A menudo hemos descrito a las extremas derechas como una erupción anómala que venía a desestabilizar el orden político liberal. Es cierto que las críticas a los fallos de las democracias liberales resultan más difíciles cuando sentimos que el sistema puede estar amenazado. Pero ¿y si los postfascismos no fuesen excepciones sino evoluciones históricas de una serie de acontecimientos y políticas que han creado la oportunidad de su emergencia?
El filósofo camerunés Achille Mbembe dijo que “las ideas modernas de libertad, igualdad, incluso de democracia son históricamente inseparables de la realidad de la esclavitud”. Así, la democracia nunca se libró de su contraparte maldita; su historia no es la historia de las sociedades pacificadas que recordamos, la violencia siempre estuvo inscrita en ella. En EEUU, en lo que fue el orden esclavista y su expansión hacia el oeste sobre el espacio y las vidas de los pueblos nativos. En Europa, vinculada a un sistema colonial de carácter brutal. La acumulación de capital que hace posible el despegue del capitalismo –al que estas democracias vincularon su desarrollo– no hubiese sido posible sin la apropiación del trabajo de los esclavos. (Y de las mujeres: del trabajo reproductivo naturalizado.) “El mundo colonial no era la antítesis del orden democrático, siempre fue su doble, o incluso su cara nocturna. No hay una democracia sin su doble, su colonia, poco importa el nombre y la estructura”. Todavía hoy.
Hoy, con la extensión del modelo neoliberal, dice Mbembe lo que se ha producido es una universalización de la condición que antes estaba reservada a los negros. El “devenir-negro del mundo”: nos habla de una “humanidad que se ha vuelto superflua» y que ya es totalmente prescindible para el funcionamiento del capital. En esta necropolítica del capitalismo contemporáneo la acumulación de capital se organiza como un fin absoluto. El régimen económico que resulta de ello es el de una trituradora de vidas puestas al servicio del mercado. Pero esto no sucede solo en las periferias del mundo –en la excolonias arrasadas por el neoliberalismo– sino que también produce el descolgamiento a cámara lenta de una parte creciente de la población de los países centrales. Este descolgamiento tiene mucho que ver con la emergencia en Europa –a partir de la crisis del 2008– de los proyectos posfascistas.
Vidas que no serán lloradas
Judith Butler se pregunta por qué hay pérdidas de vidas que no suscitan duelo ni lamento, por qué hay vidas que no serán lloradas. Y responde: solo se llorará por un cuerpo que haya sido violentado si ese cuerpo era previamente considerado importante y digno de protección. Solo duele una muerte si esa vida tenía atribuida algún valor. Si pensamos en vidas que no importan surgen con facilidad las recientes imágenes de Ceuta. De miles de personas intentando cruzar la valla, muchas de ellas niños, personas en riesgo de muerte. Vidas a las que se abandona o se desprecia. Vox habla de invasión refiriéndose a niños, pero el gobierno manda al ejército contra ese “invasión” infantil.
En Ceuta se ha normalizado la práctica ya habitual de las devoluciones en caliente –inmediatas, sin comprobación del estatuto de las personas migrantes, su edad o si están embarazadas–. Esta práctica es ilegal, contraria a nuestra leyes y al orden internacional de de los DD.HH., ese marco en el que –decimos– basamos nuestra democracia amenazada por los posfascismos, marco que cada vez tiene menos valor en Europa. Mientras, el marcador sigue sumando. A día de hoy en el Mediterráneo han muerto más de 20.000 personas desde el 2014, según la ONU. A esta cifra hay que sumar la de los muertos tratando de llegar a Canarias. Muertes que se han normalizado.
Como también nos hemos acostumbrando a campos como los de Lesbos, donde la vida no cuenta demasiado para las 17.000 personas refugiadas que lo habitan. De nuevo los campos. Campos de “contención” –los llaman–, pero también CIEs, espacios de reclusión o de “acogida” en los que arrojamos vidas que no se consideran valiosas o dignas de protección. Esa Europa que externaliza a otros países la gestión de las fronteras –Marruecos, Túnez o Turquía–. Recientemente, Dinamarca, que fue paradigma de las políticas garantistas de protección de los refugiados, acaba de aprobar una legislación para reubicar a los solicitantes de asilo en otros países fuera de la Unión Europea –como Ruanda–, probablemente también en campos. Por una lado, las extremas derechas; por otro, no existe ni un solo gobierno de la UE que tenga la voluntad de diseñar una política migratoria que apueste por la defensa de los derechos fundamentales de las personas migrantes.
A pesar de todo, siguen llegando. Para los migrantes sin papeles la frontera se desplaza allá donde ellos van, el miedo va con ellos, la explotación y el abuso también. La trata, el trabajo esclavo, sigue creciendo en nuestro país y solo es posible por la propia configuración de la frontera, por su papel en segmentar la mano de obra: con o sin derechos. El lenguaje del capitalismo global puede ser el de la disolución de la frontera, pero su existencia la reafirma constantemente como productora de mano de obra barata. Las migraciones suponen así un cuestionamiento radical del contenido democrático de la vieja Europa asediada por múltiples crisis.
En esta etapa de gobierno neoliberal del mundo podemos hablar por tanto de nuevo modelo de gestión de las poblaciones que se consideran sobrantes, que se dejan caer en las excolonias o se les niega su pertenencia. Esto ha preparado el camino para la emergencia de las extremas derechas. Según Wendy Brown, las privatizaciones masivas, el ataque a los derechos sociales o a lo público pero también a la misma idea de lo social –la tarea de desmantelamiento de los vínculos y de individualización radical– han sentado las bases para que los políticos autoritarios o de extrema derecha emergieran de las ruinas económicas y políticas del neoliberalismo. Este individualismo radical, además, ha preparado el terreno para que arraiguen los discursos etnonacionalistas y posfascistas. Este aspecto micropolítico es clave en la estrategia de generar una cultura antidemocrática desde abajo.
A este acostumbrarse a la pérdida de vidas que no cuentan, Rita Laura Segato le llama pedagogía de la crueldad. Dice Segato que para esta fase del capital es funcional e indispensable que las personas se vuelvan menos empáticas –que no nos afecte el sufrimiento de los cuerpos que tengo al lado y que hemos conceptualizado como desechables–. La pedagogía de la crueldad se ejerce para que las personas se vayan acostumbrando al sufrimiento que provocan las formas de despojo y de exclusión que produce el sistema económico. Habla aquí de las muertes en la frontera pero también lo vincula con las formas más espectacularizadas de la violencia contra la mujer: las muertes de Ciudad Juárez, las violaciones múltiples que luego se comparten en la red…, todas ellas forman parte de esta pedagogía de la crueldad que nos “acostumbra” a un mundo de dueños, que acumulan capital y vidas –que deciden sobre la vida y la muerte–.
Sobre esta destrucción de la sociedad, los postascismos siembran el miedo. El miedo es parte de la tonalidad afectiva de estos tiempos de desencanto y resentimiento: miedo a los extranjeros, miedo a los menas, a los okupas, a las personas trans… Se agita constantemente el fantasma de la inseguridad. Las extremas derechas se proponen para la gestión de ese miedo, para la gestión de esta organización del mundo de dueños en la crisis de la democracias liberales.
La nación está amenazada, el cuerpo nacional está amenazado: sus valores, su forma de vida, o su civilización por “los otros”, no por la desigualdad, la pobreza y sus efectos sobre la sociedad. Las desigualdades económicas se refractan a través de la lente del conflicto étnico. Los rostros de las extremas derechas pueden ser diferentes que aquellas del siglo pasado, pero la función política de sus discursos etnonacionalistas permanece: neutralizar el conflicto social. Hoy, los que amenazan la reproducción de la nación son las personas desplazadas y que acaban conceptualizadas como el enemigo y tratadas como tal. También son declarados como enemigos los sujetos poscoloniales –los otros dentro de nuestras fronteras– que viven en Europa, que son europeos muchas veces –es el caso de los musulmanes que se declaran como incompatible con “nuestro modo de vida o con la misma democracia”–.
No olvidamos pues a Mbembe y su evocación de la colonia como la cara nocturna de la democracia. Lo que nos recuerda la colonia de la democracia es que los órdenes reproductivos de las naciones occidentales se han edificado siempre contra o sobre otras poblaciones. La gestión neoliberal y la posfascista de las poblaciones designadas como excedentes, aunque muchas veces se presentan como opuestos, tienen más en común de lo que solemos reconocer.
La retórica de las democracias liberales es la de la libertad, la globalización y el multilateralismo. Se habla también de libertad de circulación, aunque sea bajo la idea de “migraciones ordenadas”, y se invoca el discurso de los derechos humanos o de la igualdad ante la ley. Pero el marco real, material, de gestión de la frontera es el necropolítico. A pesar de su retórica, las derechas nacionalistas radicales tampoco quieren eliminar la inmigración, algo imposible salvo por vías genocidas, sino apoyar la segmentación, el grado de ciudadanía atribuyendo más o menos derechos en función de consideraciones raciales, hoy más culturales que biologicistas –una forma más antigua de racismo–.
La cara nocturna de la democracia
Quizás podríamos considerar estos posfascismos como una suerte de conciencia reprimida de las democracias liberales, no siempre su contrario, sino la afirmación de su peor rostro, de la verdad de su dependencia de la injusticia y la explotación. Lo que hay de diferente en el posfascismo es una verbalización descarnada del racismo. Por eso cuando los posfascismos dicen que están contra lo políticamente correcto no mienten, porque dicen sobre las personas migrantes lo que las fronteras están haciendo ya con ellos. En Ceuta, se han retirado las concertinas de nuestro lado de la frontera para ponerlas al otro lado, en el lado marroquí, para que las vulneraciones de DD.HH. más descarnadas ocurran en otros sitios y nosotros podamos seguir disfrutando de la ficción democrática.
Evidentemente estos posfascismos dicen querer llevar esas políticas racistas más allá, y sus discursos tienen efectos muy reales: por ejemplo, cuando impulsan y provocan la violencia contra los menores no acompañados. Pero es fácil ver una continuidad, una complementariedad, más que una radical oposición. El liberalismo y las derechas radicales son expresiones igualmente constitutivas del capitalismo moderno. Pero eso no significa aplanar el campo de batalla. La emergencia de estos posfascismos han desplazado el campo político hacia la derecha: los frentes populares constituyen un buen ejemplo, porque limitan nuestras posibilidades para la crítica y reducen nuestros horizontes emancipatorios. Hay que vencer a las extremas derechas, pero vencerlas no asumiendo o gestionando las políticas que les dan paso, sino llevando adelante las que pueden frenar su penetración en lo social: las de la redistribución igualitaria de la riqueza, y la democracia radical.
*Nuria Alabao, periodista y doctora en Antropología. Miembro de la Fundación de los Comunes.
Artículo publicado en Contexto.
Foto de portada: Detalle de una ilustración de 1911 que representa a Francia como benefactora del pueblo de Marruecos. LE PETIT JOURNAL.