Y ahora todos hablamos del derecho internacional, en los discursos de los políticos y en las tertulias más o menos profesionalizadas, entre amigos y con el taxista que nos lleva a través de la ciudad, en la barra del bar, en la comida familiar o en el chat de Whatsapp, ahora todos hablamos de derecho internacional; se diría que lo hemos descubierto justo ahora cuando la invasión de Ucrania por el ejército ruso copa la atención de todos los medios de comunicación y un movimiento de solidaridad sin precedentes se vuelca con el país invadido. Sería reconfortante pensar que a partir de ahora ese conjunto de normas, tratados, convenciones y resoluciones de la ONU que constituyen el corpus de lo que llamamos derecho internacional va a ser la instancia que dirima los conflictos entre naciones y que, a partir de ahora, la ley del más fuerte dejará de ser la ley que rige en las relaciones internacionales. Pero no parece que vaya a ser así.
En realidad, las constantes referencias a la legalidad internacional que el caso de la invasión de Ucrania suscita suenan sobreactuadas cuando las comparamos con el silencio cómplice que ha amparado y sigue amparando las flagrantes violaciones del derecho internacional de EEUU y alguno de sus aliados en otros lugares del mundo: Arabia Saudí en Yemen, Israel en Palestina por ejemplo. Resulta un tanto obsceno que el país que con mayor arrogancia ignora, desprecia o directamente viola el derecho internacional se erija ahora en su paladín. ¿Acaso debemos olvidar la impunidad con la que el ejército estadounidense invadió, saqueó y destruyó Irak y los crímenes de guerra cometidos por sus militares que nunca serán juzgados porque EEUU no admite que el Tribunal Penal Internacional ni ninguna instancia exterior juzgue a sus nacionales?
Llegados a este punto me parece oír la vocecita indignada que pregunta: ¿Por qué hablar de lo que ocurrió hace veinte años cuando lo que importa es lo que está pasando ahora? Así que recordemos algo de lo que está pasando ahora: hablemos de la ayuda armamentística y diplomática de EEUU a Arabia Saudí sin la cual no serían posibles los bombardeos de este país sobre Yemen y de la hambruna y la catástrofe humana que se cierne sobre la población de uno de los países más pobres del mundo como consecuencia de esta guerra alentada por el rico vecino saudí y su «amigo americano».
Hablemos de Israel y del apoyo incondicional que Estados Unidos presta a un estado que desde hace décadas ocupa militarmente el territorio de otro pueblo, ha invadido en más de una ocasión al vecino Líbano y viola sistemáticamente las resoluciones de la ONU, desde la 194 aprobada por la Asamblea General en 1949 a la 2334 aprobada por el Consejo de Seguridad en diciembre de 2016.
La 194 estableció el derecho al retorno de la población palestina que fue expulsada de su tierra en la operación de limpieza étnica llevada a cabo por milicias sionistas y ejército israelí en los meses previos y posteriores a la proclamación del Estado de Israel, el 15 de mayo de 1948; la 2334 que salió adelante en los últimos días del mandato de Barack Obama con la abstención, en vez del habitual voto en contra, de EEUU reafirma que todas las colonias establecidas por Israel en los territorios palestinos ocupados, incluido Jerusalén oriental, son ilegales. La respuesta del gobierno israelí a esta última resolución fue decretar la ampliación de sus colonias en territorio palestino con 3000 nuevas viviendas. Y no pasó nada.
Quizás conviene aclarar que, según la Convención de Ginebra, las acciones de una potencia ocupante cuyo objetivo sea trasformar la demografía del territorio ocupado en detrimento de la población de ese territorio «pueden ser consideradas crímenes de guerra». Los asentamientos judíos en Cisjordania no son simples proyectos urbanísticos como la propaganda israelí intenta hacer creer sino el principal instrumento del proceso de colonización que desde hace décadas Israel lleva a cabo en Palestina o, dicho de otro modo, del robo continuado de tierra palestina.
Cada nuevo asentamiento trae consigo más terrenos expropiados, más alambradas y soldados para vigilar su perímetro, más agua para un consumo que incluye las piscinas de sus coquetos chalets mientras al campesino palestino se le prohíbe excavar un solo pozo para regar sus tierras; el 80% de los recursos hídricos de Cisjordania se dedica al abastecimiento de las colonias judías, unos quinientos mil colonos instalados en un territorio donde viven cerca de tres millones de palestinos bajo la ocupación militar israelí. Y hay carreteras «solo para colonos», las mejores por cierto, por donde no pueden circular vehículos palestinos y partidas de colonos armados que disparan con total impunidad a las familias campesinas cuando van a recoger la aceituna o queman sus olivos o atacan a sus hijos cuando van a la escuela… Cada nuevo asentamiento es un paso más en el proceso de desposesión y acoso a la población palestina.
Un nuevo y reiterado desafío al derecho internacional. En los territorios palestinos ocupados, Israel ha impuesto un régimen de apartheid que ha sido documentado y denunciado por organizaciones como HRW y Amnistía Internacional y que el recientemente fallecido obispo sudafricano, Desmond Tutu, figura destacada de la lucha antiapartheid, calificó de «más atroz que lo que vivimos en Sudáfrica». El apartheid, conviene recordarlo, es, según definición del Tribunal Penal Internacional, «un crimen similar al de lesa humanidad».
Y no pasa nada.
Un principio básico de toda legalidad es el de su aplicación por igual para todos, cuando no es así la ley tiende a convertirse en instrumento del poder o en «ley del embudo». Pero el derecho internacional, a diferencia de las leyes nacionales que obligan a todos los sujetos de un determinado territorio, se basa en el consenso entre países y se ha ido construyendo, de hecho aún está en construcción, a través de pactos y acuerdos entre estados, ricos y pobres, débiles y poderosos, de larga tradición o recién creados, y su aplicación en la mayoría de los casos es reflejo de la extrema desigualdad entre las naciones del mundo.
Aun así, el derecho internacional sigue siendo la referencia moral y legal con la que una nación como Palestina, que no tiene ejército ni aliados poderosos que le suministren armas, puede contar para reclamar sus derechos vulnerados. Es la última instancia ante la que los pueblos humillados y maltratados del mundo pueden reclamar justicia. O debería serlo. Defender el derecho internacional implica reclamar que se aplique en todos los casos. También los que incomodan a una gran potencia.
*Teresa Aranguren, periodista y escritora.
Artículo publicado en Público.es.
Foto de portada: Línea de costa en Gaza destruida por los ataques aéreos israelíes.- Mohammed Talatene / dpa