Hamady Bocoum emana un cordial aplomo incluso por videoconferencia, con su traje típico senegalés y cómodamente reclinado en una silla de despacho. Suaviza la gravedad de su voz con amplias sonrisas. Intercala enfáticos golpes de tono en un discurso sereno. El director del Musée des Civilisations Noires (Dakar, Senegal) despliega argumentos que, poco a poco, van resquebrajando la negativa de los países occidentales a devolver el arte expoliado en África. Y remata con la razón última de la propiedad. Las piezas robadas, recuerda, pertenecen a los pueblos que las crearon. “Podemos meterlas en museos, llevarlas al lugar de donde fueron arrancadas, enterrarlas o quemarlas. Es nuestra decisión”.
El nigeriano Chika Okeke-Agulu, historiador de arte africano y profesor en la Universidad de Princeton (EE UU), agrega: “No debemos dar por hecho que el modelo occidental sobre gestión del patrimonio sirva para todo el mundo”. Sobre todo, añade, cuando “el objeto mantiene una relación orgánica con el presente, un fuerte poder simbólico”.
El Edo Museum of West African Art (EMOWAA), que se inaugurará el próximo año en Ciudad de Benin (localidad nigeriana de 1,5 millones de habitantes situada en el Estado de Edo), buscará conciliar fines en principio contrapuestos. Férrea seguridad y cercanía física. Mimo en la conservación y vínculo socioemocional. Su gran atractivo serán los 400 bronces de Benín llegados desde Alemania en la que, hasta el momento, representa la mayor iniciativa de restitución artística hacia el África subsahariana. Phillip Ihenacho, director del Legacy Restoration Trust, su principal impulsor, explica: “Queremos redefinir el significado de museo para que se asocie a un espacio vivo donde nuestra gente se sienta cómoda”.
Las ceremonias del pueblo Edo —los bronces recubrían su palacio real, arrasado por Reino Unido en 1897— convivirán con la efervescente vanguardia multimedia del oeste africano. La sofisticación metalúrgica de sus piezas servirá de marco a todo tipo de actos. El museo será nexo histórico y lazo generacional. “Nos proponemos atraer a la mayoría joven de Nigeria y otros países del continente, adecuar nuestro diseño y oferta al público de aquí”, asegura Ihenacho.
Orfandad artística
La necesidad de continuidad temporal amplía la perspectiva africana sobre restitución. Mientras los colonizadores vaciaban de cultura material sus conquistas, también iban segando identidades centenarias. El carácter oral de la transmisión no hizo sino acentuar el terrible impacto de esta orfandad artística. “En muchos pueblos africanos”, sostiene el historiador Okeke-Agulu, “revisar la historia con los ojos del presente siempre ha sido un aspecto muy importante en su sentimiento de ser colectivo. No se trata solo de llenar un hueco en su pasado, de curar una herida, sino de permitirles seguir reinventando sus tradiciones”.
Avanzar en la restitución también ayudará, en opinión de Bocoum, a que el fluir de pertenencia emborrone fronteras. A que se forjen conexiones fragmentadas por límites arbitrarios. “Los países hemos de colaborar de manera concertada y armoniosa; reinsertar y hacer circular los objetos en su verdadero contexto, que no es Senegal, Mali o Nigeria, distinciones geográficas que no tienen nada que ver con el auténtico contexto de creación precolonial”.
El director del MCN alerta sobre el riesgo de una posible “berlinización cultural”, aludiendo a la Conferencia de Berlín de 1884 mediante la cual las potencias europeas se repartieron, con escuadra y cartabón, sus posesiones imperiales. Teme además que el proceso derive en una “balcanización política”. En sentido opuesto, recuerda el acto que sirvió para celebrar en 2019 el retorno definitivo a Senegal —desde el Musée de la Armée de París— del sable de El Hadj Omar Foutiyou, héroe de la resistencia a los franceses en toda el África Occidental. “Había representantes de Gambia, Costa de Marfil… El África antes de Berlín se congregó allí”.
La vuelta a casa del icónico sable supuso la certeza de que el edificio artístico-colonial europeo —sus museos nutridos de guerra y pillaje, sus justificaciones para el statu quo— empezaba a tambalearse. Tradujo en hechos la voluntad de Francia (con implicación directa del presidente Emmanuel Macron) de apostar por una estrategia de restitución masiva, ya expresada en un informe de 2018. Activó en efecto dominó que ha cobrado brío con el retorno anunciado de los bronces de Benín.
Varios factores convergen y se retroalimentan en un cambio de aires impensable hace una década escasa. En Europa, emerge una nueva generación de líderes políticos y directores de museos “que ya no son hijos del imperio y quieren distanciarse de la herencia colonial”, apunta Okeke-Agulu. Desde África, señala por su parte Bocoum, los gobiernos “articulan con más determinación sus acciones”, aumentan y canalizan mejor sus reclamaciones, se coordinan en organizaciones regionales para unir sus voces.
Lejos del alto nivel, la sociedad civil contribuye, mediante campañas virales, a visibilizar la dimensión del expolio. Ihenacho resume el clima que hoy prevalece: “No tenemos que malgastar tanto tiempo en persuadir, hay suficiente presión pública. Desde hace un par de años no se habla tanto de si va a haber o no restitución, sino de cuándo y cómo”.
Okeke-Agulu también percibe un resurgir del orgullo cultural africano que, espoleado con las independencias, decayó durante las décadas siguientes. Conciencia sobre el valor de lo propio que aún ha de sacudirse desprecios impuestos y, en parte, asimilados. “Durante mucho tiempo se nos dijo que éramos malos y primitivos; ahora los jóvenes están recuperando el interés por cuidar de nuestra cultura”, sostiene.
Ética de la procedencia
Se calcula que el 90% del arte africano permanece fuera del continente, según la revista New African,que se hace eco del informe mencionado. El camino se adivina largo y farragoso. Pleno de excusas laberínticas y vericuetos legales. Permanece en el Museo Real del África Central (Tervuren, Bélgica) una de las más conocidas máscaras de Bandundu (República Democrática del Congo). Sus formas angulosas atestiguan la influencia del entonces llamado arte primitivo sobre el primer cubismo. Una campana de mármol en el Brooklyn Museum (EEUU) ejemplifica la fina cultura de los Edo, más allá de los bronces de Benín… La lista es interminable. Sobre todo al ampliar el radio para incluir a Egipto. Su Piedra Rosetta (en el British Museum) es solo la punta de un iceberg que se extiende, debidamente fortificado, por los grandes museos occidentales.
En la Embajada de Etiopía en el Reino Unido saben bien lo que supone topar con la sacrosanta ley que, en teoría, impide a sus museos nacionales restituir obras de arte. El British Museum y el Victoria & Albert Museum poseen lo más preciado del Tesoro de Magdala, un valioso conjunto de la dinastía abisinia y de la iglesia ortodoxa etíope saqueado en una expedición de 1868. Su corona de oro, tallada en exquisita filigrana, se alza como uno de los grandes hitos del arte subsahariano.
Aunque Etiopía no fue colonizada, también sufrió el afán depredador de la Europa decimonónica. “El tesoro no solo refleja nuestra historia y religión, encarna nuestros valores y creencias como sociedad. No cejaremos hasta traerlo de vuelta”, subraya firme Beyeme Gebremeskel, adjunto de misión en la Embajada. El alto diplomático apuesta por una “estrategia inteligente y respetuosa, pero en la que no decaiga la perseverancia”. Se trata, continúa, de diseñar acciones “coherentes que capitalicen” el clamor de la joven “inteligencia etíope” y el “creciente sentimiento de culpa de las antiguas potencias coloniales”.
Francia ha demostrado que la coraza legal resiste lo que la voluntad política decida. Con una normativa similar a la británica, el país galo dio el pasado año un golpe de timón al aprobar la “derogación limitada del principio de inalienailidad que protege las colecciones públicas francesas”. Menos ambiciosa de lo esperado, la nueva ley permitirá el retorno del Tesoro de Behanzin a Benín (llamado Dahomey hasta 1976, no confundir con ciudad de Benín, en la actual Nigeria). Con su famoso trono real como pieza más excelsa, el tesoro se exhibe ahora en el Musée du Quai Branly, que en su página web hace gala de atesorar 370.000 obras de “civilizaciones extra-europeas”.
“Todavía mucha gente piensa que Occidente debe custodiar el patrimonio africano y, por extensión, mundial. Del mismo modo que han de ser los guardianes de la paz global”
También Alemania ha sentado un precedente que ahonda, más aún, en el axioma de que la legalidad no es siempre legítima. Al devolver bienes que no había expoliado (compró sus bronces a los británicos en un supuesto mercado libre), lanza un mensaje global que pone el foco en la ética de la procedencia. Según Okeke-Agulu, la decisión germana socava las excusas de países como EE UU, que cuenta con vastos catálogos de arte subsahariano —el más numeroso en el Smithsonian Institute— sin haber participado en su saqueo.
Razones de más enjundia hacen prever un proceso arduo. Sobresale el temor a que la inercia descolonizadora deje en los huesos a museos como el British. Gestos vigorosos en la restitución de arte subsahariano podrían desencadenar, en un futuro no muy lejano, una tormenta perfecta que concluya en salas diáfanas. Caerían en picado el prestigio y los ingresos económicos (directos e indirectos) asociados a su marca como gran escaparate del arte global. Dinero que, asegura Gebremeskel, ahora “se está negando a África”, ya que, “si uno puede viajar a Londres a ver arte etíope, ghanés o keniano, quizá no vaya nunca a esos países”. Casi un monopolio de lo ajeno que impide “beneficiar a los pueblos que produjeron ese material”.
Aunque mitigado por el tiempo y la lenta erosión de actitudes colonialistas, a Okeke-Agulu le consta que un sustrato de superioridad pervive en los debates sobre restitución. “Todavía mucha gente piensa que Occidente debe custodiar el patrimonio africano y, por extensión, mundial. Del mismo modo que han de ser los guardianes de la paz global”.
Automatismos de poder que se manifiestan en asunciones tajantes: África no sabe, no puede o no quiere gestionar su arte, ocuparse de su propio legado.
*Rodrigo Santodomingo es colaborador y autor en El País (Planeta Futuro), Grupo Siena, Ethic, Fundación Periodismo Plural.
Artículo publicado en Planeta Futuro y editado por el equipo de PIA Global