘escuelas de cuadros’ de las ONG occidentales en agentes de la misma política imperial que promueven.
La sonrisa de Malinche vuelve a Latinoamérica, presentándose como siempre en el disfraz de «lo único posible» o del «mal menor», y los pueblos, aplastados por una gran necesidad económica, encandilados por las luces de las pantallas que les sirven los falsos sueños a domicilio y privados de una educación digna, no ven las sombras de los conquistadores que paso tras paso y convenio tras convenio de nuevo se están apoderando de los tesoros del continente.
Oleg Yasinsky* Periodista ucraniano chileno, colaborador de los medios independientes latinoamericanos como Pressenza.com, Desinformemonos.org y otros, investigador de los movimientos indígenas y sociales en América Latina, productor de documentales políticos en Colombia, Bolivia, México y Chile, autor de varias publicaciones y traductor de textos de Eduardo Galeano, Luis Sepúlveda, José Saramago, subcomandante Marcos y otros al ruso.
Este artículo fue publicado en el portal RT Noticias
Foto de portada: larosaroja.org/