Por Ana Laura Dagorret.
Febrero comenzó con una noticia feliz para Brasil. Se trata de la decisión del Ministerio Público Federal de ponerle fin a la operación Lava Jato, emblema de la “lucha contra la corrupción” que, en la práctica, consistió en la persecución judicial y encarcelamiento de líderes políticos así como la destrucción de varias empresas nacionales.
La decisión del MPF se conoció el 3 de febrero, cuando se anunció que la operación “deja de existir” de forma independiente y pasa a integrar el Grupo de Actuación Especial de Combate al Crimen Organizado (GAECO). Varios de los fiscales que conformaban la Lava Jato fueron nombrados para GAECO, mientras que la mayoría sigue designado para actuar en casos específicos o de forma eventual hasta el 1 de octubre de 2021.
En la misma semana, una decisión judicial del Ministro de la Corte Suprema Ricardo Lewandowski dio acceso a las conversaciones entre los fiscales y el ex juez Sergio Moro interceptadas en otra operación. Allí se observa a Moro, que debía juzgar las pruebas presentadas por la acusación, actuando de forma parcial y en connivencia con los fiscales y contra la defensa del ex presidente Luis Inacio Lula Da Silva, el “pez gordo” de la operación condenado con un power point como única prueba.
Si bien dicha parcialidad ya había sido probada por The Intercept en el ciclo de reportajes conocidos como Vaza Jato, donde se publicaron las conversaciones entre juez y fiscales, la intervención de la Corte Suprema representa una amenaza para el prestigio de la operación. De aceptar el pedido de la defensa del expresidente, la Corte Suprema podría no sólo anular las condenas sino devolverle a Lula sus derechos políticos, algo que seguramente dependerá de dónde lo coloquen las encuestas de cara a 2022.
La finalización de esta operación de “combate a la corrupción” no significa el fin de la judicialización de la política en Brasil, pero sí evidencia la derrota de un relato que sirvió de excusa para el impeachment contra Dilma Rousseff en el 2016 y de palanca electoral para Jair Bolsonaro en 2018.
Los inicios
La Lava Jato comenzó en el año 2013, cuando la Policía Federal de Curitiba, en el estado de Paraná, descubrió un esquema de corrupción que funcionaba entre Brasilia y San Pablo. El nombre Lava Jato (lavadero de autos) hace referencia al lugar donde esos esquemas se desarrollaban, en este caso, una estación de servicio en Brasilia que, curiosamente, no cuenta con un lavadero de autos. Sin embargo, la fama de la operación no llegó hasta marzo de 2014, cuando se realizaron 24 detenciones en varios estados, televisadas por red nacional y con amplia cobertura garantizada por la tv Globo.
Uno de los nombres que apareció entre los investigados fue el de Alberto Youseff, un experto en blanqueo de dinero y viejo conocido de la Policía Federal de Curitiba. Youseff ofreció declarar quienes eran los otros involucrados en el esquema a cambio de una reducción significativa de su pena. Entre los socios apuntados, figuraban funcionarios públicos, legisladores y empresarios de varios partidos, principalmente del Partido Progresistas (PP). Sin embargo, la atención mediática se fijó sobre aquellos mencionados que integraban el Partido de los Trabajadores, instalándose así la idea de que el PT sería la leyenda con más investigados por casos de corrupción.
A esa altura, la sobre exposición mediática que había recibido la Lava Jato logró generar una sensación de descontento con la corrupción estructural que con el tiempo fue en aumento. A ello se le sumó el incremento en 20 centavos del combustible, punto de partida para movilizaciones cada vez más multitudinarias.
Los números de la corrupción “rescatados” por la operación Lava Jato eran exorbitantes: cerca de 10 mil millones de reales desviados a partir del 2004 en negociaciones de coimas a cambio de licitaciones y recuperados por la operación Lava Jato crearon un escenario ideal para la campaña mediática de cara a las elecciones presidenciales de 2014.
La “lucha contra la corrupción” pasó a ser el relato perfecto contra la candidata a la reelección del Partido de los Trabajadores. Sin embargo, aún con la tv Globo, el mercado y los partidos de derecha encolumnados detrás de Aecio y de las movilizaciones fogoneadas desde los principales medios, Dilma Rousseff logró vencer en segunda vuelta.
El principio del fin
La victoria electoral no hizo más que potencializar la campaña mediática sobre la corrupción del partido. A su vez, desde el Congreso el candidato derrotado anticipaba que el Legislativo no garantizaría la gobernabilidad. Ambos condimentos lograron aumentar el descontento popular y darían lugar a un desgaste de la imagen de Dilma que culminó en 2016 con el impeachment por “pedaleadas fiscales”, un término que se refiere a las operaciones de presupuesto realizadas por el Tesoro Nacional sin autorización del Congreso.
Con el impeachment consumado y el entonces vicepresidente Michel Temer al comando del Ejecutivo, la operación Lava Jato continuó su avance sobre la principal amenaza política de cara a la elección del 2018. El ex presidente Lula Da Silva, mencionado en las declaraciones de quienes recibieron reducción de sus penas pero ausente en las pruebas recolectadas a lo largo de las operaciones, fue declarado culpable en tiempo récord por el entonces juez Sergio Moro en la primera instancia de la justicia de Curitiba.
Con la apelación de la defensa y la condena en segunda instancia, la fiscalía logró la prisión de Lula en abril del 2018 y, con ello, la anulación de los derechos políticos del expresidente, que al momento de su prisión las encuestas daban como vencedor en la primera vuelta de las elecciones presidenciales.
La propaganda mediática contra Lula y el partido, sumada a la campaña de fake news promovida por el entonces candidato Jair Bolsonaro contra Fernando Haddad, que reemplazó a Lula como cabeza de fórmula del frente conformado, lograron la ventaja de Bolsonaro en segunda vuelta y, con ello, la victoria del que por entonces era el único candidato viable para derrotar a la izquierda.
La maniobra que dejó a Lula fuera de la contienda quedaría evidenciada semanas después, cuando el entonces juez Sergio Moro aceptó la invitación del presidente electo para asumir el cargo de Ministro de Justicia, algo que incluso los mismos fiscales advirtieron como peligroso para el prestigio de la operación. Desde entonces, la credibilidad tanto del juez como de los fiscales que conformaban el grupo especial comenzó a disminuir y terminó de desmoronarse con los reportajes publicados por The Intercept Brasil a lo largo de 2019.
Casi ocho años después de iniciada, la operación Lava Jato culminó por decisión de uno de los aliados más próximos del presidente Bolsonaro, el Procurador General Augusto Aras, cuyas aspiraciones de Ministro de la Suprema Corte lo tienen a merced de las órdenes y deseos del actual mandatario.
Habiendo sido elegido con un discurso de lucha contra la corrupción y con el apoyo del lavajatismo, el presidente Bolsonaro se desprendió de ese discurso. El motivo: una operación resultado de investigaciones promovidas por la Lava Jato pone en jaque al hijo mayor de Bolsonaro por un esquema de corrupción en la Legislatura de Río de Janeiro.
Como dejó en claro casi desde sus inicios, la operación Lava Jato no se trató de un grupo de héroes comprometidos con el combate al crimen organizado y a la corrupción en el seno de la política. Por el contrario, la Lava Jato sirvió de instrumento estatal al servicio de la persecución judicial de líderes políticos para allanar el camino de la elección en 2018. Su único legado es una justicia deslegitimada por la alteración de las normas jurídicas con el fin de obtener beneficios políticos y un país devastado en manos de un fascista.