La pregunta recurrente parece ser, ¿podrán estos procesos cambiar la tendencia cada vez más marcada y creciente de desinterés de amplios sectores populares ante estos episodios? ¿En qué medida esos comicios despiertan ilusiones de cambio real para las grandes mayorías olvidadas y postergadas en nuestro continente?
Desde Argentina, que se prepara para procesos electorales el próximo octubre, hasta Paraguay (abril 2023) o Guatemala (junio 2023), los pueblos son llamados a participar en elecciones generales. Mientras tanto, en México, dos elecciones en sendos estados (Coahuila y el Estado de México, ambas en junio próximo) se vislumbran como antesala estratégica de las grandes batallas que, en junio de 2024, confrontarán un frente de derechas y otro de centro e izquierdas en su disputa por la presidencia de la república, además de nueve gobernaturas, 128 senadores y 500 diputados federales, así como 30 congresos locales. Será un claro caso de contradicción entre continuidad del cambio promovido por la 4T o el retorno a formas de administración estatal elitista, conservadora e impulsora del modelo neoliberal dependiente.
También a inicios de 2024 (febrero) se producirán elecciones generales en El Salvador, que se sumará a procesos electorales en Panamá (mayo), República Dominicana (julio), Uruguay (octubre) y Venezuela (diciembre).
¿Un continente rojo?
Analistas y estudiosos de los procesos políticos en el continente suelen coincidir en caracterizar el momento actual como de reposicionamiento de corrientes de izquierda y progresistas de norte a sur, que recuperan espacios políticos luego de haber sido desplazadas de los gobiernos por fuerzas de derecha; hoy quedan como expresión de fuerzas conservadoras en el gobierno, los casos de Ecuador, Uruguay, Paraguay, El Salvador, Guatemala, República Dominicana, Costa Rica, y la situación particular del golpismo peruano.
Resulta comprensible que, desde ciertos sectores de una izquierda caracterizada por su conformismo institucional, su escasa capacidad para proyectar y proponer alternativas concretas de ruptura o cambios estructurales frente a un sistema dedicado a la creciente concentración de la riqueza y la ampliación de la pobreza entre sectores mayoritarios de la sociedad, el eje de su accionar se centre en las disputas por cuotas de poder temporales para la administración de los asuntos del Estado.
En este marco es natural que, desde una perspectiva reformista, esa mancha débilmente rosada que se extiende por Nuestra América, muchas veces “reforzada” gracias a alianzas de centro-derecha para llegar a los Ejecutivos, represente para esas corrientes la máxima aspiración y la consumación de sus éxitos políticos. “El continente se tiñe de rojo”, dicen sin inmutarse. Curiosamente, desde el campo conservador, sus analistas no se muestran alarmados por la situación; reconocen, al fin y al cabo, el inocuo poder de cambios estructurales que podrían tener ese tipo de fuerzas progresistas, aún en el hipotético caso que lo desearan. De hecho, en momentos de profunda crisis sistémica y del modelo económico, con la disputa hegemónica a nivel mundial escalando aceleradamente, parecen ser más adecuadas las fuerzas progresistas para administrar Estados dependientes, defendiendo la sacrosanta “gobernabilidad democrática” ante el embate de los pueblos, si estos rompen sus esperanzas en el sistema y recobran su confianza en que será la fuerza popular organizada la generadora real de cambios profundos y auténticamente radicales, es decir, la búsqueda de cambios desde la raíz de los problemas
Esa lógica de la disputa electoral, de las batallas en el terreno de la institucionalidad democrático burguesa, se ha ido gradualmente transformando en el eje central y prácticamente exclusivo del accionar de esas fuerzas denominadas progresistas
De tal manera que no resulta sorprendente que tanto desde fuerzas conservadoras como desde el progresismo se promueva, propugne e impulse la lucha política electoral y el carácter representativo de la democracia como el fin último de la participación popular. El derecho a elegir gobernantes cada cierto tiempo se presenta como panacea del sistema y prueba ineludible de las virtudes de la democracia representativa. Que nada cambie para “el soberano” resulta de importancia menor para estas fuerzas institucionalizadas, incapaces de generar propuestas rupturistas y mucho menos considerar la potencialidad revolucionaria de la movilización organizada de masas en defensa de sus derechos y en la construcción de su futuro como nación.
Pero resulta que el agotamiento de ese discurso, que no se agota de golpe sino a través de un largo proceso de desencanto ante promesas incumplidas, esperanzas rotas, desilusiones repetidas una y otra vez, frente a gobiernos que, por acción u omisión, resultan incapaces de generar transformaciones verdaderas en las condiciones materiales de vida de amplias mayorías populares, se materializa cada vez con más fuerza en cada proceso electoral.
Desconfianza generalizada en la institucionalidad democrático burguesa
En América Latina y el Caribe existen dos grandes encuestas que toman el pulso a la opinión ciudadana: el Barómetro de las Américas (BA) y el Latinobarómetro (LB).
Ambos estudios coinciden desde hace años en señalar que el apoyo a la democracia (en su forma tradicional como expresión liberal burguesa) está descendiendo, del 69 % en 2008 al 62 % en 2021 (BA) y del 63 % en 2010 a 49 % en 2020 (LB).
El mayor escepticismo se traslada a la satisfacción con la democracia, que se ubica en el 43 % en 2021 frente a un 59 % en 2010 (BA). Asimismo, el 73 % de los encuestados en 2020 afirmaban que “se gobierna para grupos poderosos en su propio beneficio” (LB).
Otros tres datos son reveladores del estado de ánimo social:
- Mientras en 1995 solo un 16 % de los latinoamericanos afirmaban que les daba igual vivir o no en una democracia, para 2021 este porcentaje había escalado al 27 % (LB, 2021).
- Según la misma fuente, el 51 % de la población (44 % en 2002) decía no importarle que un gobierno no democrático llegue al poder si resuelve sus problemas.
- La crisis de credibilidad está afectando no solo a las instituciones democráticas tradicionales, sino también al régimen en general y a la confianza interpersonal.
La confianza en los partidos políticos continuaba en los niveles más bajos con un 13 %; en los Poderes Legislativos era 20 %; la del Poder Judicial, 25 %; en cuanto a los Ejecutivos, tocaron en 2020 el punto más bajo, 32 %; y la confianza en organismos electorales también ha venido cayendo y se ubica en apenas el 31 % (todos datos del LB).
Estos datos, que en todo caso deberán ser actualizados, demuestran una tendencia que puede explicar los desencantos populares ante partidos en los que no encuentran elementos diferenciadores o propuestas realmente inclusivas, pero sobre todo creíbles. Porque si algo ha perdido la ciudadanía es la confianza y la fe en quienes una y otra vez repiten lo mismo, prometen lo mismo, dicen querer hablar con la gente, pero no la escuchan, sino que se dedican a exponer sus propuestas más allá de que estas coincidan o no con las aspiraciones de la gente; la consistente disminución de la participación popular en los procesos electorales, así como la desconfianza en los partidos y sus promesas de campaña, ratifican esta afirmación.
Parece claro que diversos rasgos esenciales del modelo de dominación muestran signos de agotamiento. Al mismo tiempo, resulta elocuente que la desidia de amplios sectores populares antes estos procesos, incluso las bruscas variaciones en el voto popular, otorgando el triunfo a fuerzas de derecha o de izquierda en alternativas contradictorias y difíciles de explicar para el progresismo, tienen que ver con la incapacidad de fuerzas con rasgos revolucionarios para posicionarse ante el pueblo como diferentes y diferenciadas de las tradicionales formas de organización y de hacer política de la partidocracia, reconocida y aceptada con beneplácito por los poderes fácticos, verdaderos detentores del poder real permanente (económico, comunicacional, coercitivo del Estado, etc.).
Elecciones en El Salvador. Más de lo mismo
En El Salvador, la dinámica de un partido hegemónico, con un discurso contradictorio, que busca desesperadamente proyectar hacia el exterior la imagen de un gobierno con rasgos progresistas, que le permita ocultar su verdadero rostro, aquel que hacia el interior del país lo presenta como autoritario, elitista, políticamente conservador y reaccionario, profundamente neoliberal en sus concepciones económicas, se esfuerza en mantener la iniciativa en la agenda mediática, construyendo sus políticas en base a aquellos elementos que, según las encuestas, le otorgan popularidad.
Coherente con los datos expuestos en el Latinobarómetro, uno de los elementos positivos que encuentra la ciudadanía salvadoreña respecto de su gobierno es el avance en la represión del crimen organizado en pandillas, a pesar de las denuncias nacionales e internacionales de violaciones a los derechos humanos, la abultada cifra de miles personas inocentes encarceladas, muchas torturadas y más de un centenar muertas bajo el régimen de excepción. Todo lo anterior, sumado a la limitación de derechos ciudadanos a que se somete a la población desde hace un año (en marzo se cumplirán 12 meses de régimen de excepción ininterrumpido) no ha sido impedimento para que amplios sectores de la población resignen sus derechos a cambio de una cierta sensación de seguridad.
Persistentes fracasos
Es sobre esta base que el partido oficial mueve sus piezas para apuntar a la ilegal reelección de un presidente que en el resto de aspectos ha fracasado de manera escandalosa. Si en algo destaca ese fracaso es en la interminable lista de promesas incumplidas y, particularmente la incapacidad (y posiblemente, la falta absoluta de voluntad) para resolver el principal problema de las grandes mayorías populares: el hambre, la miseria, la falta de empleo y salarios decentes, la carencia de asistencias y programas sociales. La respuesta del gobierno es, nuevamente, el autoritarismo y la oscuridad. Se supo esta semana que el Ministerio de Desarrollo Local reserva por siete años la información de programas dirigidos a los más pobres como la pensión básica y bonos de salud y educación.
Los focos de pobreza extrema y relativa siguen creciendo, mientras van apareciendo núcleos de resistencia popular, denunciando detenciones arbitrarias de sindicalistas y activistas populares, afectaciones al medio ambiente, acciones arbitrarias e ilegales de grandes empresas asociadas al gobierno. Por ahora el régimen realiza acciones represivas preventivas y focalizadas, que buscan mantener las protestas en perfiles bajos, mientras se fomenta constantemente la reelección (ilegal) del presidente.
También esta semana se conoció que desde las cortes de EEUU se denuncia a diversos personajes del régimen salvadoreño como operadores directos de la negociación del gobierno con las pandillas para impedir, entre otras cosas, extradiciones al país del norte. El silencio oficial es por ahora la respuesta, más allá de las andanadas de insultos en redes sociales a cargo de troles y robots contra quienes difunden la información que puede dañar la imagen presidencial.
En todo caso, la lucha contra la inflación, contra la carestía de los productos de primera necesidad, contra el hambre del pueblo, resulta una batalla perdida para el oficialismo, por eso recurre mejor al anuncio de obras faraónicas (la cárcel más grande del continente, denunciada ya como verdadero campo de concentración), al mejor estilo de los regímenes fascistas europeos del siglo pasado. La mayoría de esos anuncios no pasan de su exhibición como maquetas y planos renderizados. El problema es que las obras no se comen; y las maquetas, tampoco generan empleo.
Esas debilidades del régimen, que pretende que sean olvidadas, deberían constituir la fuerza y dirección de la ruta que sectores revolucionarios y de izquierda en El Salvador recorran si pretenden diferenciarse de verdad del reformismo electorero, de la complicidad con fuerzas de derecha que aspiran al recambio del régimen y, sobre todo, presentarse y ser visualizados por la grandes mayorías como una fuerza antisistémica y antiimperialista que, lejos de realizar ofertas electorales vacías y sin sentido para la gente, lejos de presentarse con candidaturas que no permitirán diferenciarse del resto de “los mismos de siempre”, incluidos por supuesto los del partido oficial, se presenten ante el pueblo para escuchar sus inquietudes, necesidades y aspiraciones, en un masivo ejercicio de diálogo casa por casa, familia por familia, persona a persona. Ese debería ser el eje de un verdadero plan de campaña electoral de carácter revolucionario, ilusionante, orientador y clarificador para amplios sectores del pueblo.
No se tratará de hacer ofertas vacías o de caer en las tradicionales maniobras electoreras a las que tanto nos acostumbraron los partidos burgueses y que contaminaron en gran medida a las fuerzas revolucionarias en más de un país del continente, sino de construir con la gente los instrumentos de organización popular capaces de resolver colectivamente los problemas, fortalecer la organización para la lucha y la defensa del pueblo.
Si las fuerzas de izquierda no logran ser visualizadas de ese modo por el pueblo, si no son vistas como capaces de caminar y organizarse con la gente, en su defensa colectiva, no podrán estar preparadas ante el inevitable momento en que la insostenible crisis económica explote en forma de movilizaciones, agitación, organización y protestas populares.
De la actitud de las fuerzas genuinamente de izquierda, no de su discurso sino de su práctica, que demuestre su capacidad de organización y de contribuir efectivamente a la construcción de poder popular, ciudadano, alternativo, rupturista frente a un modelo que por ahora se mantiene a fuerza de endeudamiento, pero que se revela crecientemente incapaz de resolver las más sentidas aspiraciones populares, dependerá en gran medida el futuro del proceso revolucionario salvadoreño y, por supuesto, de sus núcleos más conscientes y coherentes con la tradición creativa y el ingenio del pensamiento revolucionario y popular.
Raúl LLarull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN.
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