Francia no sigue el camino de otros países como Reino Unido o Estados Unidos en darnos sorpresas electorales. Los pronósticos se confirmaron y ayer Macron volvió a ganar. La ciudadanía francesa repite presidente, aunque, a tenor de los resultados, más por deméritos de su rival que por valores propios. Finalmente, el miedo a la líder entrante fue más fuerte que el rechazo al saliente.
Los resultados han reforzado algunas de las tendencias que ya vimos en la primera vuelta de hace dos semanas. Por un lado, el histórico frente republicano que en 2002 consiguió que Chirac ganara con más del 80% de los votos contra Le Pen padre sigue debilitándose, pero ayer todavía aguantó. Vaso medio vacío o medio lleno. Frente a los augurios de algunos, casi la mitad de los votantes de Mélenchon apoyaron a Macron, y menos del 20% dieron su voto a Le Pen. Unas cifras similares con los Republicanos de Pécresse. No hubo, por tanto, importantes transferencias hacia la candidata ultra de sus potenciales bolsas de votantes.
También se confirmó que la principal barrera de la ultraderecha tiene forma de U invertida generacional. Los menores de 25 años y los mayores de 70 han sido los que menos han apostado por Le Pen: 39% y 29%. Por el contrario, el grueso de la población adulta ha votado por ella con muchas menos dificultades. También los obreros y trabajadores han sido más entusiastas con la candidata ultra. Un 67% y 57% respectivamente. Dos categorías socio-profesionales en las que, no obstante, arrasó la abstención en la primera vuelta (más del 40% no votó).
Una abstención que empieza a coger tintes preocupantes. Ayer se rompió récord con 13,5 millones de votos en casa. Cifra exacta a los apoyos que consiguió la propia Le Pen. Una abstención que con cada elección reafirma su asimetría: jóvenes, clases populares y sin estudios son las variables que cada vez correlacionan más con la abstención e insatisfacción. En la primera vuelta cerca de la mitad de los menores de 35 años y trabajadores no votaron. Y ayer cuatro de cada diez personas que se sienten insatisfechas con su vida decidieron quedarse en casa. Entre los que sí acudieron, Le Pen obtuvo el 80% de sus votos. Solo el 30% entre los satisfechos.
Los próximos retos de Macron son enormes. Tiene entre sus manos una misión más colosal que hace un quinquenio, cuando prometió gobernar, comprender y convencer a los diez millones de franceses y francesas que apoyaron a Marine Le Pen. Millones que no debían ser incrustados en el bando del fascismo, sino en uno mucho más difuminado y difícil de comprender por su heterogeneidad, el de la rabia. Porque Le Pen ha podido moderarse, abandonar aspectos tan polémicos como la salida de Francia de la Unión Europea o tamizar relaciones internacionales y propuestas políticas, pero si ha vuelto a repetir, y mejorar, posiciones respecto al 2017 es principalmente porque sigue siendo la candidata del descontento.
Francia sufre un agravio comparativo cada vez más frecuente en nuestras sociedades occidentales. Si uno mira los datos macroeconómicos se encontrará pocas justificaciones para diagnosticar la recesión sin frenos que muchos enuncian. La caída libre, sin embargo, la aprecian una cada vez mayor parte de la población. El mal francés divide al país entre mayores macronistas y jóvenes abstencionistas, grandes localizaciones prósperas y ámbitos fracturados que se sienten despreciados. La depresión divide norte y sur, este y oeste, la Francia blanca y la mestiza.
Es difícil afirmar que hoy estamos ante una Francia más propensa a abrazar los postulados de la derecha radical (nativista, autoritaria, populista), pero no así ratificar que la furia en la balanza pesa hoy un poco más. El padre de Le Pen perdió ante Chirac en 2002, primera vez que la derecha radical llegaba a las puertas del Elíseo, por 64 puntos. Su hija, hace cinco años, se quedó a 33 puntos. Y hoy a 17. Una reducción de la distancia con sus contendientes que no se entiende sin una crisis palpable en todas coordenadas que se atisben. Socialistas y Republicanos, organizaciones que estructuraron la república francesa las últimas décadas, han desaparecido. Las nuevas generaciones se sienten cada día menos interpeladas para participar electoralmente. Fuerzas políticas que, a pesar de sus enormes diferencias, proponen cambiar radicalmente el sistema obtuvieron por primera vez más de la mitad de los votos en la primera vuelta. Y la insatisfacción percibida empieza a dominar el voto de la ciudadanía francesa.
Macron ganó en 2017 con una candidatura nueva, fresca y, en la medida de lo posible, con la ilusionante promesa de cambio. Ayer reeditó con lo contrario. Una presidencia derechizada, que sigue engordando las filas del descontento y cuyo mensaje principal se ciñó al miedo a la ultraderecha. Ante lo peor por venir, Macron pidió a la gente que se quedara con lo conocido, por mucha insatisfacción que despertara. Así, sus nuevos cinco años evocan en los franceses indiferencia (20%), decepción (20%) y cólera (18%). Hasta el 42% de quienes le votaron ayer lo hicieron con el único objetivo de frenar a Le Pen. Al igual que hace cinco años, hoy su voto sigue siendo fundamentalmente prestado. Un voto condicional que en los próximos meses se puede complicar con unas elecciones legislativas que, ante la pregunta de si Macron deberá tener mayoría de escaños, la gente contesta que no (66%). Mélenchon ya se ha posicionado pidiendo una tercera ronda de la que él salga elegido primer ministro.
El avance de Le Pen también puede convertirse en un caramelo envenenado. Ayer avanzó posiciones respecto al 2017, pero se quedó lejos de las estimaciones demoscópicas, que apuntaban a una diferencia de solo 10 puntos y no 17 como finalmente fue. La apuesta presidenciable de Le Pen, el cambio de nombre del partido y una coyuntura favorable de anti-macronismo siguen topándose con una opinión pública que todavía ve a su partido como una formación nacionalista y racista (60%), así como un peligro para la democracia francesa (57%).
Sin embargo, el profesor Tarik Abou-Chadi rápidamente lo advirtió ayer en Twitter. El logro de la derecha radical no tiene que ver con puestos, escaños o gobiernos. Su gran éxito radica en haber contagiado a los principales partidos establecidos para hablar y actuar como ella. La derecha radical no entra en el Elíseo, pero consiguió su objetivo hace tiempo. Parte de su ideología es hoy la de buena parte de partidos otrora moderados de derecha. Y esto no desaparecerá únicamente por perder elecciones en Francia, Italia o España.
*Daniel Vicente Guisado, politólogo.
Artículo publicado en Público.
Foto de portada: Partidarios de Macron reunidos frente a la Torre Eiffel.- Siavosh Hosseini / SOPA Images via / DPA