La derrota de Bolsonaro en la elección presidencial de Brasil del último domingo da cuenta de dos escenarios. Por un lado el rumbo político y económico que abordará el gobierno que debe asumir el próximo 1 de enero. Por el otro, el futuro político del mayor líder de extrema derecha que ha tenido el gigante sudamericano.
Lejos de tratarse de una elección normal, donde la transición democrática se realiza en términos civilizados y con el reconocimiento de la victoria del adversario, la estrategia bolsonarista demostrada hasta el momento es el incentivo al caos a través de la omisión. El pronunciamiento del presidente Bolsonaro, que demoró 48 horas en hablar públicamente, es entendido por muchos analistas como un incentivo a la continuidad del caos a lo largo de los dos meses que le quedan en el cargo.
La acción coordinada que derivó en conflicto comenzó el domingo 30 de octubre, con una serie de operaciones en las rutas de la región nordeste de la policía de caminos. Estas operaciones demoraron cientos de vehículos de transporte de pasajeros, generando no sólo caos en el tránsito sino impedimentos para cientos, tal vez miles de electores. Si bien se desconocen los números, al momento se sabe que el índice de abstención fue mayor en los estados donde ocurrieron estas operaciones.
Luego de que se conociera la victoria de Lula y que tanto aliados de Bolsonaro como otros líderes mundiales comenzaron a felicitar públicamente al presidente electo, grupos de manifestantes comenzaron una serie de cortes de ruta en protesta por lo que consideran un fraude. Una intimación de la justicia determinó que la misma policía que había impedido que cientos de personas votaran en el nordeste debía levantar los bloqueos de los bolsonaristas insatisfechos con el resultado de las urnas.
Automáticamente después de emitida la orden, comenzaron a circular videos de agentes policiales que expresaban su apoyo a los bloqueos. Con la presión de la justicia sobre la institución policial, las rutas comenzaron a ser liberadas y con ello, el intento coordinado de desestabilización ya parece casi desarticulado. En su discurso, el presidente Bolsonaro llamó a las manifestaciones de “métodos de la izquierda” y los justificó como fruto de un “sentimiento de injusticia”.
Ante todo este panorama, la postura casi omisa del actual presidente da cuenta de una premisa por la que ya se esperaba: la transición hacia el nuevo gobierno presentará una serie de dificultades nunca vistas en la historia democrática brasileña, algo que sin dudas tiene el potencial de perjudicar inclusive al propio Bolsonaro.
Derrotado y aislado, el presidente se encuentra acorralado por varias cuestiones. Por un lado lo acecha la preocupación de ser responsabilizado penalmente por una serie de crímenes cometidos durante su mandato. Sin fueros a partir de 2023, varias de las denuncias que hoy se encuentran en la Corte Suprema deben pasar a ser jurisdicción de la justicia común y, con ello, una serie de investigaciones prometen cercar el ya comprometido camino de irregularidades tanto del propio presidente como de la familia. Mientras intenta negociar una salida del cargo que lo aleje de la prisión, Bolsonaro especula con la posibilidad de utilizar las manifestaciones y cortes de ruta de sus apoyadores como moneda de cambio.
Pero ese no es el principal problema que enfrenta el presidente. El hecho de que varios aliados próximos hayan salido victoriosos en sus disputas legislativas y para los ejecutivos de varios estados, no sólo representa una barrera para que el resultado de la elección sea cuestionado. También da cuenta de una disputa de poder que se avecina en el seno del bolsonarismo, donde Bolsonaro a pesar de autoproclamarse líder ya no será la única figura. Sin poder para determinar el rumbo de sus aliados y sin fueros para blindarse de la justicia, el presidente se enfrenta ante un panorama donde la derrota no se limita sólo a la disputa electoral del último domingo.
¿Qué gobierno es el que asume?
Otro de los escenarios que se presenta tras la victoria de Lula el pasado domingo es el de la conformación del gobierno que llega al poder el próximo 1 de enero. En su discurso tras la victoria el propio Lula adelantó que no se tratará de un gobierno del Partido de los Trabajadores sino de un gobierno de la coalición de todo el espectro democrático brasileño.
Esta declaración hecha minutos después de oficializados los resultados adelanta una serie de dificultades ya vistas en otros gobiernos de similares características en la región. Al tratarse de una coalición donde la premisa máxima es el respeto a la democracia, el peso de la gobernabilidad recae principalmente en los partidos de centro y derecha, cuyos intereses son los del establishment y el mercado financiero que se vio perjudicado durante el bolsonarismo y que vio en Lula la posibilidad de una recuperación.
La contradicción está a la vista. Mientras un sector de la coalición defiende una política económica de profundización del neoliberalismo y de apertura comercial, el otro sector tiene como bandera la defensa de los intereses del pueblo trabajador. Como sabemos, no hay neoliberalismo sin reducción de derechos así como tampoco hay reducción de la desigualdad y ampliación de derechos en una economía neoliberal.
A riesgo de desagradar el mercado o, peor aún, de defraudar a su electorado, Lula deberá llevar adelante un equilibrio peligroso frente a un congreso de mayoría conservadora y con un consenso que se prevé frágil desde antes de su asunción.
Si algo puede esperarse del gobierno que asume es una serie de articulaciones que al menos en principio parecen comprometer las promesas de campaña de reducir la desigualdad y terminar con el hambre de 33 millones de personas en el país. Cualquier tipo de reforma estructural que permita hacer del Estado una herramienta para la inclusión parece quedar descartada en nombre de la gobernabilidad tutelada por esa “derecha democrática”.
Sin embargo, no deben descartarse una serie de concesiones a las clases populares. La promesa de “volver a ser feliz” como se repitió a lo largo de la campaña incluye propuestas en áreas como salud, educación, medio ambiente y asistencia social aunque dichas acciones se darán dentro del marco de acción que otorgue ese tutelaje de los mercados en un contexto internacional que se presenta más adverso. Así como sucedió en otros países de la región, la presión de las clases dominantes para limitar la acción de los gobiernos populares tendrá el potencial de frustrar al electorado que acompañó el proyecto ganador en la elección y, con ello, contribuir con el desgaste de un gobierno que ya comienza la transición cuestionado en su legitimidad.
Si bien, a diferencia del resto de los líderes progresistas de la región, Lula ha demostrado ser capaz de gobernar en beneficio de las clases populares, en esta oportunidad las condiciones de gobernabilidad están sujetas a condicionamientos dentro de la coalición como a una falta de legitimidad entre la oposición. El desafío que tiene el nuevo gobierno brasileño por delante deberá medirse y evaluarse en esos términos.
*Ana Dagorret reside en Río de Janeiro desde 2016, es periodista de política internacional del portal PIA Noticias y coautora del Manual breve de geopolítica.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en el portal uwi.data.