Cuenta Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, que cuando le despertaron la madrugada del 24 de febrero para comunicarle que la guerra en Ucrania había comenzado supo ipso facto que el mundo entraba en una nueva era.
Cinco meses después, la UE se encuentra en un escenario que muchos temían y pocos anticipaban: una tormenta perfecta de fatiga sancionadora, primeras muestras patentes de divisiones internas, incertidumbre política en Italia y crisis económica, energética y alimentaria.
En estos más de 150 días en contienda, la Unión Europea ha aprobado seis paquetes (más uno de refuerzo) de sanciones contra Vladimir Putin. «Si quieres la paz, prepárate para la guerra [Si vis pacem, para bellum, en latín]», repetían en el preludio de la invasión en Bruselas, que llevaba semanas detallando las por entonces hipotéticas sanciones. El objetivo desde el principio fue aislar al país del sistema internacional convirtiéndolo en un Estado paria, asfixiar la economía rusa y cortar las vías de financiación de la guerra. Pocos elementos rusos, a excepción del gas, se libran de la ristra punitiva de Bruselas.
Pero la economía rusa está aguantando las medidas restrictivas con más resistencia de la esperada. Mientras que el PIB ucraniano caerá un 38% este año, el ruso lo hará un 7%, según estimaciones del Instituto de Viena para Estudios Económicos Internacionales (wiiw). No obstante, para las economías europeas, el impacto de la guerra está superando los pronósticos. La mayoría de países de la zona euro tienen las inflaciones más altas de su historia. Nueve de los 19 países de la Eurozona registran cifras de dos dígitos y la media de la Eurozona está ya en el 8,6%, cuando el objetivo es mantenerlo en el 2%. A pesar de ello, las previsiones de Bruselas son que la economía europea se ralentice pero no llegue a la recesión ni este año ni el próximo. Un escenario que cambiaría drásticamente si finalmente Vladimir Putin cierra por completo la llave del gas ruso, que podría empujar a la Unión a la tercera recesión de la última década.
Por ello, es la crisis energética la que más preocupa en estos momentos en los pasillos de Bruselas. «Cuando me preguntan en qué invierto el tiempo [desde que estalló la guerra] respondo en buscar gas y petróleo por el mundo», explicaba Borrell hace unos meses. La UE ha salido a la caza desesperada de la energía para sustituir a los hidrocarburos rusos. Ha rubricado acuerdos con países como Azerbaiyán o Egipto, más que cuestionados en torno a los derechos humanos. El objetivo es desligarse del gas ruso –que antes de la guerra suponía el 40% de todo el consumido en Europa- de forma rápida, pero gradual.
Sin embargo, en la batalla del gas es Putin quien tiene el control de la partida. La UE no cuenta con unidad para sancionar este recurso. Los mercados alternativos son insuficientes para reemplazar la oferta que procede de Rusia y la apuesta por las energías renovables tardará todavía años en dar sus frutos.
Esto ha empujado a la UE a caer en contradicciones, como constató la inclusión del gas y la energía nuclear como «verdes», una etiqueta que les ayudará a contar con beneficios económicos y que amenaza con ralentizar la transición ecológica. En paralelo, los europeos aumentan su interés por el gas procedente de África, mientras evitan invertir en plantas de producción en esos países alegando que son energías contaminantes.
Las sanciones europeas están teniendo un efecto innegable en la economía rusa, que por ejemplo ha visto la producción de automóviles caer un 90%. Pero es su guerra. De hecho, la popularidad de Putin en el país ha aumentado a raíz de la invasión. Sin embargo, entre los ciudadanos europeos comienzan a surgir los recelos por el impacto tan punzante que la guerra, de la que no son parte implicada directamente, está teniendo en sus bolsillos. Los alimentos, el diésel o la luz son ya los más caros de las últimas décadas. Y tras la decisión que tomó esta semana el Banco Central Europeo (BCE) de subir un 0,5% los tipos de interés –la mayor subida en 22 años-, las hipotecas también son ya más caras.
En Bruselas siempre han reconocido que las sanciones no serían a coste cero para los ciudadanos, pero el precio está siendo muy alto y ya arrecian las primeras críticas sobre si instituciones europeas y gobiernos nacionales han sabido comunicar y transmitir las implicaciones directas de sus decisiones en torno a la guerra. Así, es ahora cuando llega la prueba de fuego: la de cuánto están dispuestos a pagar los ciudadanos europeos por apoyar a Ucrania y seguir arrinconando a Putin.
La unidad europea, a examen
En este escenario es donde la solidaridad europea, que ha imperado desde el inicio de la guerra a pesar de algún conato de rebeldía del húngaro Víktor Orbán, se pondrá a prueba. Y las aguas comienzan a enturbiarse. Esta misma semana, el ministro de Asuntos Exteriores magiar ha visitado Moscú para comprar más gas ruso, desmarcándose de la postura europea. Y el propio Orbán no lo esconde. Cree que la estrategia de sanciones ha sido un error y parece poco probable que esté dispuesto a aprobar paquetes igual de contundentes que los seis anteriores. «Bruselas debe reconocer que las sanciones a Rusia han sido un error y nos hemos pegado un tiro en el pie«, aseguraba hace unos días a una radio local.
El quinto mes de la guerra llega en un momento en el que en la UE se extiende la sensación de que la maquinaria punitiva está llegando a su máximo. El jefe de la diplomacia europea pide «paciencia estratégica» ante una cada vez más extendida fatiga. Y es aquí y ahora donde pueden surgir importantes divisiones entre los Veintisiete.
El Este y los Bálticos abogan por mantener la máxima presión contra Putin mientras que la adrenalina y firmeza que imperaba en los primeros compases de la guerra pierde fuerza. La Francia de Emmanuel Macron pidió hace unos meses no «humillar» al presidente ruso para dar alguna oportunidad al diálogo, pero en estos cinco meses, los mensajes hacia el diálogo han estado muy ausentes. De fondo, la UE capea el temporal cada vez más huérfana de liderazgos. El canciller alemán Olaf Scholz mantiene un perfil muy bajo; el francés Emmanuel Macron quiere y no puede; y el italiano Mario Draghi acaba de dimitir dejando un escenario de incertidumbre en Roma y Bruselas.
El gas, caballo de Troya
Es también en este punto de la contienda cuando han aparecido los fantasmas de crisis anteriores. El choque norte-sur llegó en 2008 de mano de la crisis financiera. Catorce años después lo hace en torno a la cuestión energética. Países como Alemania, que acusaban a otros como España de haber vivido por encima de sus posibilidades exigiendo reformas brutales de austeridad, reclaman ahora solidaridad europea con el gas.
Berlín regaló su dependencia energética a Rusia en bandeja de plata durante años, a pesar de las voces que advertían del peligro geopolítico de no diversificar. Ahora acusa a Putin de utilizar el gas como un «arma» de chantaje y está totalmente expuesto a los dictámenes de Putin. Si Rusia termina cerrando por completo el suministro de gas a Europa –la mayor parte llega a través del Nord Stream I que conecta Siberia con Italia-, empujaría al motor económico de la UE a una situación que le podría llevar a la recesión y al racionamiento.
Hacer frente de forma unida y firme al mayor desafío en las fronteras europeas desde la Guerra Fría no ha sido tarea fácil. La UE ha sido capaz de actuar como un todo más que como una suma de Veintisiete. Pero también está pagando un precio de contradicciones sobre su esencia pacifista. Los europeos financian por primera vez la compra de armas a un país en guerra. Lo hacen bajo el paradójicamente llamado Fondo Europeo para la Paz, que ya cuenta con una cuantía de 2.500 millones de euros.
El propio Borrell ha asegurado en varias ocasiones que la victoria solo se conseguirá sobre el campo de batalla, palabras que representan un cambio de paradigma en el ADN pacifista del proyecto europeo. En esta coyuntura de incertidumbre, dilemas, contrariedades, fatiga y presión socioeconómica llega la UE a los cinco meses de guerra. Las únicas certezas en el suelo de las doce estrellas son que la guerra ha cambiado el entorno de seguridad europea para siempre y que lo peor puede estar por llegar.
*María G. Zornoza, periodista.
Artículo publicado en Público.
Foto de portada: Josep Borrell, alto representante de la UE para Asuntos Exteriores, comparece ante los medios en Bruselas. — Stephanie Lecocq / EFE