Ahora que Italia va a celebrar elecciones generales el próximo 25 de septiembre y la posfascista Giorgia Meloni lidera los sondeos, el resto del mundo parece que empieza a tomarse en serio que el país tiene un problema gordo con la extrema derecha y con la normalización del fascismo. En verdad, la extrema derecha, más que una amenaza, es una realidad consolidada en Italia. Desde hace décadas gobierna las regiones del norte –pudimos ver las nefastas consecuencias del desmantelamiento de la sanidad pública y la priorización de los beneficios de los grandes empresarios durante la pandemia– y ha estado presente en (y condicionado a) todos los gobiernos berlusconianos desde mediados de los noventa. Una de las peores leyes de la República, la que criminaliza la inmigración y la categoriza desde un punto de vista clasista, lleva el nombre de Bossi-Fini, exponentes de las dos patas de la extrema derecha italiana, la liguista y la postfascista. Es decir, desde hace veinte años, la vida de los inmigrantes en Italia está sometida a una rígida ley de la extrema derecha. Y Matteo Salvini, justo antes de la pandemia, alcanzó récords de popularidad como ministro del Interior y viceprimer ministro al lado de Luigi di Maio, pasándose los derechos humanos por el forro, a expensas de la vida de los refugiados.
A diferencia de Francia, en Italia no hay una segunda vuelta en la que votar con una pinza en la nariz al candidato menos malo. Y tampoco hay, ni de lejos, una izquierda con capacidad de plantar cara a la extrema derecha: Sinistra Italiana más los Verdes no alcanzan ni el 3% en los sondeos. El Partido Democrático (22% de los consensos), por su parte, más democristiano y desubicado que nunca, no ha sabido encontrar nada con más gancho para iniciar la campaña electoral que declararse fan incondicional del exbanquero Mario Draghi.
La extrema derecha está a punto de arrasar en las urnas y el centroizquierda ha decidido copiarle el tono, el lenguaje y el marco. ¿Qué podría salir mal? Enrico Letta, líder del PD, inauguró la campaña electoral con un tuit de una imagen de Draghi alzando la mano y este mensaje en mayúsculas grandes: “Italia ha sido traicionada. El Partido Democrático la defiende. Y tú, ¿estás con nosotros?”. Para enmarcar el despropósito solo un hashtag: “Italia traicionada”. Este mensaje patriótico, además de parecer un llamamiento a las armas, pone en evidencia la triste realidad: los socialdemócratas italianos han tapado el vacío ideológico con un póster de su ídolo del momento, Súpermario.
¿Dónde están las propuestas, los líderes políticos del centroizquierda? No han encontrado nada mejor para promocionarse que aprovechar el tirón de un primer ministro tecnócrata que se define a sí mismo como “un banquero central”, y que, en teoría, tenía un mandato temporal ligado, sobre todo, a la gestión de los fondos europeos. ¿Apelar al sentimiento de traición nacional y liderar el club de fans de Draghi es lo que tendría que motivar a los trabajadores a no dejarse seducir por los cantos de sirena obreristas de la extrema derecha?
Examinemos otra parte del tablero. En Italia no ha habido un centroderecha liberal que no haya pactado con la extrema derecha de matriz fascista. Este espacio, el de los que se definen como moderados, es el que puede presentar más novedades. Una serie de pequeños partidos, como el del perseverante Matteo Renzi, Italia Viva (en proceso de restyling) y el de su emulador, el dirigente de empresa Carlo Calenda (Azione), o la flamante escisión grillina de Luigi di Maio, se disputan los votos de este “nuevo” centroderecha. Renzi está intentando unir los minipartidos con los exgrillini y los históricos de Berlusconi que han abandonado Forza Italia porque querían seguir en el gobierno Draghi (donde tenían cargos). Querría llamarlo “Agenda Draghi”. Es difícil prever qué resultado podría obtener el invento, pero los más optimistas lo sitúan alrededor de un 14%. Si por azar esta amalgama, que va desde férreos berlusconianos de toda la vida como Renato Brunetta al exdelfín de Grillo, Luigi di Maio, pasando por la izquierda y el centroizquierda, decidieran unirse, tampoco superarían a la extrema derecha que, esta sí, se presenta en coalición y roza el 47% de la intención de voto.
Los grillini, por su parte, siguen en caída libre, y los sondeos –después de la escisión– les dan un 11%. La necesidad de marcar perfil del desdibujado Giuseppe Conte, que amenazó a Draghi con retirarle el apoyo si no aceptaba sus condiciones, fue lo que provocó la crisis de gobierno y el anuncio de dimisión del exbanquero. Con chantajes, me voy. ¿Seguro que es lo que queréis?, vino a decir Draghi, que es gato viejo y no se deja marear. En los cinco días que se tomó desde el anuncio hasta la dimisión había conseguido su objetivo: todos los poderes fuertes le pidieron que se quedara; le llamaron Joe Biden y Vlodimir Zelenski. Los grillini quedaron aislados, se evidenció su irrelevancia y se agrietaron aún más. Sus votos no eran necesarios, así que Draghi podía continuar sin ellos. Pero llegó la traición: Berlusconi y Salvini, que habían tenido la desfachatez de llamar “irresponsables con los que no se puede confiar” a los Cinco Estrellas por su intención de no apoyar al gobierno Draghi, terminaron haciendo lo mismo, pero por la espalda. Ni siquiera fueron a la votación. Berlusconi dio la orden de traicionar a Draghi despatarrado en el sillón de la terraza de su lujosa villa romana, con su joven novia cogiéndole la mano y Salvini riéndole las gracias.
Hace más de tres años que todos los sondeos indican que ganará la extrema derecha por goleada cuando se convoquen elecciones generales. En sustancia, lo que ha cambiado es el porcentaje del pastel que se reparten Salvini y Meloni. Los (muchos) puntos que ha perdido el liguista los ha sumado la líder de Fratelli d’Italia, que, desde hace un año, no solo le ha quitado el primer puesto a Salvini dentro de la coalición que mantienen los dos con Berlusconi, sino que se ha convertido en el primer partido del país en intención de voto. Pero es que, de forma ininterrumpida, desde hace más de tres años, la coalición de la derecha y la extrema derecha no baja del 45% en todas las encuestas, llegando incluso a superar el 51%, como en julio de 2019. Una barbaridad. Durante todo este tiempo, ¿qué han hecho el resto de formaciones políticas para intentar frenar a la extrema derecha –además de retrasar las elecciones–? Más bien le han allanado el camino.
El M5E es el partido que quedó primero en las últimas generales, en marzo de 2018. Son los que, siguiendo las directrices de Steve Bannon, eligieron gobernar con Salvini, que había quedado tercero, antes que hacerlo con los demócratas, que habían quedado segundos. El gobierno gialloverde, como se bautizó, tenía que servir de modelo precursor para el resto de Europa, dijo Bannon, que soñaba con el inicio de una “revolución populista e identitaria”. Y es que los grillini son el movimiento que, en palabras de su fundador, el multimillonario Beppe Grillo, se identificaba con Donald Trump y lo que significó su victoria en la Casa Blanca, que el excómico genovés celebró como si fuera propia. Los “ni de derechas ni de izquierdas, ni fascistas ni antifascistas”. Los “sin ideología”, según Di Maio, el que fue capo político del Movimiento hasta el mes pasado, y ahora hace de escudero de Draghi, como lo fue primero de Salvini cuando gobernaba con él, y luego de Conte, siempre como ministro pero con tres gobiernos de tres ideologías diferentes. Evidentemente definirse “sin ideología” significa, en realidad, estar al lado de la ideología del poder, sea la que sea: la constante es el poder.
Giorgia Meloni ha sido la única oposición al Gobierno Draghi. Y esto le ha dado una visibilidad brutal. La decisión de Salvini de entrar a formar parte del ejecutivo de unidad nacional –cosa que fue celebrada por los demócratas como signo de responsabilidad y sentido de estado– le perjudicó. Perdió peso mediático y tenía difícil seguir con su estrategia comunicativa de echar pestes de todo sin proponer nada. Se ha pasado los 17 meses que ha durado el gobierno haciendo equilibrios entre criticar a la casta y sentarse a su lado. Encima, su jefe de comunicación lo abandonó por el camino. Y la estocada final llegó con la guerra de Ucrania. Él, que había profesado su devoción por Putin de todas las formas posibles, incluso firmando acuerdos políticos con su partido y manteniendo sospechosos lazos económicos con su entorno, no supo dónde esconderse. Todo esto ha hecho descender su popularidad en los sondeos que ha recogido, con toda la calma, Meloni sin apenas hacer nada. El 29 de julio de 2019, Salvini tenía un 38% de intención de voto; Meloni un 6,6%. Hoy, Meloni tiene un 23% y Salvini un 14,5%. Berlusconi, el tercer socio, un 6,5% entonces y un 9% ahora. Salvini podría tener otra oportunidad: federarse con Berlusconi, que machista como es, hasta hace poco llamaba a Meloni la ragazza, e intentar llevarse él los votos y el cargo de primer ministro. Los dos viejos socios lo están negociando.
Si la extrema derecha lidera los sondeos desde hace más de tres años es, en gran parte, gracias a la incomparecencia de los que habrían tenido que combatirla: el centroizquierda. Cuando emergió Salvini, enfrente del PD había Renzi: un ambicioso personaje que hizo carrera en los demócratas porque su verdadero espacio político, el centroderecha, estaba ocupado –Berlusconi lo quiere todo para él–. Llevó a cabo políticas tan de derechas como una reforma laboral que competía con la de Mariano Rajoy.
Enrico Letta tiene un carácter mucho más afable que su excompañero de partido –que lo apuñaló públicamente para quitarle el sitio de primer ministro–. Quizás demasiado afable. Nadie más que él ha contribuido a blanquear la figura de Meloni. Letta y Meloni han presentado juntos, riendo y cómplices, libros revisionistas sobre el fascismo. Letta, junto a Renzi, Conte y la élite empresarial y mediática del país asistieron a la fiesta anual de Fratelli d’Italia el pasado diciembre. Letta y Meloni se llevan tan bien que el demócrata ha tenido que recordar, entre bromas, que él y la aliada de Vox son adversarios políticos.
Meloni no reniega de su pasado militante fascista, su partido homenajea a Mussolini, sus dirigentes se fotografían haciendo el saludo nazifascista. Y aun así, el centroderecha le ríe las gracias. En Italia, después de ir de cañas con él y copiarle los eslóganes, no colaría ni siquiera el socorrido “que viene el lobo” del fascismo, tan usado por los socialdemócratas en períodos electorales.
Si la extrema derecha ha llegado donde ha llegado en Italia es gracias a todos los que la han blanqueado. Desde los medios que se empecinan en llamar centroderecha a Salvini y Meloni, hasta Berlusconi y los grillini que la llevaron al poder, pasando por un centroizquierda que, desorientado, la ha subestimado y legitimado. Meloni no sale de la nada. Hace años que se prepara para ser primera ministra –sería la primera mujer de la historia de Italia–, y tanto los medios como el centroizquierda la han acompañado de la mano en este camino con total normalidad. El contraste con el que se vive la posibilidad de que los posfascistas gobiernen de nuevo, en Italia y desde fuera, es abismal. Y quizás el ejemplo más pasmoso y elocuente de la gravedad de la situación.
*Alba Sidera, periodista especializada en la extrema derecha y el análisis político. Vive en Roma desde el 2008, donde trabaja como corresponsal. Autora del libro ‘Feixisme Persistent’.
Artículo publicado en Contexto y Acción.
Foto de portada: Giorgia Meloni. LUIS GRAÑENA