Desde el inicio de la década de 2010, el optimismo que se había generado gracias a la tendencia en la reducción de los escenarios de violencia dio paso a la decepción ante las consecuencias de las denominadas primaveras árabes y, de forma particular, a la intervención externa en Libia a finales de 2011, cuyos efectos provocaron un tsunami geopolítico que incendió el Sahel, dando lugar a una nueva oleada de violencia en la región. Es en este contexto, en mayo de 2013, cuando la Unión Africana (UA) puso en marcha el programa “Silenciar las armas en 2020”, como parte de su Agenda 2063: The Africa We Want, cuyo planteamiento era alcanzar una África pacífica y segura a través de acciones enmarcadas en la paz, la seguridad, la defensa y la estabilidad. La UA adoptó una hoja de ruta bajo la premisa de que alcanzar la paz, la seguridad y el desarrollo socioeconómico debían ser objetivos simultáneos, entendiendo que no puede haber paz sin desarrollo, ni desarrollo sin lograr el fin de la violencia.
A partir de ese momento las operaciones de construcción de paz en África se han caracterizado por apostar por unos mandatos cada vez más robustos sobre el uso de la fuerza, así como por priorizar la construcción de los aparatos de seguridad de los estados africanos inmersos en escenarios de conflictividad armada. Tanto la UA como otros actores internos y externos (CEDEAO, UE, ONU, Francia, EEUU o España) han apostado por las respuestas militares como medio para abordar la inestabilidad, particularmente en aquellos escenarios de violencia caracterizados por la presencia de actores autodenominados “yihadistas”. Este tipo de enfoques securitarios ha priorizado las estrategias de militarización, poniendo en marcha misiones ad hoc antiterroristas, y las reformas del sector de seguridad (RSS), a expensas de otras estrategias políticas más integrales que tomen en consideración la resolución de problemas sociales y políticos, la reforma de la gobernanza local, la introducción de programas de desarrollo y el aumento de los servicios básicos, o el impulso del diálogo y la reconciliación. Del mismo modo, si bien la promoción de la equidad de género se presenta, cada vez más, como un elemento transversal en construcción de paz y la RSS, en la práctica, la brecha entre los discursos y la realidad sigue siendo considerable.
En los últimos años la región del Sahel occidental se ha convertido en el principal laboratorio de dicha estrategia de seguridad en África. En todos los enfoques oficiales se observa una estrategia multidimensional asentada sobre el binomio seguridad-desarrollo, en la que se reconoce explícitamente que la respuesta militar debe conjugarse con acciones de desarrollo, reformas políticas, equidad de género y ayuda humanitaria. Sin embargo, en la realidad las prioridades han estado centradas en la contención militar y el fortalecimiento del aparato estatal obteniendo resultados cuestionables.
Los intentos por contener la violencia en el Sahel
Desde el inicio del conflicto armado en el norte de Mali en 2012, la violencia ha adquirido gradualmente un carácter cada vez más transnacional, afectando a gran parte del territorio maliense así como a estados vecinos (Burkina Faso y Níger, principalmente). Ello ha dado lugar a un constante despliegue de diversas operaciones militares donde han participado distintos actores. En 2012, además de la ya existente Misión de Fortalecimiento de Capacidades de la UE en Níger (EUCAP Sahel Níger) y de la Trans-Sahara Counter Terrorism Partnership de EEUU, se puso en marcha la Misión Africana Internacional de Apoyo a Mali (AFISMA) por parte de la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (CEDEAO), reemplazada en abril de 2013 por la Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en Mali (MINUSMA). Ese mismo año también se desplegó la Operación Serval antiterrorista en Mali por parte de Francia —transformada en agosto de 2014 en la actual Operación Barkhane, ampliándose a Burkina Faso, Chad, Mauritania y Níger— y la Misión de Formación de la UE en Mali (EUTM Mali) en la cual España es el principal contribuyente de tropas. Un año después, en 2014, se creó la Misión de Fortalecimiento de Capacidades de la UE en Mali (EUCAP Sahel Mali), así como el Grupo de Cooperación G5 Sahel, conformado por Burkina Faso, Chad, Mali, Mauritania y Níger, quienes en 2017 pusieron en funcionamiento la fuerza militar conjunta antiterrorista.
En los últimos años la tendencia ha seguido en la línea de fortalecer la arquitectura de seguridad desplegada, intensificando las operaciones militares. En enero de 2020 el gobierno francés se comprometió a aumentar su presencia militar en el Sahel de 4.500 soldados a 5.100, mientras que el Gobierno de Mali anunció su intención de incrementar el tamaño de las Fuerzas Armadas en un 50%. Paralelamente, la UA anunció el despliegue temporal de otros 3.000 efectivos adicionales; EUTM informó que extendía su trabajo a los países vecinos; EUCAP Sahel Mali amplió su mandato hasta enero de 2023; mientras que el Consejo de Seguridad de la ONU amplió el mandato de la MINUSMA, manteniendo el número de tropas desplegadas en 13.289 soldados y 1.920 policías. A todo ello se le sumó, a mediados de 2020, el anuncio del despliegue de la fuerza militar europea Takouba Task Force, la última operación de corte antiterrorista que se ha incorporado a la zona, compuesta por fuerzas especiales de 11 países europeos (Alemania, Bélgica, Dinamarca, Estonia, Francia, Holanda, Noruega, Portugal, Reino Unido, República Checa, Suecia), así como de Mali y Níger, y que operará bajo el mando de la citada operación Barkhane francesa. Sin embargo, en julio de 2021 se produjo un cambio de rumbo de Francia, anunciando la retirada del 40% de sus tropas a principios de 2022, lo cual dará mayor protagonismo a la fuerza europea y al G5 Sahel, que asumirá una mayor responsabilidad. Asimismo, en el contexto del anuncio del repliegue francés en la región, el gobierno maliense anunció la contratación de los servicios de la empresa de seguridad rusa Grupo Wagner para combatir a las insurgencias en el país.
Paralelamente al despliegue de la iniciativa militar, en Mali se apostó por otras estrategias multidimensionales centradas en la exploración y apertura de procesos de negociación política con ciertos actores armados, lo que dio lugar a la firma del Acuerdo de Paz de Argel en 2015 entre el Gobierno de Mali y los grupos rebeldes árabe-tuareg del norte del país (Coordinadora de Movimientos de Azawad y la Plataforma). Sin embargo, si bien la firma del acuerdo de paz logró un cese de hostilidades y la apertura de un proceso transicional —con un peso significativo de la RSS— la exclusión de la mesa de diálogo de los actores con agendas yihadistas ha impedido alcanzar la estabilidad en el país, y está dificultando poner en marcha la implementación de las cláusulas del mismo.
Resultados obtenidos en la contención de la violencia y la construcción de la paz
Los esfuerzos compartidos que han llevado a cabo las operaciones desplegadas por múltiples actores que hemos comentado se han caracterizado por la desconexión entre sus objetivos, prácticas, discursos y capacidades, creando iniciativas superpuestas (y en ocasiones contrapuestas) lo que ha incidido negativamente en los resultados obtenidos en la contención de la violencia. Según datos del Africa Center for Strategic Studies en 2020 se registró un aumento del 43% en la violencia producida por grupos armados de corte yihadista en África, que se corresponden con los escenarios que han priorizado el despliegue de estrategias militares: Sahel occidental, Lago Chad y Cuerno de África, principalmente. De manera específica, la situación de seguridad en la región del Sahel ha seguido deteriorándose año tras año. Muestra de ello son los datos de 2020 en las zonas fronterizas de la región de Liptako-Gourma —este de Mali, norte de Burkina Faso y suroeste de Níger—, que indican la escalada más dramática de violencia registrada desde mediados de 2017. Datos que respalda el centro de investigación ACLED, señalando que el año 2020 ha sido el más mortífero registrado en Mali desde el inicio del conflicto armado. Asimismo, las cifras sobre desplazamiento forzado situaban a la región como la zona más afectada a nivel global en 2020, con alrededor de dos millones de personas desplazadas por la fuerza, lo que significa un aumento del 43% desde finales de 2019.
Los efectos de las estrategias militares no se quedan ahí. En múltiples ocasiones también han contribuido a la vulneración y violación de derechos humanos por parte de miembros de los cuerpos de seguridad del estado. Si bien esta realidad no es nueva, el hecho de que la UE tenga en marcha diferentes misiones dirigidas a la formación y capacitación de las fuerzas armadas de diferentes países involucradas en episodios que podrían incurrir en crímenes de guerra y lesa humanidad, resulta particularmente problemático. Solo durante el año 2020 diferentes denuncias relacionadas con violaciones y vulneración de derechos humanos por parte de los cuerpos de seguridad de los estados de la región en el marco de la denominada “guerra antiterrorista” reflejan la gravedad del problema. Por ejemplo, la MINUSMA acusó a los ejércitos de Mali y Níger de perpetrar 135 ejecuciones extrajudiciales en Mopti, región central de Mali, 22 de Diciembre de 2020 [Disponible en línea].; la Comisión Nacional de Derechos Humanos de Níger atribuyó a soldados nigerinos la desaparición forzada de más de 100 personas en la región de Tillaberi; el Observatorio para la Democracia y los Derechos Humanos de Burkina Faso señaló a las Fuerzas Armadas como responsables de la muerte de 588 civiles en el contexto de las acciones antiterroristas, así como Human Rights Watch denunció la aparición de una fosa con 180 cuerpos en el norte del país, sugiriendo que fueron ejecutados extrajudicialmente por miembros del ejército; también Amnistía Internacional acusó a los ejércitos de los tres países de cometer crímenes de guerra en sus operaciones, en particular contra civiles, incluyendo 57 casos de ejecuciones extrajudiciales y 142 casos de desapariciones forzadas.
Asimismo, resulta muy significativo (y preocupante), señalar que el ejército de Mali es acusado de matar a más civiles el año pasado que los insurgentes yihadistas contra los que se supone que está combatiendo. Y lo es aún más cuando la propia UE, según denuncia The New Humanitarian, parece no contar con un mecanismo de investigación sistemático para comprobar si las unidades militares malienses que está formando han cometido violaciones de derechos humanos, 26 de Agosto de 2021 [Disponible en línea].. Del mismo modo, otra de las importantes limitaciones denunciadas de los programas de asistencia militar de la UE se refiere al proceder de la EUCAP en cuanto al mandato de promover la equidad de género. La priorización de las medidas de securitización y su alineación con la estrategia de la «guerra contra el terrorismo», ha hecho que esta promoción quede relegada a un segundo plano.
También resulta pertinente señalar que la priorización de los enfoques militares ha contribuido a la conformación de milicias de autodefensa y grupos paramilitares para combatir a las insurgencias, lo que ha conllevado diferentes resultados: denuncias de violaciones a los derechos humanos; mayores fricciones intercomunitarias y estallido de conflictos; aumento del reclutamiento de grupos armados; o ampliación de la guerra y sus impactos contra la población civil acusada ahora de colaboracionista. Un ejemplo de la conformación de estas milicias se observó en enero de 2020 en Burkina Faso, cuando el Parlamento aprobó la “Ley de Voluntarios para la Defensa de la Patria”, que permite al ejército reclutar voluntarios civiles para que actúen como milicias paramilitares. Estas y otras violaciones a los derechos humanos no solo refuerzan la desconfianza de la población hacia los cuerpos de seguridad y hacia las propias operaciones militares, sino que también contribuyen a impulsar la radicalización y el extremismo que se le supone combatir, generando un caldo de cultivo idóneo para el reclutamiento de los grupos armados y la ampliación de áreas de control.
Por otro lado, en lo alusivo a la implementación del Acuerdo de Paz de Argel (2015), la priorización de las agendas destinadas a la reforma política y securitaria —la primera ampliando el acceso de los grupos armados al gobierno transicional o a las cámaras legislativas, y la segunda concentrando los esfuerzos en los programas de RSS— también está teniendo efectos contraproducentes. En primer lugar, la incapacidad de la RSS para consolidar la legitimidad de las instituciones estatales de seguridad, convertidas en una fuente de inseguridad para la población no solo en cuanto a las violaciones a los derechos humanos sino también en cuanto a la defensa de los valores democráticos —prueba de ello son los dos golpes de estado que ha padecido Mali en menos de nueve meses—, pone en entredicho su eficacia. Asimismo, dan un toque de atención al modelo y enfoque de seguridad, incluyendo el papel de la UE como proveedor de formación, asesoría y asistencia militar al país. En segundo lugar, dicha agenda está generando que las medidas más estructurales centradas en el desarrollo, la justicia o la equidad de género queden relegadas, lo que puede convertirse en un nuevo detonante de inestabilidad. A este respecto, el Carter Center, que funge como centro observador independiente de la implementación del Acuerdo de Paz de Argel, ha alertado sobre el enorme desequilibrio que está teniendo la implementación de la RSS frente a otros aspectos políticos, sociales y económicos, detonantes de la rebelión de 2012
La crisis de seguridad en el Sahel pone de manifiesto que se debe modificar su enfoque securitario: si bien las operaciones militares pueden ser relevantes, estas deben contribuir a enfoques más amplios
Tras cinco años apenas se han logrado avances en los compromisos de descentralización política, la implementación de los proyectos de desarrollo económico establecidos en el Capítulo IV o la aplicación de justicia transicional con miras a mejorar la reconciliación nacional, todo lo cual representa una amenaza que puede socavar la consecución de una paz sostenible en el país.
La priorización de los gastos militares en detrimento de las inversiones en desarrollo y prestaciones sociales perjudica especialmente a los colectivos más vulnerables de la sociedad, afectando desproporcionalmente a las mujeres. A este respecto, basta tan solo echar un vistazo al índice de desarrollo humano de 2020 para advertir los retos que afronta la región, en donde Malí, Burkina Faso y Níger se encuentran entre los diez últimos puestos de la lista, siendo Níger el último.
Hacia un enfoque basado en respuestas multidimensionales
Una parte importante de la responsabilidad de la evolución negativa de los escenarios de violencia en el Sahel se debe al fracaso de las políticas antiterroristas y del enfoque securitario. Estas políticas han priorizado la respuesta militar en ausencia de otras respuestas políticas y sociales más amplias. Desde hace mucho tiempo la literatura feminista ha venido alertando de los riesgos de estos enfoques y del modelo impulsado por la paz liberal en la construcción de la paz, que no cuestionan las lógicas de poder, profundamente militarizadas y patriarcales en la construcción de las estructuras e instituciones hegemónicas estatales, priorizando los aspectos de seguridad militar, que, entre otros aspectos, han excluido sistemáticamente a las mujeres. Estas lógicas de poder, tal y como sostiene Cynthia Cockburn, representan una de las causas principales de los conflictos armados, por lo que la construcción de una paz duradera debería comenzar por redefinir la idea de “seguridad” y “paz” para poner en el centro la satisfacción de las necesidades humanas, incluyendo la seguridad de las mujeres. Si bien la resolución 1325 de las Naciones Unidas sobre mujeres, paz y seguridad ha facilitado un importante paso en la agenda de construcción de la paz, aún se requieren mayores compromisos en la promoción de la equidad de género. Uno de los principales retos se refiere a la propia reforma de las agendas de RSS, que deben incorporar a las mujeres, no solo ampliando el equilibrio de género, sino transversalizando el mismo, transformando las lógicas de las instituciones y estructuras del sector de seguridad.
La crisis de seguridad en el Sahel pone de manifiesto que se debe modificar su enfoque securitario para ser abordada como una crisis de gobernanza, en la que si bien las operaciones militares pueden ser relevantes, estas deben contribuir a enfoques más amplios. La construcción de estos planteamientos multidimensionales pasa por priorizar medidas destinadas a impulsar el desarrollo, proporcionar servicios sociales, adoptar reformas no solo en el campo de la seguridad sino también en la promoción de la equidad de género, entablar espacios de diálogo con los grupos armados y apostar por un enfoque de apropiación local que verdaderamente integre las iniciativas de las poblaciones. En este sentido, la People´s Coalition for the Sahel, una coalición que aglutina a más de 30 organizaciones tanto regionales como internacionales, ha dado algunas claves que se deberían tomar seriamente en consideración. Entre ellas, la Coalición demanda una reordenación de las prioridades en la estrategia securitaria que tenga en cuenta cuatro pilares: 1) situar la protección de la población civil en el centro de la respuesta y no solo la lucha contra el terrorismo; 2) apoyar las estrategias políticas para resolver la crisis de gobernanza, incluyendo el diálogo político con todas las partes en conflicto y la sociedad civil, apostando por las diversas iniciativas locales de mediación y reconciliación ya existentes; 3) facilitar respuesta a las emergencias humanitarias, garantizando su financiación y acceso; y 4) aplicar una política de tolerancia cero frente a los delitos cometidos por todas las fuerzas armadas contra la población civil que ponga fin a la impunidad. La construcción de la paz estable y duradera solo será posible con una transformación estructural del enfoque de seguridad, que incorpore respuestas multidimensionales (sociales, políticas, económicas, de género, etc.), tome en consideración a los actores locales y actúe sobre las causas estructurales que originan la violencia.
*Iván Navarro Millán es investigador del Programa de Conflictos y Construcción de Paz de la Escuela de Cultura de Paz (UAB) y del Grupo de Estudios Africanos (GEA-UAM). Es licenciado en Sociología y Doctor en Relaciones Internacionales y Estudios Africanos por la Universidad Autónoma de Madrid.