Hace un año escribíamos: “Si bien las reformas son posibles en lo inmediato, no siempre están garantizadas, y requieren de movilizaciones de los sectores populares para exigirlas, sostenerlas y profundizarlas. Lo que define lo reformista o revolucionario de un proceso es preguntarse si, al lograr esas conquistas como pueblo y garantizarlas como gobierno, se está acumulando fuerzas para ir luego más lejos dando saltos de calidad que inicialmente no eran posibles.”[1]
Explicábamos que en el orden mundial actual la diferencia entre izquierda y progresismo (ambas categorías bien ambiguas) no está tanto en lo que se quiere o puede hacer en lo inmediato, o lo que ambas consideran posible, sino “en la forma de hacerlo, con quiénes hacerlo y con cuáles objetivos estratégicos se conecta en perspectiva de cambios futuros.”
Hoy hay reformas que encuentran obstáculos muy similares a los de un intento de cambio estructural. Esto hace que se articulen y complementen en el mismo proceso de las luchas políticas por conquistarlas. No es la revolución social que desestructura de raíz el sistema, es la revolución democrática y política constitucional y multitudinaria que poco tiene que ver con la tenue y cuestionada reforma política electoral que pretendía que testaferros políticos del sistema aprobaran su “harakiri anticlientelista”. Siguiendo el sentido de la Constitución Nacional- que a algunos les parece utópica e irrealizable- se trata de transformar el sistema político representativo tradicional y vincularlo, complementarlo y subordinarlo al de una democracia participativa directa y popular, que permita que la sociedad se active y empodere, haciendo parte de las decisiones de gobierno. Lo que implica una restructuración del Estado, capaz de humanizar sus relaciones económicas, sociales, culturales y ambientales, que cumpla con su carácter democrático, participativo y socioambiental.
Parece paradójico que las luchas por democratizar la sociedad y redistribuir las tierras -que llevaron a 60 años de dolorosas guerras- hoy se puedan abordar con esa democracia de excepción. Era casi una utopía ilusa considerar que, frente a la institucionalidad de un Estado paquidérmico y corrupto, construido para que ningún cambio transformador funcione, se podría llegar a tener el control del poder ejecutivo para impulsarlas. La explicación la dan las tres oleadas de inéditos levantamientos populares, que asustaron a los dueños del poder y los llevaron a hacer concesiones que no estaban en su agenda. Buscaron ganar tiempo mientras reconstruían sus liderazgos e instrumentos políticos, al tiempo que esperaban el lógico desgaste de estallidos sociales marcados por masivas indignaciones sociopolíticas. Sabían que podían llevarlos a perder las presidenciales, pero apostaron a mantener su hegemonía por la vía del Congreso, la justicia, los organismos de control y los gremios económicos y financieros que, en buena parte, es lo que hoy hacen.
Las reformas sociales, pendientes de ser aprobadas con preocupantes recortes y acomodamientos, pueden ser también retiradas en caso de no cumplir con los objetivos programáticos básicos que votó la ciudadanía. Lo trascendente será que la población comprenda que no basta tener el ejecutivo nacional, sin ganar la mayoría del Congreso, pues no será posible aprobar los cambios normativos, así como, sin contar en los principales entes territoriales con gobernantes aliados, será posible implementarlos. Y que su principal soporte serán las juntanzas informativas y formativas, barriales y veredales extendidas y articuladas, que son la esencia de ese poder transformador. Agregando una sólida política de integración internacional con gobiernos afines a estas causas, contando con que el “Marzo Francés del 23” anuncia despertares en Europa.
Marcelo Caruso Azcárate* Investigador social colombo-argentino
Foto de portada: El gobierno Petro oficializa su reforma tributaria – Foto: JUAN CARLOS SIERRA / GETTY IMAGES
Referencias:
[1]La nueva oleada progresista que nos une, capítulo en edición Partido del Trabajo, 2022, México.